18 marzo, 2025

Siete 

Siete

A Karen. Nunca me faltes.

Toluca, México; 8 de marzo de 2025 

Marco Antonio Rodríguez 

Al tercer refil nasal aclaró lo de su apodo. El Trabalín era un tipo que vivía rápido, como si el tiempo le estorbara o le debiera algo y estuviera empeñado en cobrar aquella deuda de contado. Hijo único de un empresario de plásticos que hacía más ruido en la bolsa de valores que en los oídos de su hijo, el Trabalín tenía la vida resuelta desde el útero. Pero siempre quería más y más para quizás tener menos: menos reglas, menos orden, menos aburrimiento. Era un buenoparanada que jugaba a ser rudo, aunque sus nudillos sólo conocían las grietas del mármol.  

Mientras su padre moldeaba plásticos en su propia fábrica, él se moldeaba a sí mismo nada más para volver a fundirse cada noche entre polvo, cócteles de adrenalina y aires de grandeza. Su lema era simple: “si no revienta, no cuenta”. Uno, dos, tres polvazos. Su nariz, esa vieja traicionera, era el puente hacia su autodestrucción. Cada línea que cruzaba lo empujaba más lejos de la realidad y su cuerpo, enflaquecido y abandonado, se rebelaba contra su propia biología. Quizás era el eco de una vida que le venía pequeña o el peso de un apellido que le quedaba muy grande.  

El polvo se convirtió en la brújula de ese norte retorcido, la llave a un paraíso donde cada jalón era un apapacho al alma. La droga y él se hicieron grandes amigos. A veces amanecía con la idea de dejarla, pero ella no tenía el mismo plan. Le daba, en cambio, el impulso que necesitaba para bailar, hablar o vender sueños y devorar la noche acompañado de quien fuera. Y para prevenir futuros arrepentimientos, otro jalón más.  

No dormía, no comía, pero planeaba; lo hacía todo el tiempo y con velocidad a tope. Se enamoró del negocio casi por accidente. Aquel polvo que primero le volaba la cabeza se volvió su moneda de cambio y, eventualmente, su sentencia. Vendía lo que consumía y consumía lo que vendía, un ciclo infinito en el cual los límites eran difusos, como las líneas en la mesa. Cinco, seis, siete polvazos. En aquellos menesteres, siempre fue mejor un poco más.  

La primera vez que vendió no fue por necesidad, sino por accidente. Estaba en una fiesta cuando un tipo de traje mal ajustado y cara de asco, como de abogado de oficio, se acercó y entre tambaleos y un español arrastrado preguntó:  

—¿Te sobra?  

Trabalín no lo pensó mucho. Sacó una bolsita y la extendió, midiendo la reacción del otro. Cuando vio el fajo de billetes, supo que no había vuelta atrás. No era sólo el dinero, era la sensación de poder. Esa vez se sintió un dios, menor pero sagrado, capaz de repartir felicidad en polvo.  

Entre series de televisión, un bruxismo descontrolado y clientes saturando de mensajes el celular, el Trabalín empezó a meterse de lleno en el mundo del descontrol químico y el contrabando polvozo como quien se lanza a una piscina vacía con la esperanza de que el agua aparezca en el último segundo. Primero fue un favor y luego otro; después una venta y luego otra. Primero se hizo de clientes y después armó su banda, una especie de pandilla improvisada que creció hasta juntar a siete: su número cabalístico.  

Siete. Un tatuaje en el antebrazo lo dejaba claro: negro como su vida, negro como la mierda que traía en la cabeza. Siete: las letras del nombre de su droga favorita. Siete. Siete vidas, como el gato, y él se las quería gastar todas, rápido, sin frenos, sin rezos. Siete pecados capitales. Siete. Siete días a la semana, suficientes para contrabandear lo que fuera: polvo, tachas, hasta relojes robados si la cosa apretaba.

Su banda era un mosaico de caos: el Piolas, la Flaca, el Chiricuilo, el Buitre, el Chaqueto y los Cacas (Tomás era el hermano mayor y Óscar el menor, por tres minutos), primos hermanos de quien, a la postre, se convertiría en la bandida y confidente sexual de Trabalín.  

Dulce Soledad, Chole, era su mujer, su látigo y su estandarte; una contradicción ambulante que oscilaba entre la devoción y el hastío. Su tristeza era tan permanente como su nombre y lo llevaba como sentencia de vida. Ella era más bien un monumento al lujo y al mal gusto. Llevaba uñas largas que sirvieron en una etapa primaria de dosificador al Trabalín, maquillajes metálicos o neón que suplicaban ser vistos como para subsistir y bolsas que costaban incluso más que sus implantes quirúrgicos. Por eso seguía con él, porque la vida siempre le había enseñado que el amor, aunque torcido, también era un lujo que debía cobrarse caro.  

