Marco Antonio Rodríguez
El aire huele a muerte, a pólvora
1
Eso me pasa por pendejo, jefe, por creer que no hay nada más cabrón que lavar una toalla con sangre. Al chile, jefe, me lo chingué nomás por eso y si usté me pregunta, no me arrepiento. Total, acá también hay compitas.
2
Un estruendo ensordece de pronto a los andantes y el miedo los paraliza. Las calles se vacían al mismo tiempo que el cartucho de las armas de alto calibre. Son tiempos de guerra, de días rojos, aires ferrosos y fríos violentos. Aún dolido pero con obstinada ambición de venganza sale un hombre de aquel hospital; pide reunirse con los demás. Se sabe líder e intocable. Su boca no pronuncia ninguna palabra ni realiza movimiento alguno pero los presentes entienden el mensaje. De manera alterna el reportero se despide de quienes ama. Pasan días rojos, aires ferrosos y fríos violentos. Un nuevo estallido irrumpe de pronto, el concreto ardiente de las calles se tapiza entonces con casquillos de armas de alto calibre y nuevos relatos se adhieren a la sangre que mancha las superficies de aquella selva. El reportero alista sus armas: toma un cuaderno con la diestra y una pluma con la izquierda porque para entonces, colgando de su cuello va también una cámara réflex. Es compacta como el cuerpo de aquel otro que cae muerto sobre la banqueta. Su cabeza queda sombreada por un árbol frondoso y bello. El ruido ensordece nuevamente a los andantes y el miedo los paraliza: es el inicio de una lucha salvaje y una narración incesante.
3
Están uno frente al otro. Se observan. Se hablan en silencio. Él suda. Ella alimenta su estrés con uñas. Se cuestionan. «¿Con quién has estado?», pregunta ella. «¿Y tú dónde andabas?», responde él. Ambos sudan. Lloran. Vuelven a los reclamos. Se abrazan. Sigue el llanto, cada vez más resignado. Llega el silencio. Inunda los rincones de aquel estacionamiento. Suena un pitido. Contesta ella. «La prueba dio positivo», dice una voz al teléfono. Cuelga.
Se escucha entonces un disparo.
4
El día de su muerte pensé en matarme o matar a sus verdugos. Era coraje y resignación al mismo tiempo. Esa vez no llovía. El sol quemaba los recuerdos y su imagen se desvanecía entre las cascadas que ya eran mis ojos. Era como si renaciera entre el sufrimiento. Era él y sus besos. Él y sus negocios. Él y su necedad y su avaricia. Pese al tiempo de sequías, había agua. Eran mares. Era el dolor un río desbordado. El día de su muerte un arcoíris desapareció entre mis oídos.
5
Llegó el pendejo jale y jale mocos como si viviera en una alergia eterna. Creo que era nuevo en el bisne o el marrano nunca había corrido tanto, pero al chile sí me hartó por cerdo tragamocos. Ni uno con el perico hace tanto ruido, jefe, que no mame, ¿no? Tampoco fue que yo quisiera su plaza como dijo su compa. Al mero chile, son pendejos, ya le dije. No sé si también fue porque yo andaba bien puesto, pero ni pedo, ya me lo eché y hay que pagarlo. Véalo por el lado bueno, jefe, le ahorré la consulta con el médico o los clínex. Ai’taba el pendejo, asfixiándose en su alberca de mocos y le metí sus tres plomazos: padre, hijo y Espíritu Santo. Pero no aguantó mucho; al segundo cuete ya estaba roncando. Ni pedo, jefe; así las cosas.
6
Ahí el tiempo se detuvo. El reloj daba el tic pero no el tac. La muerte era el idioma de aquella región. En un principio los hombres abrazaban su pecho y abdomen para sentirse resguardados. Las calles olían a muerte y a pólvora, y se tapizaban de cenotafios. Luego no quedó nada ni nadie, solo la figura inmaculada de San Sicario, el patrono del terror.
Marco Antonio Rodríguez es reportero y redactor. También es profesor de literatura y es fundador de VCV. A veces quisiera ser escritor de tiempo completo pero también se acuerda que los nutrientes esenciales para escribir no se encuentran en la literatura sino en la acción viva y también en la contemplación. Por eso es reportero y para eso quisiera todo el tiempo. Uno le dice que ya se podrá, que mientras escriba, que no deje de hacerlo. Las anteriores estampas, que parecen salidas del infierno cotidiano que ya es Toluca, muestran el oficio de Marco Antonio como escritor y su indubitable pertenencia al periodismo de la calle. El infierno apenas comienza.



