Miguel Alvarado
Ciudad de México; 20 de noviembre de 2022.
Ahí estaba el gringo Morgan Freeman diciendo algo en inglés, mientras los jeques y sus petrodólares se bañaban en el azul misterioso y ojaldra de sus petrodólares, que en el show de la inauguración no eran verdes ni rojos sino del color de los inmigrantes que observaban en la bahía de Doha los fuegos artificiales y el inmenso muñeco electrónico que pateaba un balón formado por drones computarizados. La cascada de fuego desplegada por los cuetes maravilló a todos y de verdad hizo olvidar al mundo los 6 mil 500 muertos, asesinados por las condiciones de esclavitud a la que fueron sometidos cuando construyeron los ocho estadios. Luego, la mascota del Mundial 2022 voló ominosa como el fantasma que es. Era un Gasparín arabizado, una sombra gigante e inexpresable, una sábana con ojos sobre un fondo que comenzaba ya a ser negro a pesar del colorido con el que Mc Donald’s decoró sus anuncios alrededor de la cancha. Luego Maluma dijo algo que pasará a la historia por el vacío que su mensaje significó porque nunca se presentó en el escenario. Su luz, si es que pagó el recibo, servirá para alumbrar otro espectáculo. Una copa de oro que más bien es el símbolo del infinito se desplegó entonces en el centro del campo ultramoderno del estadio Al Bayt, que llenó sus 60 mil asientos sin ningún problema.
Este, más que ningún otro Mundial, refleja lo que es el ser humano ahora, México incluido y en primera fila. Se trata de la significación de lo que quiere decir globalización y neoliberalismo. “Nos costó mucho trabajo”, dijo el emir Tamim bin Hamad, vestido con una pulcrísima túnica blanca que hizo recordar al jeque kuwuaití Fahid, quien el 21 de junio de 1982 se metió a la cancha del estadio Zorrilla en Valladolid, España, para anularle un gol al futbolista francés Alain Giresse, por sus pistolas y su enorme maletín cargado con algo que pesó para siempre en la conciencia del árbitro Stupar, quien luego fue suspendido de por vida.
“Nos costó mucho”, decía hoy el emir catarí, que había conseguido que su selección ganara la última Copa de Asia con la inclusión de cuatro migrantes, entre ellos un francés y un iraquí. Nadie sabe cómo piensa un supermillonario ni qué sentimientos le genera un depauperado. Aquí en Toluca, empresarios de medio pelo han construido cotos de miedo y abuso que valen cuatro pesos, y que sin embargo estructuran el poder de la opresión. Allá en Catar es lo mismo y la muerte de los 6 mil 500 obreros tiene que significar algo para el resto del mundo que ha contabilizado, por ejemplo, que en este Mundial juegan 137 futbolistas para un país que no es el suyo sino el que les dio acogida y que sólo cuatro equipos -Brasil, Argentina, Arabia y Corea del Sur- no convocaron a ningún “extranjero”. Qué decir también de los 33 franceses que jugarán para algún país de África o de los africanos que dan forma a la selección de Francia, mayoritariamente negra.
La globalización a la que hace referencia este Mundial oprime como lo hacen esos empresarios de medio pelo. Desintegra y depaupera. Roba y engaña. A cambio, entrega este Mundial para que se revuelvan las entrañas esperando que gane el equipo nacional.
Y si México ganara, ¿qué empresa se apuntaría ese triunfo?
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Hubo una selección que se negó a jugar en el Estadio Nacional de Chile el partido de clasificación para el Mundial de Alemania Federal en 1974. Era el partido de repechaje entre Chile y la Unión Soviética y en el estadio las tropas del general golpista Augusto Pinochet, el asesino de Salvador Allende, instalaron un campo de concentración, una cárcel enorme que también funcionó como una morgue. Ahí se torturaba y asesinaba a los miembros de la opositora Unión Popular. Desde el 11 de septiembre de 1973 hasta el 9 de noviembre de ese mismo, el estadio se transformó en un campo de la muerte. La Comisión para la Verdad de aquel país señala que hubo hasta 9 mil detenidos, aunque podrían ser el doble, y 41 ejecutados, aunque los sobrevivientes dicen que son decenas más.
El 26 de septiembre de 1973 el equipo chileno, al que se le conoce como La Roja, viajó a Moscú a disputar un partido que los jugadores no debieron jugar por pura lógica. Pero no se sabe realmente qué les dijo Pinochet a Carlos Caszely o a Elías Figueroa, dos de los líderes deportivos de aquella época. Con ellos iba Carlos Reinoso, referente del América, y Alberto Quintano, un central que hizo época en el Cruz Azul. Aunque de Caszely sí se sabe. Los militares de Pinochet torturaron a su madre y el futbolista, si bien jugó, se negó a darle la mano al dictador cuando éste reunión a los clasificados en el palacio nacional para felicitarlos. El futbolista, dicen, respiró hondo y aguantó todo lo que pudo su rabia, mientras dejaba con el brazo estirado al carnicero.
