27 octubre, 2025

El aprendiz de D10S

El aprendiz de D10S

Miguel Alvarado

Toluca, México; 28 de noviembre de 2020.

Esto es apenas un minuto en la vida de Diego Armando Maradona. O noventa, mejor dicho, porque lo que se cuenta está narrado desde el recuerdo de los partidos, de los mundiales que fueron y no, del fantasma del Diez que un día, en 1986, le hizo sombra al sol cuando regateó a seis ingleses en el estadio Azteca.

“Mi tristeza fue infinita”, dijo Maradona a quien lo quiso escuchar poco antes de que comenzara el Mundial de España en 1982, refiriéndose al día en que su entrenador, César Luis Menotti, lo bajó del carro de convocados para la Copa del Mundo de Argentina en 1978, cuatro años antes. En ese equipo había demasiados jefes y Diego Armando apenas tenía 17 años. De haber jugado ese campeonato, estaría en la lista de quienes participaron en cinco copas mundiales, junto a los mexicanos Rafael Márquez y Antonio Carbajal; el italiano Gianluigi Buffon y el alemán Lothar Matthäus.

Sí, había demasiados líderes y lo mismo pasaba en la selección argentina de 1982, que defendía el campeonato mundial obtenido ante la Naranja Mecánica holandesa que había armado Rinus Michels, el creador del portentoso futbol total.

A Diego Armando no se le olvidaba esa separación, pero aunque ya era una estrella mundial, en su selección no era más que otros porque en el equipo todavía mandaban Pasarella y Kempes, así como los campeones mundiales que sobrevivían del equipo de 1978. No era más que ellos. A veces -y eso lo comprobó el Diego año con año, hasta que murió- no bastaba ser Maradona para ganarlas todas.

Casi todos los equipos que participaron en 1982 tenían al menos una figura reconocida en un momento en el que Europa permitía la participación de tres extranjeros por equipo, y África y Asia apenas comenzaban un proceso de importaciones que luego inundó todos los mercados. En aquel entonces varios eran mejores que el Diez de Argentina: Zico por Brasil; Rummenigge por Alemania Federal; Antognioni por Italia; Platiní por Francia; Keegan por Inglaterra; Dassaev por la URSS; el Mago González por El Salvador; Boniek por Polonia; Kiss por Hungría; Susic por Yugoslavia; Armstrong por Irlanda del Norte; Dalglish por Escocia; Madjer por Argelia; Milla por Camerún; Ruffer por Nueva Zelanda; Krankl por Austria; Figueroa por Chile; Cubillas por Perú. Unos más, unos menos, aunque Maradona tenía la ventaja de la edad, de tener toda la vida por delante.

No sería España el Mundial del Diez.   

La mala suerte quiso que su debut quedara marcado con una derrota. Muy desconfiados, los argentinos saltaron el 13 de junio al Camp Nou para medirse con la siempre impredecible Bélgica y perdieron uno por cero. Maradona apenas era el Diego y los argentinos, con todo y Menotti en el banco, pudieron pasar a la segunda ronda, donde todo cobró su real dimensión, porque el grupo al que accedieron estaba formado por Italia y Brasil. Sobre todo Brasil, había armado un equipo que se decía mejor que el de Pelé en 1970, y unos meses antes habían paseado por Europa en una gira prodigiosa que los había llevado a derrotar a los alemanes en su propio terreno, en un match en el que todos adelantaban la final mundialista.

Brasil tenía un problema, y ese era la soberbia de saberse los mejores del mundo. Decidió jugar en España con nueve hombres los partidos que le tocaron. Eso, porque el portero Waldir Pérez y el centro delantero Serginho no estaban a la altura de sus compañeros. Careca era el delantero titular pero una lesión lo alejó del torneo y en el arco no había de otra, o Waldir o Pérez. Italia, en cambio, había sufrido para pasar a la segunda ronda aunque le había tocado un grupo fácil, con Perú, Camerún y Polonia como máximo rival.

