1 mayo, 2024

El camino de vuelta a la normal

El camino de vuelta a la normal

Miguel Alvarado

Tixtla, Guerrero; 10 de agosto de 2021.

Aquella vez había una fuerza que dirigía los pasos de todos y los llevaba entre las piedras y la tierra hacia el centro de la cancha de básquetbol, uno de los lugares de la escuela donde sucede todo, se fragua todo y a veces todo se resquebraja.

Entonces y ahora, la fuerza que salía de esa cancha era tan densa como el aire ardiente y la intangible niebla. Tan caliente que hacía falta llamar a alguien para que las luces de las estrellas no lastimaran tanto y no cambiaran nuestro carácter como lo hacían con las cosas vivas, por ejemplo con los perros, que eran unos por la mañana y otros por la noche porque ya sin luz, lo fiero les salía por los hocicos y sus vísceras se agitaban, listos para aventarse contra cualquiera que pasara.

Ayotzinapa se queda enredada en las cosas que nos forman y aunque entra y sale, y está un rato o se va para siempre, uno ya no puede quitársela y tiene que vivir con ella el resto de la vida. Asomado a la ventana, cuando enfrente el muro naranja o gris revienta de tanta niebla y el limonero de la maceta se mueve con la fuerza epiléptica del viento, la escuela se aparece, agigantada por la sombra de lo que no se comprende.

Sin embargo, a veces pasa que los ruidos de cualquier día se enredan en el corazón que ya uno lleva como una piedra agrietada o despintada, como la banca, el filo largo que rodea a la cancha de básquetbol, donde todas las noches se pone la tía Picadas, que vende tacos, picaditas y refrescos para que los alumnos ya no salgan tan noche, y para que ella y su familia puedan sostenerse.

– Ya mi hijo va en segundo -dijo entonces ella, mientras pone la mesa de siempre, el comal de todas las veces, los recipientes con la salsa y los chorizos para hacer las comidas. Y luego, como si no lo dijera de tanto que lo ha dicho, lo señala a lo lejos, hacia la bruma que esa noche ha bajado para seguir a los alumnos que ya se van a estas horas, como si fuera el 26 de septiembre.

Hace unos minutos se han reunido para el baje de información. Los juntan a todos, menos a lo que están en círculo de estudio, en el comedor de la normal, desde las 10 de la noche porque están pasando la semana de pruebas. En medio de esa bruma y cerca del comal caliente de la tía Picadas, los alumnos se van enterando de lo que ya sabían: que Tiripetío, la normal michoacana, está bajo asedio de la policía federal y de los estatales porque se llevaron camiones, porque les suspendieron las becas, porque esta vez va en serio lo del cierre de las escuelas.

En 2021, un año después, López Obrador se sacaría un chiste de la manga, una aciaga mañanera en la que dijo que los comedores de las normales rurales deberían cerrarse porque los recursos económicos se repartirían directamente para terminar con los cacicazgos. De las normales, Obrador sabe muy poco, porque después, como si se tratara de otra broma, pero de ésas serias, que se pronuncian en los momentos solemnes, dijo que los alumnos podrán dormir en cuartos o pensiones rentadas.

– Como yo, como a mí me tocó estudiar- dijo el presidente de México, que ignora que la vida de una normal rural tiene una de sus razones de ser en la convivencia de todos los días y de todas las noches y si se cancelaran los dormitorios y los comedores, se cerraría la mitad de las escuelas, los vínculos que se desprenden de esos lugares.

Hace un año la tía Picadas preparaba en su sartén muy limpio y muy negro los tacos y las tostadas para los alumnos de Ayotzinapa que se iban a Tiripetío, y por eso los tres camiones estacionados frente al comedor ya calentaban motores. En el baje de información los responsables del viaje también habían dicho que tenían un rato nomás para prepararse.


La bola de alumnos se deshizo y lo primero que buscaron no fue su ropa o su comida sino piedras para lanzarlas en caso de que fueran interceptados, como era evidente que sería.

