Fernanda García
Toluca, México; 6 de marzo de 2022.
Hace dos semanas quise regresar a un estadio de futbol, tiene más de 10 años que no consumo el deporte por excelencia en México por un choque de “ideología” con los fanáticos, pero quise vivir la emoción de un gol con mis hijos, a ellos sí les gusta.
Entonces recordaba, junto a quien me inspira a seguir escribiendo, mis momentos de infancia en la Bombonera. Si hago un análisis franco, la violencia siempre estuvo ahí, sólo que la tenemos normalizada.
Puto”, “chingas a tu madre”, “me la pelas, pinche pendejo”, orines desde la tribuna, gente cantando “tiros”, mentadas de madre, vasos de cerveza volando… en un estadio, donde hay niños que imitarán ese comportamiento en un acto deportivo.
Pasé todo eso por alto hasta este sábado, cuando una vergüenza nacional sacudió esferas internacionales. Aunque no hubo muertos en el enfrentamiento entre las aficiones de los Gallos Blancos y la del Atlas, no debería haberlos para que el hecho no recorra la espina de cada fibra de este país futbolero.
Las porras siempre han sido así, bravuconas, y si hay alcohol corriendo a mares, se envalentonan. No es la primera vez que se generan peleas campales en torno a un encuentro deportivo.
Piensan que si odian más al equipo contrario e insultan a sus seguidores, tienen más amor a la camiseta. Se equivocan, señores, la pasión por un equipo jamás será brutalidad contra algún ser humano. Sienten que si más “madres mientan”, mejor van a jugar sus equipos y no, sólo fomentan lo antideportivo.
Ahora, pongamos el hecho en el contexto nacional. Es marzo, estamos en este mes que tanto nos ha costado a las mujeres resonar en cada hogar. Pensemos en que en el estadio Corregidora no había policías pero para el 8 de marzo habrá miles de uniformados cuidando paredes. En un marcha nadie ha muerto, citaron bien las chicas de la Marea Verde, en un estadio de futbol sí.
Porque los mismos que con saña golpearon hasta desfallecer a los de la porra contraria, los mismos que los desnudaron a manera de imponerse y humillarlos, son los mismos que golpean a sus parejas si la comida no está lista, los mismos que violan, matan a golpes y exponen nuestros cuerpos desnudos para humillarnos después de la vida. No, no son monstruos, los feminicidas no son excepciones a la regla. Son hombres.
¿Acaso no vieron en los videos de los lesionados de Querétaro la similitud? ¿Acaso en las imágenes de dos hombres inconscientes sin ropa y bañados en sangre no vieron el dolo con el que abandonan los cuerpos de once mujeres a diario en el país?
Las barras bravas son un cáncer de misoginia, son el reflejo de lo que hay en los hogares, son reflejo de todo lo violento menos de una pasión por un deporte.
Se miden por “los güevos” con los que gritan y agreden, se muestran como machos lomo-plateado-pelo-en-pecho y eso son, machos que se miden cual bestias. ¿Les parece crudo? ¿Exagerado? Contextualicemos, los estadios son un termómetro social.
El corazón me estalló con las fotos de los papás corriendo despavoridos con sus hijos en llanto, con las imágenes de niños quitándose las playeras de sus equipos para que nos los agredieran. Con un cubrebocas empapado en sangre, a la mitad de una cancha donde la sana competencia debía imperar; con la de un hijo abrazando a su padre ciego, presa en terror.
Si se expulsa a los Gallos Blancos de la Liga, si se cancelan los partidos en Querétaro, si México dejase de ser sede mundialista, sería apenas lo mínimo que pudiese suceder en un país donde la misogina sale impune y hoy las familias lloran. Y lo reitero, lo que pasó este fin de semana fue todo, menos pasión.