18 abril, 2025

Cerrar los ojos nunca ha sido tan fácil

Cerrar los ojos nunca ha sido tan fácil

Miguel Alvarado: texto e imagen. Karen Colín: diseño.

Ciudad de México; 15 de abril de 2022.

Quiere decir más de lo que puede representar como escenificación el martirio de Jesucristo, que se realiza en todos los pueblos y ciudades de México, unas 30 mil muertes simultáneas, se calcula, para que el mensaje quede bien grabado, cada año, a la misma hora y con las mismas palabras: “esto les pasa”.

Ese sigue siendo el mensaje de todos los días en este país. Lo fue para Ayotzinapa con el levantamiento y ejecución de 43 estudiantes, pero sobre todo con la tortura contra Julio César Mondragón Fontes, a quien lo marcaron para siempre -porque le quitaron su rostro- como al Cristo que esta vez recorre la plancha del Zócalo de la Ciudad de México para caerse tres veces mientras camina hacia la crucifixión

Todo ha comenzado muy de mañana para el actor Francisco Arroyo, que trabaja con el grupo Fénix Novo Hispano y que ha esperado tres años para representar con público la ejecución de Jesús de Nazareth. Antes de las 10 ya lo han maquillado y su rostro aparece cubierto de sangre. Es muy alto y tiene los dientes blanquísimos. Ahora espera, a dos calles de la Catedral Metropolitana, a que den la orden de comenzar. Los actores y asistentes, en total unos 100, se concentran parados bajo el sol. Uno de los más nerviosos es Judas, que no hace corro con nadie y su apariencia criminal y vagabunda, de pobre diablo, no logra camuflarlo, infiltrarlo entre los curiosos y los propios actores, ahí en la cerrada de Madero.

Francisco Arroyo se concentra mirando. Mira al frente, donde está el palacio de gobierno y la plancha del zócalo. Mira a los policías, que se reúnen en las esquinas, mira a quien le mira y a algunos les sostiene la mirada.


Y dice: “a mí me interesa Jesús desde el punto de vista filosófico”, lo cual deja todas las puertas y ventanas abiertas para las conjeturas. Jesús, en la versión popular que se conoce de él, es un provocador cuya misión es liberar de Roma a los judíos, lo cual lo convierte en insurrecto.

Nunca como ahora la vida de ese Jesús, perteneciente al clan de los rebeldes Zelotes ha estado tan presente en México. No sólo en lo que se refiere a lo religioso, sino en lo que el proceso de su muerte representa para millones que han tenido que tragarse las ejecuciones sumarias de sus familiares, que retorcerse las manos de angustia por los 98 mil desaparecidos que acepta el gobierno federal, que quedar en la miseria por intentar detener los procesos judiciales que refunden a 12 mil presos con severos cuestionamientos de presunción de inocencia. Eso es lo que significa la muerte de Jesús, el recordatorio de la impunidad que los jesuitas en 1576, cuando dramatizaron por primera vez, quisieron que hiciera eco en la población, que debe aprender a defenderse antes que a rezar, o por lo menos aprender al mismo tiempo.

Ahora, mientras a Jesús lo han pasado a la sombrita porque la señal de inicio no llega, una mujer que toca con el grupo de música amamanta a su bebé, envuelta en un manto tan negro como azul es este día.

Recargado en una cortina metálica, tan herrumbrada que parece la piel de una serpiente, al actor Francisco Arroyo no se le olvida que encarna algo más que a un personaje. Lo dice él mismo pero también la mirada indescifrable que se posa en quienes lo retratan, preocupados por la luz y los encuadres pero no por lo que aquel conjunto puede decir.

Entonces, porque así es como esto funciona aquí, un hombre en silla de ruedas atraviesa esa reunión de fariseos y condenados con la radio atronando una cumbia inentendible. Tiene sus brazos quemados, untados de esa negrura que sólo la calle y la pobreza pueden pintar en la piel. No es mugre ni suciedad, sino el tatuaje de un destino que no cambiará por más que uno trabaje o vote por Morena, por el PRI o incluso que no lo haga. Esa es la tragicomedia que atraviesa al país como una lanza, el arma que al final el soldado romano Longinos, que padecía de ceguera y que la sangre emanada del cuerpo del Cristo curó nada más al salpicar su rostro. Y lo que vio Longinos en aquel lejano monte del Gólgota fue algo muy parecido a lo que se ha visto aquí este año: el 28 de febrero en San José de Gracia, 17 narcos ejecutados en la vía pública de San José de Gracia, Michoacán; siete mujeres asesinadas a tiros en Zinacantepec, Edoméx; 36 mil cuerpos sin reconocer en las morgues del país; 13 policías mexiquenses masacrados en una emboscada por el narco, en Coatepec Harinas, también en el Estado de México. Y esto apenas es un vistazo casi ciego como las retinas del soldado romano.

La representación del Zócalo no es otra cosa que la repetición de la realidad que se niega desde los gobiernos federales y estatales. «¡Yo he matado a gente de varios pueblos, para que dejen de molestar!”, grita entonces un romano que encara al público, ya con Jesús desnudo y condenado, después de que todos vociferaran. Sin dinero, la familia y los amigos del nazareno no pudieron acceder a la justicia y por eso tienen que aceptar la crudeza de lo que eso significa. Ver una crucifixión equivale a estar en un linchamiento y mirar o participar del odio, de bebérselo en un solo trago avinagrado.


No es el pueblo el que condena. O sí, pero atravesado por la corrupción que ya el gobierno establece como un tipo de cultura que incluso se enseña en las escuelas y que incluye el racismo, la discriminación, el despojo, el ataque sin motivo contra las mujeres y los débiles.

Jesús ha caído ya tres veces y nadie del público se ha acercado a ofrecerle una Coca-Cola o un trago de Bonafont. A nadie se le ocurre que el actor Francisco Arroyo está deshidratado y sus labios blancos lo dicen. Ensangrentado con la sangre artificial que le han colocado, a Arroyo no le queda más remedio que seguir hacia su fin, que se localiza en una tarima. Ahí está la cruz y hasta allá vamos todos para atestiguar.

Francisco Arroyo no usa el pelo largo y no ha querido ponerse peluca. Su figura se parece más a la de cualquier mexicano que a la del propio Cristo y eso está bien y así, sin explicar, se ha asumido. Mientras lo matan, cuando lo clavan, la concurrencia ha decidido tomar un refresco, pedirse unas tlayudas, enviar las fotos a las redes sociales o nada más dejar de ver. Esa ha sido la última lección de este Viacrucis. Cerrar los ojos nunca ha sido tan fácil.

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