25 enero, 2025

Sufragio Efectivo, No Reelección: un largo y sinuoso camino

Sufragio Efectivo, No Reelección: un largo y sinuoso camino

Ciudad de México; 14 de mayo de 2024

Marcos T. Águila

Porfirio Díaz fue a visitar al presidente de México, Jesús González Ortega, y le comentó que no tenía ambiciones para competir por la presidencia en 1884. Entonces, su amigo y compadre se habría puesto a buscar afanosamente en los cajones de su escritorio, lo que indujo a Díaz a preguntarle que qué es lo que buscaba. Se dice que entonces González le respondió: “Al pendejo que se lo crea, compadre”.

La historia electoral del siglo XIX en México se caracterizó por una muy baja participación popular en los comicios, no ajena a las turbulencias inducidas por enfrentamientos violentos entre los contrincantes, pero sobre todo condicionada por la naturaleza indirecta de la elección presidencial, la de los congresistas y la de los gobernadores. La transición hacia la elección directa de dichas autoridades ocurre hasta la ley electoral de 1912, producto de una iniciativa presidencial de Francisco I. Madero tras ganar abrumadoramente las elecciones de 1911. La presidencia de Madero fue fugaz, apenas 13 meses antes de ser asesinado, evento con el que concluye el primer tramo de la Revolución Mexicana. Sin embargo, aún después de la Revolución la participación popular en las elecciones fue limitada y muchas veces violentada por disputas entre facciones de los propios revolucionarios. En el fondo, esto no debería sorprendernos, ya que la demanda de elecciones para elegir directamente a los gobernantes no fue una preocupación de origen popular, sino en todo caso de las clases medias ilustradas.

La consigna maderista de “Sufragio Efectivo y No Reelección” llevaba dedicatoria, desde luego, contra el general Porfirio Díaz, quien fue reelecto en siete ocasiones y renunció a la octava, después del fraude electoral contra Madero en el año de 1910. Paradójicamente, el mismísimo Díaz levantó esa misma consigna antes de acceder al poder, en 1876, tras dos derrotas en contra del presidente Juárez. Ahora bien, la reelección y su abuso en el siglo XIX no comenzó con Díaz. Uno de los casos más notables fue el de Antonio López de Santa Anna, que “gobernó” intermitentemente entre 1833 y 1848, por 11 ocasiones, aunque algunos periodos fueran apenas de unos meses. Santa Anna perdió la llamada Guerra de Texas y cargó con el oprobio de la pérdida de alrededor de la mitad del territorio nacional tras la invasión estadounidense de 1847, aunque buena parte de dicho territorio estuviera apenas poblado por mexicanos. Un tercer caso es el del presidente Benito Juárez, quien gobernó por aproximadamente 14 años y se reeligió en tres ocasiones. Juárez acumuló años en la dirección del Estado, primero durante la llamada Guerra de

Reforma (1858-1861), entre los liberales de todas las tendencias y los conservadores. Así, Juárez ocupó la presidencia legalmente, por primera ocasión, tras un Golpe de Estado contra el entonces presidente Ignacio Comonfort (un liberal moderado) a partir del hecho de que Juárez ocupaba el puesto de presidente de la Suprema Corte de Justicia. Después, fue un presidente itinerante hasta la victoria liberal contra el clero católico, tras la Reforma, e inmediatamente después ganó las elecciones de 1861, con el 55 por ciento de los votos, en contienda contra el licenciado Miguel Lerdo de Tejada y el general Jesús González Ortega. Hacia el final de su segundo mandato se produjo la invasión francesa y Juárez extendió su cargo y volvió a ser un presidente itinerante, defendiendo la república ante la ocupación del ejército extranjero durante 4 años. En 1867 es reelecto con comodidad (71.5 por ciento de la votación), contra el 26 por ciento del general Díaz, su coterráneo oaxaqueño, en el primer intento de éste por alcanzar la presidencia. En 1871, cuatro años después, Juárez se reeligió por tercera ocasión, en una votación más competida: Juárez (47 por ciento), Díaz (28 por ciento) y Sebastián Lerdo de Tejada (23 por ciento).