Cuando se apagaban las luces, Trabalín aparecía como emergido del lodo, cargado de cocaína y culpas, esa realidad que a Chole la golpeaba más que sus puños. “El que quiera azul celeste, que le cueste, ¿no?”, murmuraba la mujer frente al espejo, ajustándose el brasier translúcido, como si el color lograra atenuar la oscuridad de su alma. Era una flor marchita en un jarrón de oro. Había aprendido a balancear los lujos y los golpes como quien lleva una bolsa de diseñador cargada de tabiques. Soportaba ese infierno por los viajes fantásticos que jamás llegaron, ocasionales deformaciones estéticas con el cirujano plástico, ropas caras y muchos, muchos malos tratos de su hombre. Podía dejarlo, pero no quería.  

No siempre fue Chole la bandida del Trabalín. Hubo un tiempo en que su nombre tenía incluso sentido. Creció en una casa donde el amor se repartía a cuentagotas, con una madre compulsiva que la vestía como muñeca para las visitas del padre, quien, cuando estaba sobrio, la llamaba “mi niña de oro”. Pero, como todo, el oro también se desgasta y la dulzura por eso se agria.  

Se fugó de casa a los 16, convencida que el amor se buscaba en los brazos de alguien más y creyó haberlo encontrado en el primero que le prometió el cielo y le entregó el suelo, y luego en Trabalín, que nunca le prometió nada, pero le dio todo, incluidas sus violencias. Se conocieron en una fiesta, donde él era el centro de atención y ella una estrella en busca de luz.  

Bastó una línea de cocaína en la mesa y una frase bien construida para que él la envolviera en su caos.  

Soledad era todo menos ingenua. Conocía de sobra lo que Trabalín era desde el principio: un niño fanfarrón disfrazado de hombre. Pero eso le gustaba. Creyó que podría controlarlo, aunque desde la primera cita supo que los roles se habrían de invertir y por eso ella tenía que soportar. Con él no había mañanas grises, sólo noches eléctricas cargadas de cocaína.  

Su relación era un espejismo de lujos y violencia donde los besos eran premios y los golpes, recordatorios de amor. Trabajaba para él sin llamarlo trabajo: convencía, distraía, coqueteaba, traficaba. Y cuando la conciencia pesaba, un pase de cocaína la mantenía a flote. “Si no revienta, no cuenta”, le repetía insistente su macho.  

Ese amor o lo que fuese se volvió una costumbre con sabor a cenizas. Se amaban como dos animales atrapados en la misma jaula, con hambre, rabia y miedo. La banda, en cambio, era un circo sin carpa, pero con talento especial para encontrar caos donde nadie más lo veía. No eran amigos ni familia, pero el destino y el negocio los querían juntos.

Cada uno tenía su rol en la organización: el Chino era el maquilador. Se encargaba del pesaje y empaquetado; el cerebro del grupo. Dictaba los tiempos y las formas. El Piolas negociaba y tenía una labia de predicador evangelista. Sonriente en todo momento —pues decía que las carcajadas eran el idioma del Diablo—, convencía siempre a quien fuera de hacer cualquier cosa. A veces, incluso, sin ejercer violencia.  

La Flaca, por su parte, volaba con el viento hacia los problemas. Era puro hueso y adicción, de ahí la cercanía con Trabalín. No tenía miedo, pero sí hambre de polvo. Con el grupo había encontrado su trabajo ideal. El Buitre observaba, era el halcón. Olfateaba la desgracia antes de que ocurriera. El resto simplemente sobrevivía y cobraba, aunque catadores del producto eran todos. Funcionaban como lo hace un reloj descompuesto: siempre a destiempo, pero en marcha.  

El Trabalín tenía un carisma corrosivo, capaz de disolver cualquier duda. Si hablaba, convencía; si sonreía, compraba y, en un chasquido, tenía a cualquiera a sus pies. Pero tras esa fachada bandolera había un estratega nato, uno que entendía que en el negocio del polvo y la sangre sobrevivir era un albur que mezclaba suerte y cálculo. Se movía con ruido pero cauteloso, buscando siempre poner los pies en ese fantasmal paso de adelante.  

La banda comenzó con asaltos pequeños, que fueron escalando a los levantones exprés y, más pronto que tarde, al tráfico de cal venenosa. Cada golpe era más arriesgado que el anterior y la violencia crecía como una sombra cernida en ellos. Una noche, cuando todo parecía ir demasiado bien, un ajuste de cuentas les cayó encima como un trueno. Faltaban apenas dos cuadras para considerarse a salvo cuando el grupo rival les tendió una emboscada y el Trabalín tuvo que decidir entre huir o luchar. Al séptimo disparo, uno de sus hombres cayó, pero no era cualquiera, era la Flaca, su mano derecha.  

Trabalín se quedó sin la Flaca o la Flaca sin Trabalín, y con su ejecución la banda perdió el equilibrio. Trabalín se volvió paranoico, violento e impredecible. Empezó a dudar de todos, incluso de Chole. Ella, en cambio, intentó mantenerse a su lado, pero le carcomía la idea de que cualquier noche podía ser la última.  

Cuando Trabalín planeó su gran jugada internacional, Soledad vio la oportunidad de escapar. Sabía que en ese negocio había dos destinos seguros: la muerte o la cárcel y ellos estaban condenados ya. La policía los tenía en la mira. Ella intentó advertirle, pero él la calló haciendo sonar un golpe seco sobre la mesa y un “¡tú qué sabes!”.  

