Este es el inicio de una enfermedad que casi siempre acompaña a quien la padece por el resto de su vida. No se trata de una queja sino de un testimonio que describe los primeros segundos antes de que un enfermo convulsione. Se parece a una posesión y no en vano se creía que era eso. Por eso, se escribió en alguna parte, “se fue confirmando que la epilepsia era una enfermedad contagiosa y maldita. Como a los leprosos y los infectados por la peste, se impedía que estos enfermos mantuvieran una relación social. Las familias se sentían deshonradas cuando alguno de sus miembros se veía afectado por la epilepsia e intentaban mantener oculta la enfermedad. Se organizaban romerías para conseguir la protección de los santos frente a este mal o para dar gracias por alguna curación milagrosa de la enfermedad. Para ello, se preferían los lugares con reliquias del patrón de los enfermos epilépticos como, por ejemplo, San Valentín”. Si alguien preguntara si la epilepsia tiene un color, diría que es naranja, como es la puesta del sol en las ciudades.
Ciudad de México; 26 de octubre de 2024
Miguel Alvarado
Comenzaba con una sacudida cuando las voces más profundas, casi un soplo que no agitaba nada, resonaban como un estruendo que también era sismo y clarividencia. Entonces se alteraban las distancias y los ruidos, después los huesos de los dedos y de las piernas se confundían con las ropas que le cubrían la piel. Los brazos se abrasaban al espasmo de una luz que imponía en la mirada el efecto de un estrobo. Ese relámpago representaba el invariable agotamiento del ir y venir de todos los días, el furibundo goteo de un tiempo arrebatado a los fantasmas que acortaban esta vida oponiendo su fragor.
El mundo, que podía ser una recámara, la cocina, el asiento de un autobús, la penumbra del cine o un consultorio médico, se partía sacudido por una invencible deshora que a todo le restaba importancia.
Al aura de los epilépticos se la ha descrito imprecisa como una nebulosa, o bien tan científica que no se alcanza a comprender lo que sienten y lo que creen que miran los enfermos. Y porque no la ven, nadie ha señalado esa composta de citoplasma y fragmento orgánico que se desliza microscópica por las grietas y agujeros del cuerpo, e incluso arde si consigue atravesar el corazón.
Se trata de la descompensación de los sentidos y del espacio inmediato que se pisa. No hay una droga que consiga las mismas sensaciones, aunque las alucinógenas pueden reproducirlas con cierta exactitud. El aura es un estado desarreglado del alma, más precisamente una conexión neuronal fallida, la enérgica corriente desparramada en busca de escape. Y cuando encuentra libertad es entonces que ocurre una crisis epiléptica. Por eso, durante un aura, es posible vislumbrar la presencia de algo parecido a un dios, a un abrazo sobrehumano porque se penetra en tierras inquietantes que lo mismo afirma que contradice.
Las auras lo atravesaban todos los días y sus presagios e incertidumbres representaban el aviso de un estrépito que habría de devastarlo. Ahora, mientras encajaba un impacto y un destello, se daba cuenta que la epilepsia era, sobre todo, una posesión ejecutada por algo enmascarado o disimulado como un padecimiento. Algo que sin embargo no era una deidad sino un contagio le contracturaba los músculos y su conciencia, aplastados contra un vórtice en el que se colaba el urgente deseo de morirse, de no ser parte de un simulacro.
-Me siento mal- balbuceó Juan, antes de caer en la cama a la que ha podido arrastrase. Ahora esa fuerza que ya no lo soltará habrá de voltearle las entrañas como sucede en los desollamientos. Los afilados pedernales desprendidos del aura que lo ataca cortarán primero sus manos y las tuberosidades de los bíceps femorales antes de dar un salto hacia la parte inferior de la cara y el cuello. A partir de ahí, perderá el control de su cuerpo y la lengua y sus ojos se retorcerán como los peces que mueren fuera del agua. Es en este punto de la crisis que el cerebro lo prepara para lo que interpreta como una derrota irrecusable. Su organismo, adaptado ya a una escala de ángulos torcidos y simiescos, está convencido de que no habrá recuperación. Los siguientes segundos los pasará inmerso en el ansia viscosa, perentoria, definitiva y concluyente que sale de la máquina del miedo.
En algún momento ha alcanzado a estirar uno de sus dedos para señalar hacia adelante, donde no hay nada, excepto el reflejo de un rayo de la tarde que ha entrado por el ventanal junto al jardín. Quienes lo asisten voltean a donde apunta y ven delgadas sombras ajustadas a los recodos de objetos y paredes que están ahí como un potente concentrado de luz. Un momento más tarde la epilepsia le sabe a la sed fosfórica de la ardentía, a los campos terrosos y mojados donde hace mucho jugaba al futbol.
Fue ahí donde comenzó a sentir las auras, en las canchas de su escuela. Él y sus compañeros habían salido a ejercitarse en la clase de educación física, en realidad dos horas que podían haber sido maravillosas de no ser porque el profesor los obligaba a efectuar cabriolas y demostraciones de fuerza de las que sólo eran capaces los atletas olímpicos. El barullo de los adolescentes se desataba una vez que el maestro los dejaba solos y entonces jugaban a golpearse como lo hacen quienes aún no han descubierto que las palabras son más hirientes que cualquier navajazo.
A las dos de la tarde, Juan y sus compañeros se aventaban gritando los pesados balones de basquetbol que habían traído de la bodega, mientras esperaban la hora de la salida para irse a cualquier lado que no fueran el salón o sus propias casas. Saúl, uno de los chicos que hacía ronda en ese grupo de salvajes, machacó traicioneramente la cabeza de Juan con tal fuerza que lo derribó, conmocionándolo. Ahí, en el suelo de la cancha encementada de los deportes, mientras los demás lo rodeaban y trataban de reanimarlo, escuchó la voz turbia como un esputo de su agresor y creyó distinguir sus ojos rojos y dilatados, su figura pequeña y nerviosa de adolescente enano y tartamudo, tostado por el sol y los vientos del mes de mayo.
– ¡Para que te sigas burlando!– le gritó Saúl a Juan desde un punto tan alto y tan negro que sin embargo se perdía en el pozo de la semiconsciencia. Juan no pudo responderle y sintió que la sangre le manaba de la nariz o de la cabeza. Se miró las manos, empapadas de aquella cosa aguada que se le iba resbalando por la cara y por las ropas, manchando el piso y los tenis de los que estaban cerca. El olor a sangre era duro y penetrante y por eso terminó ahuyentando a sus compañeros. Juan estuvo más de una hora sentado en aquel lugar, solo y sintiendo que un zumbido se le había metido para escabullirse a lo profundo de su cabeza. “Cómo es posible que algo se me esté quedando adentro”, pensó entonces. Apoyó las embarradas manos para levantarse y notó la frescura de una brisa que apenas temblaba entre las hojas de los árboles y las plantas de las jardineras. Palpó su nariz y sintió las costras de la sangre endurecidas sobre la piel. Se fue tambaleándose, apoyándose en las paredes hasta llegar al baño, donde se lavó muy despacio. Una vez en la calle, la sensación de tumulto que lo recorría como un fantasma se desvaneció. Entonces se apresuró a llegar a su barrio, donde le esperaban para un partido contra una colonia rival. Era miércoles o jueves, ya no recuerda bien. No sabía que a partir de ese momento y para siempre tendría epilepsia, contagiosa y maldita. No era contagiosa, pero sí maldita.