En Rusia, Chile metió seis defensas y tres contenciones contra los soviéticos y alcanzó a empatar a cero en el estadio Lenin. Todavía Figueroa se dio tiempo para planchar a la estrella soviética Oleg Blohink – quien se retiró de las justas mundialistas precisamente en México, en 1986-, y que corría por el extremo derecho deshaciendo a la sufrida defensa de Chile. Para que conste, decir Figueroa es referirse al mejor central en la historia de América, y quizá al segundo mejor del mundo, junto con el alemán Franz Beckenbauer.
Luego vendría el partido de vuelta, que los chilenos organizaron en el estadio ensangrentado de la capital santiaguina, pero los soviéticos alegaron que no jugarían ahí por ningún motivo, incluso si eso les costaba el boleto al Mundial. Y así pasó. El 21 de noviembre de 1973 La Roja saltó a un estadio que apenas había levantado su campamento de la muerte. No había nadie, o mejor dicho, la mitad de las gradas estaban ocupadas por 16 mil chilenos, la mayoría de los cuales buscaba a algún desaparecido y no le importaba el futbol. El árbitro silbó y los chilenos avanzaron tocando la bola, una preciosa Telstar Durlast. Solamente les tomó 30 segundos llegar al arco vacío de la URSS y una vez en la línea Francisco Valdés la empujó al fondo. Ahí terminó aquello.
Para que se vea que sí se puede protestar de manera contundente por los 6 mil 500 muertos.
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En la tribuna, a los dueños de Qatar las caras se les alargaron, tal como debe suceder con sus inversiones globales. Los dueños del petróleo, del París Saint Germain y de los destinos de Neymar, Mbappé y Messi se llevaron los puños a la boca y callaron. Sus rostros rasurados y bien bronceados no necesitaban los 22 grados que gracias a un artilugio tecnológico controlaban la temperatura del estadio, como suspiraban por un gol. Tanto se enojaron que fueron saliéndose silenciosamente, mientras de sus largos vestidos se desprendía un ris-rás iracundo, salido de las telas impolutas que se gastan. Acarician sus barbas, se miran entre ellos. Entonces sus ojos se desorbitan. A los 31 minutos del primer tiempo Ecuador les ha marcado el segundo gol y la selección de Qatar exhibe lo que es: un equipo de segunda jugando en un estadio de primera.
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Los 22 que abren la Copa del Mundo han saltado a la cancha. Así se dice, aunque uno juegue en el llano o en la calle. Siempre será cancha y siempre será estadio el espacio en el que uno dispute un partido ya contra la colonia vecina o en el torneo escolar. Pero éstos 22 irán directo al libro de las estadísticas y mientras aflojan las piernas y equilibran los nervios, una buena parte de la tribuna se pinta del amarillo que viste el Tricolor ecuatoriano, y saltan de alegría anticipadamente, porque los partidos no se pierden ni se ganan sin haberlos disputado, como decía el capitán charrúa Obdulio Varela cuando vio a los 200 mil fanáticos brasileños festejar la obtención de la Copa del Mundo de 1950 en el Maracaná cuando el árbitro no había ni pitado el inicio.
Todos los músculos del cuerpo se les marcan de tal manera que uno cree que es imposible que no ganen, porque los rivales se ven empequeñecidos. De pronto, una cámara capta la mirada de un delantero árabe, que devuelve un saludo en tanto se ejercita. Se trata de Akram Afif, quien se parece mucho a la superestrella egipcia Mohamed Salah Hamed Mahrous Ghaly, quien domina la liga inglesa con el Liverpool. El corte de pelo, de pronto algunas de sus facciones y hasta por el color rojo de su casaca podrían comparar a Afif con el otro. Pero esa toma que hacen sobre la cara del jugador catarí ha descubierto lo que le pasa a ese equipo: se está derrumbando de miedo. El partido inicia a las 10 de la mañana, un tiempo muy mexicano que recuerda los partidos del Toluca, hace muchos, muchos años, que jugaba por la mañana, y que eran los que más le favorecían.
Entonces Qatar forma su escuadra en el campo. Sus jugadores tiemblan, y no es de frío.
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Será cuestión de minutos para que los ecuatorianos anoten. Como la de México, no se trata de una selección de primer nivel ni con oportunidad de llevarse la Copa del Mundo. Pero eso es lo de menos. La previsión de los analistas de la tele, esos que siempre se equivocan, dice que los sudamericanos ganarán 2 a 1, lo cual sería un marcador muy justo y sensato. El arquero argentino Hernán Galíndez estará bajo los postes y la sola mención de su naturalización hacer recordar de inmediato a otro cancerbero, goalkeeper, como les dicen en Inglaterra, que atajó para Perú en 1978 y 1982. Aquel Ramón Quiroga se tragó seis goles de la Argentina de Kempes y Pasarella para que la albiceleste pasara a la final de aquel torneo. Ese Quiroga, al que le decían el Loco, siempre será una duda del tamaño del estadio del River Plate. Pero el de Galíndez no es el caso.