Esa fue la última vez que le creyó.   

Aquella noche Trabalín llegó más violento de lo habitual. 

 —¿Me estás escondiendo algo, Chole? —preguntó, acercándose demasiado. Ella sintió el impulso de huir, pero sus pies no respondieron. Cuando quiso hablar, el golpe ya había acallado sus intenciones. Esta vez no fue en el estómago ni en las piernas, sino en la boca. Sintió el sabor metálico de la sangre y una humillación que le ardió más que el golpe. En ese momento lo supo. No era amor ni costumbre, sino una sentencia de muerte si se quedaba.  

Luego, fue todo menos dulce. Como pudo, Soledad dejó las pistas suficientes para que Trabalín cayera. No lo hizo por venganza, sino por supervivencia. Cuando él fuera arrestado, ella estaría muy lejos, con una nariz nueva, un nombre y un tinte nuevos y no miraría atrás.  

El Trabalín se refugió en una bodega con los seis cómplices que le quedaban. Ahí, entre el hedor a sangre y el eco de las balas, decidió que era momento de vengarse. Pero no sería con fuerza bruta sino inteligentemente. Durante semanas, planeó un ataque que dejaría a sus enemigos devastados. Sería un golpe quirúrgico, casi artístico, que borraría del mapa a la banda rival… pero también era un golpe que jamás sucedería.  

La movida era sencilla y hasta elegante. Un maletín con doble fondo, una tabla entre el peluquín y el cabello real, un vuelo nocturno y una sonrisa de “yo no fui” lista para afrontar cualquier mirada sospechosa. El plan sonaba perfecto. Demasiado perfecto.  

Se sentía invencible, un James Bond de la cocaína. Llegó ese día al aeropuerto con la seguridad de quien se cree invisible, con paso firme y la finta de ejecutivo de importación, como lo era su padre. Todo iba bien hasta que le dio por aflojar el traje, subir un pie a la banda de seguridad para abrocharse una agujeta y hacerle ojitos a una empleada.  

¿A dónde viaja, caballero? —preguntó la mujer, con una sonrisa que formaba parte del trámite.  

A la cima, muñeca. ¿Te llevo? —respondió Trabalín, guiñando el ojo con la confianza de quien nunca ha sido cacheteado por la realidad.  

La mujer rodó los ojos de arriba abajo y de regreso, y luego extendió la mano para recoger su pasaporte. Y ahí, en esa meta-realidad poblada de exceso de confianza, cometió el error más importante de su fugaz carrera delictiva. Se metió la mano en el saco, buscando los documentos, y sin darse cuenta, dejó caer un paquete con el sello de su mercancía. Era el inconfundible “7” tachado con plumón rojo.  

Ahí quedó, en el piso brillante, iluminado por los focos de seguridad.  

Los guardias lo vieron primero con cara de espanto y luego con esa chispa de felicidad que sólo da la posibilidad de una gran captura. Trabalín parpadeó siete veces, intentando calcular la salida más rápida, pero en cuanto dio el primer paso, tres agentes ya le estaban torciendo los brazos. Miró entonces su reflejo en el cristal que quedaba sobre su costado derecho, pero sólo encontró el reflejo de un niño atormentado.  

¡No, no, no, espérenme! ¡Eso no es mío! —balbuceó, mientras la multitud se detenía a mirar su caída.  

Ajá, y yo soy tu pinche madre —dijo un agente, empujándolo sin mucha ceremonia.  

El Trabalín, el tipo que siempre estaba un paso adelante, el que tejía planes como si fueran telarañas, cayó por un resbalón en el más inoportuno momento. No fue una traición o una emboscada. Fue él, la costumbre maldita de hacerse notar. “Si no revienta, no cuenta”, fue su axioma de vida y de muerte.  

Lo metieron a la patrulla y mientras las sirenas lo alejaban del aeropuerto pensó en Soledad.  

Ella escapó esa misma noche, llevándose consigo una mezcla de miedo y asco.  

¿Hasta dónde vas a llegar, cabrón? —le habría preguntado la última noche que pasaron juntos.  

Hasta donde el siete me deje —respondió.  

Y lo dejó demasiado lejos.  

Los otros de la banda desaparecieron y, para entonces, la nueva versión de Soledad, ahora Violeta Cosme, lucía una nariz nueva, otro nombre y otro tinte de pelo.  

Mientras tanto, en la cárcel, con una nariz desgastada y un cuerpo que parecía el esqueleto de su antigua vida, el Trabalín miraba su tatuaje del siete. Se dio entonces cuenta de que el número no había sido su amuleto, sino su condena. Al final, la cocaína no sólo le marcó el camino, sino que le autografió el epitafio. Siete vidas tiene el gato y él, un bueno para nada, las había gastado todas.  

Violeta Cosme entendió que, al final, su destino no era distinto al de Trabalín: ambos serían prisioneros, aunque de distintas jaulas. 

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