Sergio Ernesto Ríos
Bichos de estimación
peces de armiño
azulejos petirrojos
tatuados bajo una lupa
soberana
tomo una carta
paso
multiplico la ofrenda del azar
el oro recto
en el escarabajo de la abuela
viene de áfrica
la cuna del matiz
de esa esmeralda
el perro envenenado
se escondió detrás del bambú
manchó el patio de sangre
la casa estaba rodeada de baldíos
luego dibujamos la ciudad
construimos edificios con la venganza de ícaro
las memorias de un billete de banco
y la llamada desde andrómeda
el frío gobernaba esas historias
murieron los jilgueros
la gata se fue
la muerte era un cráneo profundo
y una opaca línea verde entre los pómulos
como la mancha marrón
de los grillos que asfixiamos
sólo había grillos maleza estalactitas
niebla
cimientos de casas con piso de tierra
un plato de lentejas
meriendas de avena y soya
un paralítico miraba un carrusel
a diario mi madre
quemaba mis anginas con petróleo
no odiaba la fiebre
era como entrar en un casco espacial
la distancia de mi cabeza a los pies
semejante a los baldíos alrededor de la casa
y la penicilina
al lado izquierdo del cielo
trataba de alcanzarme
Poemas del pasado presenta: el absurdo de las mitologías,
el absurdo de la infancia
Debió suceder hace 10 años. Pasé todo el día en casa de mi amigo Carlos, pasaba demasiados días ahí, osvaldianamente, si ese adverbio se extiende por el ocio y la invasión de casas ajenas, bibliotecas y reservas inagotables de los dones de Baco. Un departamento con vista a la FIL, a dos cuadras de la Expo. Grandes cenadurías secretas. Tequileños. No había razones para ir a la FIL. Y de pronto, ese día, mirando por la ventana me crucé con toda mi infancia de enfermo, siempre enfebrecido, esquelético y más chaparrito que Messi, entre las dunas cyberpunk, triángulos de arena, la sensación de caer, de morir, de extenderse, de que la distancia a tus pies es un viaje remoto, aéreo, velocísimo que nunca termina de suceder. Y ahí mismo el frío de una ciudad debajo de las torres de alta tensión donde no hay forma de clausurar su zumbido venenoso. Todo eso pensé y una baraja con la que aprendí a jugar póker, cartas azules y naranjas. Y los suéteres felinos de mi abuela que he sentido en el lomo de algún bicho. Y la palabra baldío que nunca podré olvidar y leo como limbo, nada, golpe sordo, anulación de todo plan. Nunca quise escribir poemas descriptivos. Y este que se perdió en la noche de las ediciones jamás le encontré lugar en ningún libro. Lo sobrenatural de este poema escrito en Guadalajara es que horas más tarde me enteré que justo ese día, probablemente a esa hora había muerto mi abuela. Fuimos muy cercanos a mis once, doce años me enseñó bastantes vicios & vandalismos. Fumar, beber, jugar cartas, me compraba cohetes, cohetones y palomas que parecían nucleares. Ella jugaba beisbol, que nunca aprendí enloquecido por la otra fiebre de mi vida que fue el basquetbol. Adoptamos pollos en Michoacán, cangrejos en Acapulco. “No está muerto, es un marrullero”, me dijo del cangrejo que figuraba un bonzo impasible en una botellita de agua, entre una flama azul. Me pareció lo máximo la palabra marrullero. Íbamos al circo, le encantaban las películas de acción. Tenía un bellísimo revolver de cachas nacaradas. Tenía un copete esponjado y secretamente la apodaba Elvis Presley. Mi abuelita Elvis. Vendía joyas, al final nadie sabe qué pasó con sus joyas, ¿alguna vez las escondió en una maceta? Y ese día, juro, que si existe algo parecido a las vibraciones cósmicas ponderadas por los jipis y los hijos de la regañona. Yo estaba escuchando & viendo a mi abuela, como en un sueño lúcido.
El poema también tiene mi recuerdo más feliz, una tarde mi hermana dibujó con gises de colores la ciudad (que era pequeñísima, nosotros vivíamos en el lugar donde acababa) y usamos los pocos libros (cito los títulos) de la casa para simular los edificios, y con mis carritos jugamos toda la tarde. Pero es literal que mi mamá quemó mis anginas y vi cómo dos perros se desangraron por todo el patio y un pájaro murió en una jaula, pero a nadie se le ocurrió quitar el cuerpo durante años.
Valga el descaminado rodeo por una invitación de mi amiga Ana Porrúa, su proyecto se llama “Los sonidos de la pandemia”. Quise plantearme si alguna vez escucho. Trato de escuchar menos estos días. Pienso mucho en la muerte, nunca duermo, podría ser el héroe de mi adolescencia darks, casi escrito por Théophile Gautier. Y casi nada quiero contar. Volví a ese poema para pensar en los sonidos. Dijo con toda la cursilería Octavio Paz: “oídos con el alma”. Lo aborrezco.