No sabemos cuál pudo ser el futuro de las aspiraciones de Juárez de permanecer en el poder, debido a su muerte repentina acaecida en 1872, por una angina de pecho que se tradujo en un ataque al corazón. Si acumulamos la vigencia en el poder de los tres presidentes, Santa Anna, Juárez y Díaz, entre todos suman más de medio siglo. Cabe aclarar que los perfiles políticos de los tres personajes fueron muy diversos y contradictorios. De Juárez puede decirse que militó y se rodeó de la pléyade de liberales “puros” o radicales que dieron el perfil anticlerical a la Constitución de 1857 y sus secuelas (de aquéllos sobre quienes Daniel Cosío Villegas señaló que “parecían gigantes”, como Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Melchor Ocampo o Francisco Zarco), aunque más tarde tuviese que mantener compromisos con moderados y conservadores para poder gobernar. Porfirio Díaz inició con un programa de continuidad con el juarismo, hasta que, progresivamente, hubo de pactar con el poder económico de hacendados, financieros, mineros e industriales y deslizarse a la creación de un grupo ideológico y político de orientación claramente conservadora, los llamados “científicos”. El poder tiene un embrujo que parece caer y recaer fatalmente en la búsqueda de la reelección.

¿Cómo funcionaban las elecciones en el siglo XIX?

Entre la Independencia, la Reforma y la Revolución, las autoridades públicas, cuando fueron electas, reiteramos, lo fueron de manera indirecta. Los ciudadanos sólo podían votar siendo varones y tenían también como requisito el contar con 21 años de edad, o bien 18 si eran casados. En realidad, sólo tenían la opción de votar por un llamado “elector”, que representaría la votación de su distrito, es decir, no por un candidato presidencial, un diputado o un gobernador. Los electores, una vez reunidos como Colegio Electoral, escogían a uno de los candidatos registrados. Tal era el procedimiento propuesto por la Constitución de 1824 y ratificado por la de 1857. Entre estas dos fechas, bajo el influjo de los gobiernos conservadores entre 1836 y 1843, se añadió un requisito de ingresos para poder votar: el contar con un capital o recursos equivalentes al menos a 100 pesos al año (en 1836), mismo que se elevó al doble, a 200 pesos, en 1843. Esto con el propósito de ahuyentar a las “clases peligrosas” de su influencia sobre la representación política. Así, se excluyó explícitamente a empleados domésticos, desempleados y por supuesto a los trabajadores del campo, lo que hizo de las elecciones un fenómeno esencialmente urbano y para minorías. En 1857, el requisito formal de un ingreso mínimo se borró. Sin embargo, fue sustituido por la máxima de demostrar que se tenía “un medio honesto de vivir”, mensaje cifrado que mantendría en los hechos un filtro contra las clases bajas, vigente hasta la Constitución de 1917.

Así, durante el siglo XIX, eran los electores locales, aproximadamente uno por cada 50 mil personas (aunque esta cifra varió con el crecimiento demográfico) los que, reunidos en Colegio electoral, “en escrutinio secreto”, contabilizaban y decidían a propósito de candidatos a la presidencia, al Congreso o las gubernaturas. Se trataba de un tipo de elección indirecta en primer grado. Cuando eran los diputados los que se erigían en Colegio Electoral, en segundo grado. Como puede observarse, un elemento crucial fue la selección de los electores dentro de la sociedad política, lo cual naturalmente recaía sobre la parte más acomodada de las diferentes ciudades y regiones, típicamente, licenciados, religiosos y militares. A mediados del siglo XIX, por ejemplo, una investigación regional sobre Guanajuato contabilizó que los diputados eran, en primer lugar, abogados (59 por ciento), luego sacerdotes (17.2 por ciento), militares (3.5 por ciento), médicos (7% por ciento) y 14 por ciento sin formación conocida.