A lo largo de su carrera, Maradona tuvo marcajes personales que lo secaron, o que parecían hacerlo hasta que el Diez se libraba de ellos y trituraba a la defensa rival. Eso pasó con la estrella alemana Lothar Matthäus, el mejor futbolista de la selección de aquel país en 1986 cuando en la final contra Argentina, justamente, el entrenador Beckenbauer lo envió a marcar al Diego hombre a hombre. Era un Diez que marcaba a otro Diez. Pero el de México también era Diego otro Maradona, y a pesar de que casi lo consigue, Matthäus falló una sola vez y el argentino, en un espacio de metro y medio, pudo dar el pase para que Valdano marcara el gol definitivo. Era 1986 y ese fue el Mundial del Diego, de Maradona y del Diez, todas esas personalidades en una coincidencia estética, intelectual, física y práctica que nunca más se verá en el futbol.

Pero estamos en 1982 y Diego no es Maradona aunque así lo dice la alineación. Enfrentar a Italia y Brasil, y encima ganar representaba una misión imposible aun para los vigentes campeones del Mundo. Y así fue. El primer marcaje que contuvo a Maradona durante 90 minutos fue obra del italiano Claudio Gentile, quien recuerda siempre aquella hazaña porque marcaría además el inicio del camino para conseguir la Copa del Mundo: “estuve viendo videos los dos días antes del partidos. No sabía cómo hacerlo pero tenía claro qué tenía que hacer. No podía permitir que Maradona se diera la vuelta, que tuviera el balón de cara a nuestra portería. Lo hizo una vez y no pude pararle. Evitarlo era el principio de la victoria. Sé que hoy en día no podría repetir el marcaje que le hice”, dijo el defensa desde su retiro cuando le preguntaron cómo lo había hecho. El segundo marcaje que Maradona recibió fue en las eliminatorias para el Mundial de México, en 1985, cuando enfrentó al peruano Luis Reyna. Ese encuentro mostraba al mundo cómo podía pararse al Diego sin cometer una sola falta, pero esa es otra historia, una oda de dolor incluso.

Ante Gentile, Maradona salió con la camiseta hecha jirones.


Ahora debería enfrentar al todopoderoso Brasil, que formaba en la cancha con nueve pero que tenía a Zico, Eder, Sócrates, Cerezo, Junior, Oscar, Falcao, Luizinho y Leandro jugando como si ejecutaran un ballet.

El encuentro contra Italia terminó con derrota y Argentina perdió no sólo la oportunidad de defender su campeonato. Italia evidenció que al Diego aún le faltaba madurar para considerarlo el mejor del mundo, y eso quedó condirmado cuando se cruzó con Zico, el astro brasileño a quien le decían el Pelé blanco. Zico no sólo dio lecciones a Maradona de habilidad e inteligencia. También le demostró al futuro rey del futbol que no sabía perder cuando el Diego, furioso contra todos, propinó al brasileño Batista una patada en los riñones que le valió la roja directa. Dejó a los argentinos con diez hombres y a los brasileños saboreándose las semifinales, aunque todavía debían derrotar a los italianos, un partido que terminó por convertir a Maradona en la sombra más famosa del Mundial de España en 1982.

Brasil: las lágrimas de los magos

El 5 de julio de 1982 nada estaba más lejos de las acrobacias de cristianos y lioneles que aquellos brasileños que enseñaban coreografía al oscuro Nureyev. Enfrentaban a italianos entrenados en cuadriláteros y campos de concentración que usaban rifles de asalto y tachones de aluminio para ablandar a los rivales. Maradona, todavía aprendiz de dios, fue reducido a cenizas días antes por Claudio Gentile, nacido en Trípoli, central contrahecho que después haría lo mismo con Lato, la estrella polaca. A Zico, la figura brasileña, le pasó lo mismo. Del lado italiano estaba Paolo Rossi, estafador profesional de resplandeciente sonrisa que coleccionaba títulos de goleo en sus horas muertas.

