Este relato forma parte de un libro escrito por las hermanas Lourdes, Stella y Carmen Cuéllar Valcárcel, que han tenido el valor de voltear a mirar hacia el vórtice de sus vivencias infantiles y adolescentes, y rescatarlas en una serie de historias que nos muestran una parte de aquellas vidas. De todo aquello ha resultado un libro al que le pusieron por nombre La matanza de los pollos, y saldrá al público en las siguientes semanas. “No se trata de una novela. Lo terrible es que son apuntes de la vida real. Las hermanas Cuéllar cuentan su historia familiar y la cuentan muy bien, sobre todo con detalles y con gustos, con afectividad y con inteligencia, que son las proteínas de los recuerdos”, dice acerca de esta obra el escritor Eduardo Casar, que la prologa. El relato que aquí publicamos aborda la figura del Coco, aquel mítico e informe ser que ha estado presente en cada casa de este país cuando somos niños. Con el tiempo, el Coco se ha convertido en otras cosas o ha escogido, para asustarnos, otros nombres y formas. Pero siempre está ahí y se aparece cuando creemos que no lo veremos más. Ese es el truco: nos hace creer que no existe.
Ciudad de México; 1 de noviembre de 2024
Lourdes Cuéllar
De Arandas recuerdo la interminable limpieza de los frijoles que nos íbamos a comer durante la visita. La tía Concha los tenía en un costal, pero no recuerdo que hayamos comido tantos, así que de seguro le limpiábamos los frijoles de todo el año. Era el precio de esas divertidas vacaciones. También me acuerdo que la tía Concha nos daba un velito que nos teníamos que poner en la cabeza para poder entrar a la iglesia, y de las tunas rojas que amaba y que nos comíamos por montones en el jardín de la iglesia. ¿Cómo olvidar el olor a globo de mi tía Concha? Los paseos en la plaza del pueblo y los ranchos me gustaban mucho, y también fue fantástica una ida a un balneario, a donde mi tía nos llevó. No recuerdo por qué no teníamos cómo regresar y tuvimos que pedir un aventón en la carretera. Ahí estaba mi tía con la mano alzada, rodeada de sus muchos sobrinos. No sé ni cómo fue que se atrevió a hacer eso, pero debe haber estado muy desesperada. Se paró a levantarnos un camionero que manejaba una troca de redilas, con una carga de cerdos. Todos los chamacos se fueron atrás, arriba de los cerdos, y yo, como era la chiquita, me fui con mi tía adelante, junto al ranchero salvador.
Recuerdo que una vez acompañé a no sé quién al mercado. Me impresionó mucho que los mostradores de las tiendas fueran de madera, como los de las películas del Cine de Oro que veíamos en la tele. Compramos algo en alguna tienda que olía a estiércol y tenía cualquier cantidad de cosas. Pero ahí también vendían machetes, mecates, sombreros, semillas, fertilizantes y una gran cantidad de cosas que yo no tenía ni idea de qué eran o para qué servían, además de lo propio de una tlapalería normal de la ciudad. Ir a Arandas era entrar en un mundo absolutamente distinto al nuestro, y era fascinante.
Mi tío Felipe era una sombra, un cuerpo enfermo que difícilmente se paraba de su cama y mucho menos salía de la habitación. Nosotros nunca nos acercábamos a su cuarto, pero sabíamos que siempre estaba ahí, como un fantasma. Tal vez siga, ¿cómo saberlo?
A los niños no nos dejaban usar la escalera principal, esa era para los grandes, y además daba justamente al cuarto del tío. Por eso nosotros teníamos que usar la escalera de servicio, que era chiquita, angostita y algo oscura. Estaba en la cocina y daba a un cuarto en el que mi tía planchaba. Un día, mientras subíamos, me encontré un alacrán. ¡Qué susto! Desde ese día me aterraba bajar por esas escaleras, pero no había opción, así que tuve que superar mis miedos. Otro día me topé con una araña y, sin pensarlo dos veces, la pisé. Mi tía vio que lo hice y me preguntó por qué la había matado. No supe qué contestar, y ella, sin mediar tiempo, me dijo. “La pisaste porque sí, y no tenías por qué hacerlo. Ahora te voy a pisar yo a ti, para que veas lo que se siente”. Y, sin más, me dio un pisotón.
Pero ese miedo a la escalera no fue nada. En Arandas conocí al Coco y eso sí que fue aterrador. Recuerdo que fuimos a un rancho, de esos que tenían letrina o “baño de hoyo”, que por cierto siempre me daba mucho miedo usarlo porque pensaba que cualquier animalejo podría salir de ese hoyo lleno de caca a atacarme. Por lo mismo, entraba y salía lo más rápido que podía. Ese rancho tenía un cuarto pequeño, en medio del campo, con una puerta hacia la cocina y a una salita con sillones alrededor, todos pegados a la pared. Estábamos todos los niños afuera jugando cuando una de las “primas” grandes, de las que vivían en el rancho, de pronto empezó a gritar: “¡Ahí viene el Coco! ¡Ahí viene el Coco!”, y todos echaron a correr hacia la casa para salvarse. Yo, por mi edad, me quedé atrás, aunque corrí con todas mis fuerzas. Alcancé a ver al Coco: era blanco, grande y llevaba un sombrero de paja enorme y se estaba acercando a mí. Yo seguí corriendo desesperadamente hacia la puerta metálica, pero justo cuando llegué… la encontré cerrada. Todos estaban ya a dentro, seguros. Grité, lloré y casi tiro la puerta a patadas, pero ninguna de las primas grandes me abrió, ni mis hermanas tampoco. Fingían que la chapa estaba atorada, y entonces el Coco se acercó aún más. Lo vi cuando estaba prácticamente en la esquina de la casa, y entonces ocurrió lo que tenía que pasar, ¡me tomó del hombro para llevarme! En ese momento todo se borró y se puso negro; ya no escuché nada porque me desmayé. Hasta ese momento las primas grandes abrieron la puerta y, cuando me vieron tirada en el piso, inconsciente, corrieron a llamar a la tía Concha, que me recogió del suelo y me llevó a una de las recámaras, donde me reanimó frotándome la cabeza y los pies con alcohol. Cuando reaccioné, mi tía me llevó en brazos a la sala y ahí me consoló. Hizo que las primas grandes se disculparan por la broma tan pesada; regañó a mis hermanas por no haberme ayudado, pero ellas qué podían hacer… Me mostró que el Coco era una escuincla desgraciada que con una sábana blanca y la tapa grande de un cesto de paja asustaba a los niños. La verdad, yo nunca terminé de creer que todo había sido una broma. Nadie logró convencerme de que el Coco no existía y que todo se había tratado de una mala pasada. Durante años estuve convencida de que, a mí, por poco me lleva el Coco.