13 noviembre, 2025

¿Qué hacer en Finisterre?

¿Qué hacer en Finisterre?

Sergio Ernesto Ríos

Bichos de estimación

peces de armiño

azulejos petirrojos

tatuados bajo una lupa

soberana

tomo una carta

paso

multiplico la ofrenda del azar

el oro recto

en el escarabajo de la abuela

viene de áfrica

la cuna del matiz

de esa esmeralda

el perro envenenado

se escondió detrás del bambú

manchó el patio de sangre

la casa estaba rodeada de baldíos

luego dibujamos la ciudad

construimos edificios con la venganza de ícaro

las memorias de un billete de banco

y la llamada desde andrómeda

el frío gobernaba esas historias

murieron los jilgueros

la gata se fue

la muerte era un cráneo profundo

y una opaca línea verde entre los pómulos

como la mancha marrón

de los grillos que asfixiamos

sólo había grillos maleza estalactitas

 niebla

cimientos de casas con piso de tierra

un plato de lentejas

meriendas de avena y soya

un paralítico miraba un carrusel

a diario mi madre

quemaba mis anginas con petróleo

no odiaba la fiebre

era como entrar en un casco espacial

la distancia de mi cabeza a los pies

semejante a los baldíos alrededor de la casa

y la penicilina

al lado izquierdo del cielo

trataba de alcanzarme

Poemas del pasado presenta: el absurdo de las mitologías,

el absurdo de la infancia

Debió suceder hace 10 años. Pasé todo el día en casa de mi amigo Carlos, pasaba demasiados días ahí, osvaldianamente, si ese adverbio se extiende por el ocio y la invasión de casas ajenas, bibliotecas y reservas inagotables de los dones de Baco. Un departamento con vista a la FIL, a dos cuadras de la Expo. Grandes cenadurías secretas. Tequileños. No había razones para ir a la FIL. Y de pronto, ese día, mirando por la ventana me crucé con toda mi infancia de enfermo, siempre enfebrecido, esquelético y más chaparrito que Messi, entre las dunas cyberpunk, triángulos de arena, la sensación de caer, de morir, de extenderse, de que la distancia a tus pies es un viaje remoto, aéreo, velocísimo que nunca termina de suceder. Y ahí mismo el frío de una ciudad debajo de las torres de alta tensión donde no hay forma de clausurar su zumbido venenoso. Todo eso pensé y una baraja con la que aprendí a jugar póker, cartas azules y naranjas. Y los suéteres felinos de mi abuela que he sentido en el lomo de algún bicho. Y la palabra baldío que nunca podré olvidar y leo como limbo, nada, golpe sordo, anulación de todo plan. Nunca quise escribir poemas descriptivos. Y este que se perdió en la noche de las ediciones jamás le encontré lugar en ningún libro. Lo sobrenatural de este poema escrito en Guadalajara es que horas más tarde me enteré que justo ese día, probablemente a esa hora había muerto mi abuela. Fuimos muy cercanos a mis once, doce años me enseñó bastantes vicios & vandalismos. Fumar, beber, jugar cartas, me compraba cohetes, cohetones y palomas que parecían nucleares. Ella jugaba beisbol, que nunca aprendí enloquecido por la otra fiebre de mi vida que fue el basquetbol. Adoptamos pollos en Michoacán, cangrejos en Acapulco. “No está muerto, es un marrullero”, me dijo del cangrejo que figuraba un bonzo impasible en una botellita de agua, entre una flama azul. Me pareció lo máximo la palabra marrullero. Íbamos al circo, le encantaban las películas de acción. Tenía un bellísimo revolver de cachas nacaradas. Tenía un copete esponjado y secretamente la apodaba Elvis Presley. Mi abuelita Elvis. Vendía joyas, al final nadie sabe qué pasó con sus joyas, ¿alguna vez las escondió en una maceta? Y ese día, juro, que si existe algo parecido a las vibraciones cósmicas ponderadas por los jipis y los hijos de la regañona. Yo estaba escuchando & viendo a mi abuela, como en un sueño lúcido.

El poema también tiene  mi recuerdo más feliz, una tarde mi hermana dibujó con gises de colores la ciudad (que era pequeñísima, nosotros vivíamos en el lugar donde acababa) y usamos los pocos libros (cito los títulos) de la casa para simular los edificios, y con mis carritos jugamos toda la tarde. Pero es literal que mi mamá quemó mis anginas y vi cómo dos perros se desangraron por todo el patio y un pájaro murió en una jaula, pero a nadie se le ocurrió quitar el cuerpo durante años.

Valga el  descaminado rodeo por una invitación de mi amiga Ana Porrúa, su proyecto se llama “Los sonidos de la pandemia”. Quise plantearme si alguna vez escucho. Trato de escuchar menos estos días. Pienso mucho en la muerte, nunca duermo, podría ser el héroe de mi adolescencia darks, casi escrito por Théophile Gautier. Y casi nada quiero contar.  Volví a ese poema para pensar en los sonidos. Dijo con toda la cursilería Octavio Paz: “oídos con el alma”. Lo aborrezco.

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