Los albañiles del Panteón General de Toluca tuvieron que construirle un segundo nivel para impedir que la mano cadavérica siguiera saliendo, aunque eso solamente funcionó unos días, pues en las noches el rasgueo en los ladrillos delataba que el muerto ya estaba rascando para sacar su despojo. Y así era, porque al otro día la garra exangüe ya había hecho un boquete por el cual se veía una muñeca despellejada.
Toluca, México; 3 de julio de 2019
Miguel Alvarado
Recuerdo el antiguo panteón de Huetamo, en el Triángulo de la Brecha en Michoacán, con su iglesia alucinante abandonada, rodeada de tumbas y cenotafios con inscripciones apenas visibles, más bien marcas como arañazos que hacían creer a uno, a plena luz, en aquel bosque sin árboles ni viento ya, que alguien o algo había sido arrebatado de su mundo poblado de herrumbre. Esta vida es una gran pausa y sucede tan rápidamente que apenas deja espacio para el aliento con el cual expiramos, porque es lo único que en realidad haremos conscientemente.
Pero a esa iglesia de Huetamo, al pie de las montañas de Dolores que después otro tipo de fantasmas, más nauseabundos y embrujados tomaron por asalto, nadie en el pueblo asistía excepto los días de Muerto o en la noche de San Juan, que en la oscura Europa central es la misma que Walpurgis.
El panteón abandonado oculta todavía los túneles que en aquella ciudad sirvieron como vías de escape para los cristeros, mensajeros de Dios que preferían morir antes que ver sus templos ultrajados por la suela de los soldados y su metralla hereje. Como sea, los cristeros escapaban hacia las montañas cuando llegaban tropas federales y desde ahí organizaban una guerra de guerrillas, o mejor dicho, una intifada a 45 grados centígrados que primero acabó con ellos mismos, después con Dios y por último con los soldados que la resistieron hasta el término de su aliento. A cambio de tanta muerte las cuevas de la región quedaron repletas de tesoros macabros, los cuales conocimos un día que muy niños, pero también muy adultos, aceptamos ir a una excursión que terminó en balacera, cuando sin querer nos metimos a ciertos plantíos de mariguaneros inexpertos, que disparaban lo mismo a las sombras que a los caminantes.
En las cuevas había –ese es el recuerdo de la niebla, la parte dichosa de todo esto- una muleta pintada a mano, inmaculada porque en ella habían dibujado a la virgen; un saco de medallas milagrosas que se repartieron en su momento entre esas tropas acuchilladas por la desgracia. O platos y jarras de buen barro que alguien desenterró y resultaron ser de origen prehispánico.
Ya Lovecraft, el maniático genio de Providence en Rhode Island, explicaba desde su maldad y a veces mala literatura, la sensación que provoca el encuentro de una necrópolis, una ciudad sin nombre, cuando él vio la que le tocaba “emergiendo misteriosamente de las arenas, como aflora parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha”. Así era ese panteón en Huetamo, que reposaba el misterio del ahogo, y que permitía que sus muertos salieran a la superficie para acechar los límites de aquella olla hirviente que ha sido desde el inicio de los tiempos aquella tierra tan sicaria.
Y es que, aunque tenebrosos, esos cadáveres tambaleantes no se parecían en nada al general Juan Nepomuceno Mirafuentes, quien ya muerto eligió primero el barrio de Santa Clara en Toluca para salir a pasear con su caballo y después porque lo enterraron horriblemente doblado pero decidido sacar la mano para castigar a todo aquel que pasara junto a su tumba, en el Panteón General de esa ciudad, en donde lo sepultaron por segunda vez buscándole paz a su fantasma y a la población un remedio para el miedo.
No, no se va a contar nada que no se sepa, porque con esos temas no puede uno andarse por las ramas. Y es que los que salen de sus tumbas no permiten mentir a nadie, aunque tengan fama de desolladores y sanguinarios.
II
Si entra, si uno entra vivo, puede fijarse en el pórtico monumental que recibe al visitante y que en realidad es un homenaje a los ritos masónicos de antes y de ahora. Ahí están las columnas y los frisos reglamentarios que se repiten puntuales, ya adentro, en algunas criptas no tan vetustas y algunos otros símbolos como la escuadra y el altar o la fundamental piedra cuyos significados se han vuelto todavía más misteriosos en el orden de las jerarquías secretas.
Pero si entra, si uno entra muerto quizá pueda encontrarse más fácilmente con el general Juan Nepomuceno Mirafuentes, ya montado en su caballo o contorsionándose en su tumba faraónica.
Este es el Panteón General de Toluca y su puerta principal el umbral del llanto, que anuncia que el resto de nuestra existencia ha comenzado. Esa puerta es también el inicio de una avenida muy larga y muy melancólica en cuyo extremo o término se encuentra una capilla, de la cual se dice todo, incluso que cubre la boca de un túnel que atraviesa parte de la ciudad y que conecta con las iglesias locales, tan poco apreciadas quién sabe por qué.