El sistema electoral mexicano del siglo XIX tuvo una segunda influencia relevante, derivada de la Constitución de Cádiz de 1812 en España que, pese a admitir la monarquía, en ausencia del rey Fernando VII, expulsado de su territorio por la invasión napoleónica, abrió una discusión relativamente democrática sobre el derecho a la participación de diputaciones electas en todos los territorios del reino para las Cortes. La todavía entonces Nueva España envió representantes a Cádiz, bajo el criterio de uno por cada 50 mil habitantes, allí donde se lograron efectuar elecciones por estados, alcanzando unos 21 diputados en total (15 propietarios y 6 suplentes). Uno de los más destacados fue Don Manuel Ramos Arizpe, diputado por Coahuila, quien participó de manera fundamental en la redacción de la Constitución de 1824 en México. La ocupación francesa en España impactó a todo el imperio. En América Latina desató una catarata de diferentes rutas hacia la independencia de un imperio español en declive.

En México, tras la guerra de independencia, el primer presidente electo por votación indirecta fue Don Guadalupe Victoria, que alcanzó el 78 por ciento de los sufragios. Las siguientes tres décadas fueron de gran inestabilidad, expresada en las entradas y salidas de Santa Anna a la presidencia, la Guerra de Reforma en defensa de la Constitución liberal de 1857, el ascenso de Juárez al poder y su legítima defensa del reformismo ante la invasión francesa, hasta el corto imperio de Maximiliano (1864-1867). Siguieron las reelecciones mencionadas de Juárez en 1867 y 1871 (frente a Díaz) y las dos elecciones de Sebastián Lerdo de Tejada: 92 por ciento del voto electoral en 1872 y 90 por ciento en 1876, (cuando su reelección fue repudiada por Díaz en el Plan de Tuxtepec, que levantó por primera vez, como advertimos antes, la consigna de Sufragio efectivo, no reelección). El dominio de la presidencia “eterna” porfiriana comenzó al año siguiente, 1877, cuando Díaz obtuvo nada menos que el 95.7 por ciento del voto electoral. Los porcentajes oficiales reconocidos en sus reelecciones subsecuentes fluctuaron entre el 97 y el 100 por ciento, entre 1884 y 1910. A Madero se le concedió apenas el 2 por ciento en ese año. De allí se desprendió su llamado a las armas, la renuncia de Díaz y su propia elección, cuando Madero obtuvo el 99.2 por ciento del voto electoral (contra el 2 por ciento bajo el dominio de Díaz), lo que sugiere que los electores indirectos eran, esencialmente, seguidores del gobierno en turno.

La elección presidencial de 1880

Por razones de espacio, seleccionamos un caso del que disponemos información histórica abundante, para ilustrar la cuestión electoral en los inicios del porfiriato. Se trata de la elección de Manuel González a la presidencia en el año de 1880. El general Díaz resistió seguramente la seducción de buscar la reelección en ese mismo año. En cambio, optó por una solución a mayor plazo: la de inducir la elección de un amigo y subordinado cercano, González, que le abriera el camino a su primera reelección, no inmediata, en 1884 y más tarde continuar con una cobertura legal más sólida, ajustada por el Congreso dominado por el Ejecutivo, hacia la reelección sin límite.

González obtuvo el 76 por ciento de la votación en 1880, que equivalieron a 11 mil 528 votos electorales (de un total de 14 mil 742 votos emitidos) ganando cómodamente la elección, frente a un nutrido grupo de contrincantes: el licenciado Justo Benítez, mil 369 votos (9 por ciento), Trinidad García de la Cadena, mil 75 votos (7 por ciento), el general Tomás Mejía, 529 votos (3 por ciento), el licenciado Ignacio Vallarta, el famoso jurista, con apenas 165 votos. En el caso de esta elección, aparentemente tersa, se cuenta con la evidencia de numerosas anomalías y trifulcas en el archivo personal de Vicente Riva Palacio depositado en la Biblioteca de estudios latinoamericanos de la Universidad de Texas en Austin. El general poeta, quien coqueteaba con ser candidato, operó en cambio, bajo la presión de Díaz, como coordinador de la campaña de González.