Un joven se acercó a la tía Picadas y la vio un ratito nomás, para luego estarse junto a ella como a veces se está junto al fuego porque se sabe, aunque no se diga, que el fuego es la madre y el padre de las muchas plantas que lo recorren a uno. Y así, con ese rato nomás, el hijo de la tía se despedía de ella mientras le hacía algo para el camino, a él y a los otros que se iban.

Después, ya sólo restaba pasar por la ropa, si es que había ropa.

-Tengo un mal presentimiento- dijo Lenin Mondragón, que estaba parado junto a la tía Picadas, con algo de comer en la mano, mientras veía a los alumnos correr por los pasillos, con la bruma persistente sobre ellos y quienes los veíamos cómo se iban y cómo arrancaban los camiones, que tomaban la curvita donde está el taller de la gráfica, y que agarraban el empedrado para salirse por las puertas negras de la normal, sólo podíamos sentir la niebla posándose en la cancha.

El hermano de Lenin había hecho lo mismo el 26 de septiembre de 2014 cuando se iba a Iguala. Julio César corría por los mismos pasillos y les gritaba a sus amigos el “¡ámonos, güey, ámonos güey!” antes de embarcarse en un viaje sin retorno. Y ahora era lo mismo. Era inevitable que Lenin y los otros que miraban no asociaran este ahora con el viernes de hace siete años, cuando nadie se quedó en la escuela porque su secretario general, David Flores Maldonado, había dado permiso a todos para que se fueran el fin de semana entero. Todos, excepto los de primero, que al final fueron los sacrificados en un viaje que todavía no se entiende bien y que ha terminado por perderse entre la bruma de algo que nos convirtió en el mismo vaho que ahora acompaña a los alumnos a Michoacán.

A David en la escuela le decían El Parca, un apodo que lo seguirá siempre, incluso si se convirtiera en testigo protegido de fiscalías y comisiones.

Así pues, los estudiantes subieron a los camiones y se arrancaron casi en silencio porque ya se sabe que esos viajes a veces no encuentran el destino que se ha propuesto. Aquella niebla comenzó a asentarse más espesa, más concéntrica como un remolino, más parecida a un estado de ánimo que a la bruma que realmente era.

En el puesto de la tía Picadas sólo se escuchaban el fogón y la cuchara que removía los botes y los recipientes, que hacía a un lado las gorditas para que no se quemaran. En el fondo de sus ojos, la tía, que no decía nada, rezaba sus oraciones por el hijo que se le iba en ese viaje nocturno. “Porque tiene que ir”, dijo de pronto, “porque estudia aquí y él siempre quiso estar en Ayotzinapa, cuando estaba chiquillo él me lo decía cuando me acompañaba a vender a la escuela. Ahora yo sigo vendiendo y él va a ser maestro”.

En esas estaba, mientras el humo del comal le envolvía los gestos y su cara se volvía roja. En esas estaba mientras los pocos que quedaban terminaban su comida y los perros que viven en la escuela se acercaban a olisquear el suelo. En esas estaban cuando un alumno regresó corriendo desde la puerta de la escuela.

– ¡Estamos rodeados! ¡Están los estatales afuera, por todos lados! ¡Hay que avisarles a los de los camiones!

Al mismo tiempo, en las redes sociales de las normales se anunciaba el cese de la guerra en Tiripetío, un pacto de alto al fuego y el retiro de las fuerzas armadas del perímetro de aquella normal. Ya no era necesario que los ayotzis fueran hasta allá y se dio la orden de que regresaran.

Los camiones volvieron y los alumnos se bajaron riéndose a carcajadas. Ahora, la cosa era ver lo que querían los policías a las once de la noche. Unos decían que iban por los visitantes, que estaban ahí para pasar la noche y que buscaban rastros de lo que había pasado siete años atrás. Pero esa, la búsqueda inacabable, está envuelta en su propia niebla, en el vaho de los 43 que no han encontrado el camino de vuelta a la normal.

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