Fernanda García: texto. Karen Colín: diseño. Ramsés Mercado: imágenes.
San Lorenzo Huitzizilapan, México; 2 de marzo de 2022.
Los días se hacen semanas y un lapso interminable entre emoción y nervios para Vicente. Desde hace 25 años se ha dedicado a convertir la noche en día con el destello de sus ofrendas para el Señor del Trabajo, el Santo Patrono de San Lorenzo Huitzizilapan.
Durante una semana, esta pequeña localidad enclavada en el bosque otomí de Lerma, en el Estado de México, que huele a pólvora, a fe, a cervezas, a pitufos, se estremece. Se ve color arena por el polvo que se levanta cuando bailan los toritos y las cientos de personas.

En ese predio, donde ya ni la hierba crece por tanto andar de quienes han sido testigos, la tradición se ha transformado. Ya las ofrendas no llegan puntuales a la misa del Señor del Trabajo -que no es otro que Jesucristo cayendo mientras carga la cruz-, un día antes del Miércoles de Ceniza. Las envían cuando pueden o, mejor dicho, cuando saben que habrá más espectadores, hasta cinco horas después.
“La celebración antes de la generación de los millennials era distinta, llegaban a la misa de las 12, formaditos para recibir la bendición del sacerdote. Ya no, ya llegan después, más tarde”, dice uno de los mayordomos de la parroquia.

Bajan desde distintas comunidades, las agrupaciones se disfrazan de motivos temáticos, por decirlo de alguna forma, y lo mismo hay “viejos” que tlachiqueros, policías y hasta pitufos. Es más, ni los toritos son tales, al menos no los monumentales. Los hacen con forma de dragones, de pokemones, de lo que a la cuadrilla le guste en ese momento.
“Yo respeto a cada grupo, sus formas, pero lo tradicional es recordar que lo que nos dio comida aquí al principio fue el pulque”, recuerda don Vicente, quien ha visto cómo la fe de un pueblo se ha adaptado para perdurar, para generar nuevos creyentes en los millennials, en los centennials.

No falta el torito que no funcionó como debía y ocasiona fuego en los pastizales, porque antes de la temporada de siembras Huitzizilapan es dorado como el invierno mexicano. Pero no pasa a mayores, ya saben que hay que sofocar el fuego antes de que se salga de control mientras que el humo se confunde con la pólvora que estalla cada dos minutos dejando su estela de gozo.
La banda no deja de sonar. La gente no para de bailar, de reír, de comer, de beber.

Para quienes se aburren de ver tanta chispa alumbrando día y noche, se instalan juegos mecánicos. Por eso, una rueda de la fortuna sobresale del costado izquierdo de la parroquia. La diversión es para todos.
Pero nadie deja de mover los pies al ritmo del conjunto en turno. Aunque sean pocos los que pasan a la Iglesia a rezar, a persignarse, a dejar un testimonio de fe.

En Huitzizilapan ya son pocos los que se dedican a labrar la tierra, así que las semillas colocadas a un costado del Señor del Trabajo son pocas.
“Aquí la fe se mide en estruendos”, dicen los que donan los fuegos artificiales, porque se regalan aunque cueste más de 15 mil pesos hacer uno. El dinero escasea pero no es para perder sino para ofrendar, que nos venga un mejor ciclo, ya no de cultivo sino de lo que sea.

El silencio imperará en San Lorenzo Huitzizilapan después, cuando lleguen el Miércoles de Ceniza, la Cuaresma y la crisis por la escalada inflacionaria que agobia a quienes apenas ganas un salario mínimo.
Entrará en pausa el carnaval hasta que llegue un nuevo ciclo, una nueva esperanza, un nuevo cohete que tronar para que la noche se convierta en día y éste sea reflejo de la fe que se hace pólvora y pero también eco de toda una comunidad.










