10 noviembre, 2025

Infancias expuestas

Fernanda García

Toluca, México; 23 de marzo de 2022.

Pensar en Wendy Yoselin es regresar a esa imagen que conmovió a audiencias a nivel nacional: sus amigas, sus compañeras de la prepa, cargando su ataúd dos días después de que fuera encontrada muerta en un canal de aguas negras en Xonacatlán.

Esa imagen, capturada por el atinado lente de mi amado fotoperiodista Ramsés Mercado y la historia, narrada de gran manera por la reportera local Alma Ríos, me rompió el corazón.

Las infancias no deberían cargar el peso de ser conscientes de lo que un feminicidio significa, peor aún, de lo que la violencia de género representa, pues es una amenaza constante que rompe cualquier inocencia.

Entonces el nombre de Wendy sigue rondando en mi cabeza. Esa imagen, esos gritos, esas lágrimas.

Wendy, esa joven de 16 años quien salió de casa para dar la vuelta con su novio, quien soñaba con ser abogada y fue reportada como desaparecida. Wendy, Wendy, Wendy.

A tres kilómetros de su hogar, el 22 de marzo del año pasado, fue encontrada muerta, con la ropa rasgada y descalza. Y justamente la ausencia de sus zapatos fue lo que definió el caso como feminicidio, pues en primera instancia se había dicho que no había delito que perseguir, ya que “murió ahogada”.

A un año de esta imagen tan trágica pero tan cotidiana en México, la familia de la joven volvió a ser noticia. Los más pequeños de ésta encabezaron una marcha desde la casa de la joven hacia su última morada, en el panteón de Villa Cuauhtémoc.

Caminaron varios kilómetros con una pancarta en mano en la que se leía una parte de Canción sin Miedo, el himno de dolor que retrata de manera sorora y viva el grito de justicia que se replica en cada marcha: cantamos sin miedo, pedimos justicia, gritamos por cada desaparecida. Que resuene fuerte. “¡Nos queremos vivas!”, que caiga con fuerza el feminicida.

Soy madre, mis hijos tienen quizás la misma edad que los pequeños que gritaban, no me imagino el dolor de romperles la burbuja y exponerlos al terror de perder a alguien a causa de la violencia, mucho menos si es violencia de género.

Me rehúso a pensar un escenario en el que les digan que me asesinaron, o mi madre, a mi hermana, a mis tías, primas o amigas… sólo por ser mujeres. Que no saben quién me mató y que ese sujeto sigue libre mientras ellos padecerán del corazón roto, del enojo perpetuo y los “porqués”.

Sí, todos estamos expuestos, pero ver niños gritando “ni perdón ni olvido, castigo al asesino”, es realmente desgarrador. Que el sistema falle tanto para que un año después no haya esclarecimiento de esos hechos, desborda la furia.

Las infancias están expuestas a la podredumbre y al resquebrajamiento social y moral, no porque hayan visto algunos casos en la televisión o en los periódicos, sino porque son víctimas colaterales como la familia de Wendy y la de tantas víctimas de feminicidio; así como los niños y niñas de Xonacatlán y de tantos municipios.

El coraje, la rabia y la desesperanza me inundan.

Para cerrar este Caleidoscopio dejo un erotema: ¿en qué momento nos acostumbramos a ver a los infantes llorando por justicia y no jugando en las calles?

¡Hasta la próxima!

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