Fernanda García
Toluca, México; 29 de diciembre de 2021.
Una fotografía muy común retrata a la gente pidiendo limosna en los cruceros, en una iglesia, en el centro de la ciudad. Algunos de plano sólo extienden la mano, otros muestran una receta médica. Hay quienes se ganan unas monedas limpiando parabrisas, haciendo malabares, sonriéndole a la desgracia.
En los últimos años, en el cruce de la calle de Ocre y la avenida Tollocan, me he encontrado a niños que se acercan con una esponja humedecida o un trapo a limpiar lo mismo espejos que llantas de los vehículos. Con un tono pícaro, piden una moneda y la levantan para que los otros pequeños -por lo regular son tres los que están en el lugar- la observen.
Así es como pasa todos los días y recuerdo que hace un tiempo ya, escribí sobre el incremento de la presencia de niños y mujeres -muy jóvenes casi todas- en las calles de Toluca. En aquel momento entrevisté a alumnos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma del Estado de México, que habían detectado migración de población de Chiapas hacia el Estado de México, y que, del total de desplazados, más del 50 por ciento tenían entre 5 y 9 años de edad.
Este fenómeno se dio a raíz, precisamente, del desplazamiento forzado que se vive en Chiapas. Desde 2013 aumentó la llegada de menores al Edoméx para laborar sin que su labor esté regulada por las autoridades locales o estatales.
Cuando puedo, pregunto a los pequeños de dónde vienen y por qué no están en la escuela. Sus respuestas son esquivas. Muchas veces sólo obtengo un “no sé” y me hace pensar que a alguien no le conviene que lo digan. Pero inferir que todos los niños en las calles pidiendo monedas sólo están huyendo de la violencia que impera en las comunidades de otros estados es muy inocente y aquí es donde entra Andrés.
Estaba por llegar a una conferencia en el Biarritz -un pequeño restaurante que ha servido de escenario para todo tipo de declaraciones- cuando decidí ir a un cajero automático. Entonces lo vi.
No mide más de un metro y es menudo como los hilos del suéter que llevaba. El tono de su piel es café tostado y hasta me parecía que ese ere su aroma. Lo idealicé, claro está.
Andrés vendía cubrebocas de tela y le invité un agua porque no le compré nada. Me tomó de la mano y cruzamos Hidalgo, así que aproveché para platicar con él. Del español conocía lo básico pues el pequeño es mazahua y llega todos los días al centro de la capital mexiquense acompañando a su mamá, quien carga ayudada de un rebozo a su hijo más pequeño y trata de sacar por lo menos para los pasajes y algo de comida.
Andrés me contó que cuando puede va al kínder en San Felipe del Progreso, apenas tiene cuatro años y aunque desconoce en buena parte el idioma que impera en México, sabe vender.
“Llévelo, está barato. 10 pesos, lo puede lavar”, son las palabras que salen de su pequeña boca cuando un transeúnte se atraviesa en su camino.
Esto, en otro contexto, podría ser la historia de un pequeño emprendedor que desde chico supo negociar y que en unos años podría convertirse en un gran empresario… aunque pensar así sería, de nuevo, romantizar la pobreza que no es más que un fractal de indiferencia.
Datos de la Encuesta Nacional del Trabajo Infantil (2019) señalan que el Estado de México ya reportaba en ese periodo 230 mil 462 niñas, niños y adolescentes de 5 a 17 años laborando, cifra que de acuerdo a la Secretaría del Trabajo estatal aumentó por la pandemia y que en 2022 dará mucho de qué hablar como consecuencia de la crisis económica que se vive.
Andrés no sabe que es parte de esa cifra de la que nadie quiere hablar. Porque aunque sólo venda cubrebocas de tela cuando no puede ir a la escuela, ya está contribuyendo a la economía familiar. Sin embargo, apenas tiene cuatro años y su situación se reproduce una y otra y otra vez en distintos hogares.
En el DIF local me comentaron que, una vez que son identificados los niños que trabajan en las calles, les ofrecen tomar talleres de repostería, computación, canto y panadería, pero hasta el 2020 habían accedido apenas 15 niños.
Esto es, a todas luces, insuficiente.
Atender la problemática va más a allá de encontrar a infantes que se ganan unos pesos para dárselos a sus padres en el mejor de los escenarios, y por supuesto no podemos descartar que exista una red de trata no sólo en Toluca sino en todo el estado.
Ojo: no se necesita únicamente de las autoridades. La indiferencia ante lo que sucede a nuestro alrededor debe cambiar hacia acciones que nos ayuden a construir una red de protección. No podemos simplemente darles una moneda y pensar que solucionamos el problema de un día, o peor, no se puede subir la ventanilla del auto y fingir que no los vemos. Ahí están, nos miran, intentan despertar lástima o empatía, lo que sea. Ellos quieren que nos percatemos de sus existencias.
En fin, como en este Caleidoscopio no estoy capacitada para resolver nada sino sólo para echar luz, decido terminar aquí. Ahora mismo estoy disfrutando de cómo se disipa el aroma de la basura que durante cinco días nos ahogó en la capital mexiquense, una urbe que tiene tantos resquicios que seguro tendremos mucho de qué platicar en futuras entregas.
Ha sido un placer que me acompañe hasta aquí, querido lector. Ahora me queda esperar su retroalimentación.
Hasta la próxima.