Uno debe tener en cuenta lo siguiente: las ciudades y las culturas se conocen también desde sus cementerios, que relatan abisales los nombres de quienes recorrieron alguna vez las calles, tomaron el poder por asalto o se destacaron incluso por cantar rock and roll. Que las tumbas de Morrison, Bach, Beethoven o del resto de monstruos menores sean atracciones turísticas es una pena, pero demuestran que la muerte es también una moneda de cambio para el resto de los vivos.
No sé por qué todavía me siento triste cuando pienso en mis difuntos.
III
El 22 de abril de 1880 murió el general Juan Nepomuceno Mirafuentes, quien fue a pelear una batalla cuando tenía 42 años y creía, todavía a esa edad, que ninguna bala le tocaría. Tal vez su mirada decía otra cosa y lo que buscaba ciertamente era el plomo o el cuchillo que le segara lo poco que había conseguido en esta vida. Porque no tenía familia, pero sí alguna fortuna pues había sido gobernador del gigantesco Estado de México en 1877 y todos los que lo han administrado, hasta la fecha, han podido retirarse para dedicarse después a no hacer nada.
Juan Nepomuceno era médico y había egresado de la antigua Escuela Nacional de Medicina, cuyos pasillos, decían los fantasmarios de aquella época, estaban poblados de figuras como escapadas de una humareda. Nosotros, los fantasmas del futuro, no deberíamos espantarnos por los descarnados a pesar del horror que producen. Debería preocuparnos que aquellos que se conviertan estarán condenados a no irse jamás y seguir por siglos como cascarones astrales.
Yolanda Sierra, una periodista y escritora, dice en su Guía de Fantasmas de la Ciudad de México, que “ahí donde hay maldad, también se suman las vibraciones emitidas por el dolor, el desgarramiento y el sufrimiento de las víctimas para, todo junto, agrandar el gran caldo psíquico contaminante”. Y eso, el caldero de las brujas, era lo que la muerte de Juan Nepomuceno le deparaba a quien luchó contra los franceses como comandante militar en Texcoco.
Pero entonces, afortunadamente ya muerto, fue enterrado por segunda vez en el Panteón General porque en la parroquia de Santa Clara, adonde llegaron sus despojos inicialmente, los habitantes dijeron que lo habían visto con los ojos muy rojos y muy grandes, recorrer las calles de aquel barrio montado en su corcel negro, el mismo que le acompañó en la última de sus guerras.
Los retratos públicos de Juan Nepomuceno, en todo caso un héroe de la patria, son escasos, pero uno de ellos lo muestra muy desgarbado y muy delgado, gastando una barba de las que se le conocen como de chivo y un bigote muy espeso. Aunque hay que reconocer que ese rasgo es el menos destacado porque la mirada del ex gobernador es muy profunda, como de odio pero también como de un dolor muy grande, como si se estuviera muriendo, pero en partes.
El militar había hecho fama de duro y sanguinario, pues corrían las consejas en las que se afirmaba su capacidad casi espiritual de desollar a sus enemigos y aun a sus propios cercanos. Su tumba, quiérase o no, es una de las más hermosas del también llamado Panteón de la Soledad, aunque al mismo tiempo una de las más siniestras porque sus tres niveles pétreos la convirtieron en repositorio digno de algún oscuro conde o caballero medieval.
– Mira, esta es la tumba del general más malo de Toluca –decían mis tías hace 40 años, cuando nos llevaban al panteón a ver a nuestros muertos –y su tumba es alta, alta, porque sacaba la mano todas las noches.
Claro, nunca se sabrá la verdad, solo la versión de ultratumba, pero lo que sí es verdad es que los albañiles del Panteón tuvieron que construirle un segundo nivel para impedir que la mano cadavérica siguiera saliendo, aunque eso solamente funcionó unos días, pues en las noches el rasgueo en los ladrillos delataba que el muerto ya estaba rascando para sacar su despojo. Y así era, porque al otro día la garra exangüe ya había hecho un boquete por el cual se veía una muñeca despellejada.
Para entonces el espanto ya había hecho presa de los testigos, quienes además aseguraban que el caballo negro del militar trotaba en los empedrados del cementerio, llevándolo a él y a su mirada luciferina a cuestas y fue entonces que el municipio decidió que se le construyera a la tumba maldita un nuevo piso, esta vez un piso en serio, que resultó un promontorio de poco más de un metro de altura, y que además sirvió como una especie de copete a la tumba original, reforzada con piedra en la cual se habían labrado los generales de Mirafuentes.
– Ningún muerto, por gobernador que sea, se podrá levantar tan alto –decían mis tías, mientras uno miraba aquel mausoleo sin entrañas y recorría las pequeñas escaleras que lo rodean todavía.
Ya no sacó la mano aquel hombre, que en vida había protegido a las prostitutas de los abusos de los clientes y los proxenetas, lo cual le valió una inmortalidad que le duró hasta principios de este siglo XXI, pues todavía se recuerda a mujeres acercándose a su tumba para dejar una prenda, una moneda, una carta o sólo su agradecimiento, porque Juan Nepomuceno pudo ser el más fiero de todos, pero en su corazón también germinó el amor a las mujeres de la calle, de las cuales era su más ferviente admirador.