Italianos y brasileños definían un pase decisivo y se apostaba que el ganador sería a la postre campeón del mundo. Cuenta la leyenda que Éder Aleixo de Assis, delantero del Atlético Mineiro, le pegaba al balón con fuerza tal que alcanzaba 172 kilómetros por hora, pero que eso prefería discutirlo en bares de arrabal porque el futbol nada significaba si no ardía la cachaza bien destilada. Eder estaba maldito, tanto que en Belo Horizonte decían de él que era “guapo, incorregible seductor”, y después del juego atroz contra la azzurra, todavía presumió, impúdico, 16 mil cartas de sus admiradoras. No era el mejor, tampoco, porque aquel Brasil irrepetible había conseguido alinear ejecutantes sinfónicos que enseñaron que no sólo por dinero se patea un balón. La circunstancia de vivir para una pelota fue transformada en filosofía de la estética, poemario ilustrado por David Mack, artilugio en esperanto, la prueba viva de que no puede comprarse todo. Si no fuera por Pelé, el Brasil de Falcao y Sócrates sería único. Lo fue, aunque siempre perdió los partidos decisivos. 

Esa tarde en el estadio Sarriá de Barcelona todos estaban confiados. Hasta los italianos sabían que perderían, pero decidieron hacerlo en el campo y no en las páginas de los diarios. Tres décadas después aquel partido ha perdido lustre, la hoja de oro se ha marchitado y los artistas –algunos, no todos- podrían hoy empuñar una brocha gorda empapada en pintura Comex. Pero quedan vestigios, las carreras en frac de Bruno Conti y la soberbia sudamericana de jugar con nueve porque el portero ni el centro delantero Serginho contaban. A Brasil le faltó temor. Rossi les metió tres goles imposibles, dos de ellos por yerros de sus propios cracks y Gentile se llevó a su casa pedazos de playeras consagradas.

Brasil pudo empatar a dos en el segundo tiempo y dio por terminado el match antes de tiempo. Tocaba la bola como si jugara las semifinales escolares, con el maestro de educación física como árbitro y perdió de vista la trampa italiana. A ellos, dos guerras mundiales les hacían ver esos partidos como invasiones norteamericanas y Rossi, al final, les encajó el tercero, igual a un obús.

“Jugó hasta los 28 años. Jugó. Y engañando se quedó hasta los 40”, dicen del brasileño Eder las crónicas brasileñas que lo enterraron prematuramente pero con razón. El Sarriá recuerda todavía a los jugadores amarillos volando cometas, a minutos de comenzar el partido. Junior, el mejor lateral del mundo, observaba las gradas y en su mano un colorido hilo sostenía su juguete. Detrás de él, el arquero Dino Zoff concentraba a los italianos y les quitaba el miedo con susurros, la vista al frente, dientes apretados, calceta a los tobillos. A los cinco minutos, Rossi marcaba la ventaja para siempre y señalaba a su portero, un anciano de 40 años que le aplaudía discreto en la esquizofrenia de la victoria. Después de ese partido Paolo Rossi no volvió a ser el mismo.

Y Brasil y esa Copa del Mundo, tampoco.

Sí, la sombra del Diez

Perder es una cosa pero hacerlo frente a Brasil es otra. Y por eso Maradona se fue del Mundial de España por lo menos con el consuelo de que sus archirrivales se retiraban con él. Cuatro años más tarde, en México, los brasileños llegaban diezmados y viejos, con el equipo parchado y sus estrellas contrahechas. Zico y Sócrates, los magos de cuatro años antes, fallaron los penalties decisivos, a la hora buena, ante la Francia de Platiní, también viejo y lento, pero más sabio que todos. El Mundial de México fue la despedida para el soberbio Scratch que tuvo su oportunidad en 1982, y fue también el torneo que encumbró a Maradona como un genio del futbol mundial.

Maradona no encontrará justicia en el torneo de España ni en su estancia en el Barcelona. Tampoco en su consumo de droga y los excesos que cometió. La justicia, si la hay en el mundo, tampoco lo alcanzará ahora que ha muerto, este 25 de noviembre. De él se nos queda todo: el niño pobre del barrio de Fiorito, el joven lloroso que fue eliminado en España; el exultante barrilete cósmico que barrió con todo en México; el ensoberbecido que perdió la final en Italia, cuatro años después, contra los alemanes y por último, el que dijo que la pelota no se mancharía por sus acciones, en Estados Unidos, en 1994.

Ya no queda nada del Diez que fue; ni su sol, ni su sombra.

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