Por ejemplo, en el caso de Guanajuato, que proporcionaba un número alto de votos electorales (el 8 por ciento en contraste con el 4.4 por ciento de la Ciudad de México), se encuentra el siguiente testimonio del primero de mayo de 1880, cuando el gobernador de Guanajuato, Antonio Gayón, escribió: “… hablé con varios comerciantes y hacendados y me manifestaron que cuanto ellos valen está a la disposición del general Díaz por lo que en todos sentidos estamos perfectamente bien… Yo, querido amigo, le suplico a Usted que se sirva dar las gracias en mi nombre al Sr. Presidente para que se acuerde de mí y que siempre estaré al lado de Uds., para servirles en todo lo que me crean útil para lo que creo que no habrá ninguna dificultad para que se hagan las elecciones para Gobernador y demás autoridades en el Estado de Guanajuato”. Como este, encontramos numerosos testimonios de confrontaciones, balaceras, disputas sobre credenciales dobles o fraudulentas (60 de 227 en los distritos electorales y por lo tanto curules teóricas en la república). Hubo gritos y sombrerazos, pues, en estas aparentemente pacíficas y tranquilas elecciones de trámite.

Se cuenta que, hacia el final del cuatrienio de González, Díaz fue a visitarlo a su despacho, donde le comentó que no tenía ambiciones para competir por la presidencia en 1884. Entonces, su amigo y compadre se habría puesto a buscar afanosamente en los cajones de su escritorio, lo que indujo a Díaz a preguntarle que qué es lo que buscaba. Se dice que entonces González le respondió: “Al pendejo que se lo crea, compadre”. Y es que el plan de reelección de Díaz se encontraba ya en curso, como la fatalidad de una verdadera aplanadora.

Hacia el siglo XX

Los primeros presidentes de la posrevolución fueron caudillos militares que también arrasaron las votaciones (que no obstante crecieron mucho en volumen). Venustiano Carranza obtuvo el 97 por ciento del padrón electoral en 1917, con 798 mil votos, Álvaro Obregón le sucedió con 95.8 por ciento y un millón 133 mil votos, pero el antecedente de ello fue la persecución y asesinato de Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo, por haber decidido éste promover una candidatura presidencial distinta a la de Obregón, con quien la había pactado. La candidatura promovida por Carraza era la de Ignacio Bonillas, un ingeniero, embajador de México en Washington, muy cercano a Carranza, acaso la carta de Don Venustiano hacia una futura reelección. Obregón mismo fue asesinado años después, tras un intento de reelección (no consecutiva) en 1928, y ello se tradujo en la propuesta del tercer presidente de la posrevolución, el general Plutarco Elías Calles (1924-1928), de fundar el Partido Nacional Revolucionario (PNR), a fin de consolidar una alianza entre todas las facciones revolucionarias triunfantes. Al resultado se le llamó Callismo, derivado de la hegemonía de Calles en la política nacional ya no sólo en los cuatro años de su presidencia, sino por lo menos 11, pues abarcó otros siete años y tres presidentes más, bajo una suerte de reelección informal. El Callismo se frenó hasta iniciado el sexenio del general Lázaro Cárdenas (1934-1940) y su resistencia a Don Plutarco, a quien terminó por desterrar a los Estados Unidos, en abril de 1936. Cárdenas obtuvo nada menos que el 98.2 por ciento de los comicios. Con Cárdenas, el proceso revolucionario alcanzó acaso su punto más alto después del conflicto armado, como impulsor de la Reforma Agraria, la aplicación de las reformas laborales progresistas y la nacionalización del petróleo, todo ello acompañado de movilizaciones populares, aunque la democracia electoral no estuviese en su horizonte. Le sucedería la negra noche de la aplanadora tricolor.

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