7 diciembre, 2024

Monólogo de un chacuaco

Monólogo de un chacuaco

Marco Antonio Rodríguez 

No entiendo por qué les puede molestar más un cigarro que un cafre, un político pendejo o un futbolista que usa sus manos como pañuelo para exprimir su nariz en pleno partido y más tarde se palmea con jugadores contrarios. Ahí sí, nadie la hace de tos. 

Mientras caminaba por las calles de la capital descubrí nuevas habilidades en mi carrera de chacuaco: el cerillo con el que prendí mi cigarro –normalito porque qué asco los mentolados- no se apagó, aun cuando el viento despeinaba mi cabello y el de muchos otros que, como yo, podemos todavía presumir una cabeza con abundante pelo. Lástima de quienes se han olvidado ya del placer que produce pasar la mano por encima de uno y sentir los abultados hilillos; algunos otros encuentran consuelo mesando sus barbas tupidas. 

También llovía y quizás por eso me sorprendió más que el agua no ahogara mi cerillo y mucho menos mi “taco de cáncer”, como escuché alguna vez a mi papá referirse a sus cigarros. Él siempre decía que después de un buen taco, un buen tabaco, por lo que luego de la comida salía al patio contiguo al comedor y desde allí nos miraba terminar el postre pues él tenía el propio; incluso participaba en la plática con los de adentro mientras fumaba. 

Me sorprendía verle hablar sin que durante el proceso se escapara el humo de su boca. Terminada la oración entonces sí se permitía expulsar el poco restante como si hacerlo pusiese punto final a su enunciado. 

Ese día yo vestía unos Panam blanquísimos por lo que temí que la lluvia se desatara con furia, como ya es costumbre en esta ciudad, y los salpicara. Caminé de prisa, siempre procurando refugiarme bajo los techados de negocios y cuanto árbol se cruzara por mi ruta. Sin embargo, el chipi-chipi se estrellaba con frecuencia en mis lentes. 

Me dirigía a casa luego de un día fallido con Ángeles, donde como también ya es costumbre sólo hubo besos, ¡carajo! Ahora entiendo que lo santurrón le viene desde el nombre, ¡carajo-carajo-carajo! 

De no ser por Ángeles juraría que ese día yo era invencible: el cigarro estaba tan intacto como mi calentura muy a pesar de que para entonces el cabello se embarrara en mi frente. 

A cada paso que daba las miradas ajenas se volvían hacia mí siempre con más insistencia. Pensé que algo en mi cuerpo llamaba su atención por lo que en un santiamén escaneé por encima de mi pantalón justo a la altura del cierre; quizás por ahí estaba el asunto pero todo en orden, ningún pliegue destacaba más de entre la mezclilla. 

-¡Apaga tu cigarro, cabrón! -alcancé a escuchar que me dijo un señor, pero tan pronto llegó el comentario se me escurrió como las gotas por la cara. Cuando esperaba que el semáforo peatonal se iluminara verde para poder cruzar rumbo a la calle donde hace parada mi camión, un par de señoras jalonearon a sus hijos para apartarlos de mí, gesticulando a su paso caras de asco cada que mi boca echaba un hilito de humo. 

“Viejas mamonas”, pensé yo, pero no les dije nada y seguí mi camino porque el frío y hambre que sentía volvían mi cuerpo una auténtica orquesta de retortijones estomacales y castañeteos molares en un pasaje de crescendo. Quería ya llegar.  

-¡Apaga esa madre, cabrón! ¡Te vas a morir y nos estás matando! -dijo entonces un pelón demostrando que la envidia por ver mi cabello abundante lo había desquiciado, ¿o era verdad que el humo le molestaba?  

Crucé como pude entre la barahúnda, esquivando a uno y otro de los que se volvían a mí como queriendo extinguir el cigarro con la pura mirada y eso que según yo fumar es sexy; según yo a las chicas les encanta, salvo a Ángeles, que nomás no quiere. 

No entiendo por qué les puede molestar más un cigarro que un cafre, un político pendejo o un futbolista que usa sus manos como pañuelo para exprimir su nariz en pleno partido y más tarde se palmea con jugadores contrarios. Ahí sí, nadie la hace de tos. 

No entiendo por qué su desdén si a nadie le pedí dinero para comprarlo ni fuego para encenderlo, aunque creo también que la conducta obedece a un síndrome de nosotros los mexicanos y que consiste esencialmente en vivir achacoso, inconforme y quejándose de todo. 

No hace falta ser erudito para intuir que ese día la gente no estaba de humor para soportar mi cigarro, pero sólo el mío; y digo esto porque miré también a otros señores con uno en la boca paseándose entre el mismo grupo que minutos antes me había gritoneado e insultado, con ellos sí nadie respingó. 

En fin, es algo que jamás cambiará y no por ello digo que esté bien. No en este siglo libertino. Siempre me parecerá injusto que se nos trate así a los jóvenes de doce años. 

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