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Entonces el balón recorre la carpeta esmeralda del Al Bayt y el aliento de los ecuatorianos se contiene por un segundo, el cual es tan largo que congela a todo un país que como el mexicano tiene muy poco que sea suyo, el futbol incluido.
Decíamos que el balón recorre la superficie esmeralda de un césped mejor nutrido que muchos empobrecidos en el mundo y su rebote se escucha como el latido angustiado de un solo corazón. Los ecuatorianos avanzan contra la portería rival. Se ven seguros y han dejado atrás las torpezas técnicas que cometieron en las salvajes eliminatorias sudamericanas. Y avanzan. Y arrasan a Qatar como si el futbol se tratara de una guerra.
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Falta. Foul. No han pasado ni tres minutos cuando los ecuatorianos van a cobrar una falta, un poco después de esa inmensa media cancha donde se ganan o se resquebrajan los partidos. La pelota vuela al área de Qatar, que ha metido a nueve hombres en ese diminuto lugar, el teatro de los sueños, como le llamaban los ingleses que trajeron el futbol a México. Entonces el arquero, ágil pero descolocado, intenta una salida en busca de un envío que va como una bomba. Saad Al-Sheeb conecta como puede la pelota, pero en un segundo intento la fuerza le ha fallado y su cuerpo es el de un guiñapo que entra al metro de Pantitlán a las seis de la tarde, en la Ciudad de México. Se trata del miedo, que no se lo ha podido quitar el guardameta.
Los jugadores estallan en júbilo y corren a abrazar al goleador, quien trota muy lentamente mientras le pide mesura a su patria. Además de ser el mejor, también es el más inteligente y ha sabido anticipar lo que pasará. Y así como lo dicen sus manos que llaman a la calma a sus eufóricos compañeros han dicho, sucede que el árbitro anula un gol legítimo que desborda la ira de unos y el desánimo de otros, porque parece anticiparse un Mundial cargado a favor de quien paga. No es que Qatar vaya a ganar el torneo, pero el arbitraje le evitará unas cuantas golizas. Eso se confirmará después.
Después Ecuador encontrará su gloria deportiva en un penalty que cobrará el propio Valencia, quien sabe que el portero rival no es mejor que un juvenil del Emelec y a los 31 él mismo pondrá de hinojos a los jeques perversos con un cabezazo contundente, que podrán comprar un Mundial, pero no un resultado, a pesar de la propia FIFA.
Valencia ha iudo y venido a Europa y México. Aunque juega en el Fenerbace turco, en Pachuca y Tigres tuvo un paso destacado que le ha abierto la puertas deportivas de la liga local.
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Seamos honestos. A nadie le interesa un partido entre Qatar y Ecuador, ni siquiera si es parte de la Copa del Mundo, pero aquí estamos desde las 8 de la mañana tratando de entender por qué se siente diferente en quienes se han aficionado al futbol y hasta creen que nacieron jugando. Qatar es uno de los ejemplos de cómo se juega en la cancha de los intereses económicos, que el filósofo camerunés Achille Mbembe describió con un nombre muy adecuado: necropolítica, el valor que se la da a la vida del ser humano comparada con un objeto de consumo. En esa comparación, el valor de la vida es igual a cero, incluso menos. Esta Copa del Mundo es muy similar al trabajo que realizan las mineras canadienses en México y América Latina, que sacan un boquete de territorio y dejan el vacío de la muerte que viene por despojo.
El nivel intelectual de muchos de los futbolistas apenas les permite centrarse en el torneo deportivo, en los contratos que generan y en las disposiciones de silencio que les ha impuesto la FIFA. Por eso, será imposible escuchar a Messi o a Cristiano Ronaldo hablar acerca de los derechos humanos en Qatar pero también de lo que sucede en sus propios países o sus centros de trabajo.
En una rueda de prensa previa al partido de Ecuador y Qatar, este día, “a Moisés Caicedo (21 años), le preguntan por las violaciones de derechos humanos. Moisés no sabe qué decir y mira al Profe Alfaro -su entrenador- que lo abraza y toma la palabra: ‘no lo metan en problemas. Estamos a favor de todos los derechos humanos, en todo el mundo. Y también de la igualdad… abogamos por eso. Ellos son jugadores de futbol, tienen su talento, tienen sus sueños, sus ilusiones y merecen ser respetados por eso”, dice una crónica periodística.
¿Qué quiere decir eso que dijo el entrenador?
Bienvenidos, pues al reino de la FIFA.