No recuerdo qué libro fue el primero que compré. Crecí a la vera de una nutrida biblioteca porque mi madre fue una gran lectora. No compré mi ejemplar de “Libertad bajo palabra”, sino que lo robé de la biblioteca de mi mamá, junto con otros más que saqué cuando me fui de casa. Imposible olvidar que lo metí en una caja de chocolates vacía, pequeño cofre de cartón, y esa caja se fue entre la ropa que acomodé en costales de azúcar, porque mi padre no me dejó llevar ni una maleta.
Ciudad de México; 13 de octubre de 2024
Stella Cuéllar/ texto. Miguel Alvarado/ Imagen
Hace algunas noches, en plática con un amigo, recordábamos que para ambos “Libertad bajo palabra”, libro esencial que el mismo Octavio Paz consideraba su verdadero primer poemario, fue crucial en nuestros años juveniles. A los dos el libro nos causó un gran impacto. Al leerlo yo sentí como si me hubiera cimbrado un rayo. Desde entonces me acompaña.
Mi amigo me contó que lo adquirió con su primer sueldo de su primer trabajo, cuidando una casa. Pudo hacerse de una bella edición que fue su tesoro, encuadernada en tela (“la última, por cierto, que editó así el Fondo de Cultura Económica pues la siguiente apareció con pasta dura de papel”).
Yo, la verdad, no recuerdo qué libro fue el primero que compré. Crecí a la vera de una nutrida biblioteca porque mi madre fue una gran lectora.
Durante la charla evoqué que yo no compré mi ejemplar de “Libertad bajo palabra”, sino que lo robé de la biblioteca de mi mamá, junto con otros más que saqué cuando me fui de casa. Imposible olvidar que lo metí en una caja de chocolates vacía, pequeño cofre de cartón, y esa caja se fue entre la ropa que acomodé en costales de azúcar, porque mi padre no me dejó llevar ni una maleta.
Como ese volumen era especial para mí, no quería que se estropeara durante la huida. Otros libros se fueron sueltos. No saqué propiamente una caja de libros, porque ciertamente yo no los compraba.
Otro poemario que en ese entonces era también para mí especial fue “Altazor”, de Vicente Huidobro. Lo había leído un par de años antes, quizá más o quizá menos, cuando vivíamos en Guanajuato -una época aciaga.
Pero Altazor, pese a amarlo y a que aún resuena en mi cabeza aquello de: “Altazor, ¿por qué perdiste tu primera serenidad? ¿Qué ángel malo se posó en la puerta de tu sonrisa con la espada en la mano? ¿Quién sembró la angustia en tus ojos como el adorno de un dios? ¿Por qué, un día de repente, sentiste terror de ser?”, que tanto eco suscitaba en mi atormentada mente juvenil, no salió de casa conmigo en un baúl protector, sino que lo envolví entre mis calzones y brassieres, esos de algodón y encaje que podía tener sólo porque yo no me los costeaba. Hoy pienso que ese pequeño libro recibió también un buen trato y que quizá Huidobro, ese poeta chileno que muriera apenas con 36 años encima, se sentiría halagado de que lo haya resguardado con mis prendas más íntimas cuando era una bella jovencita que se emancipaba, que ejercía su libertad bajo las palabras quemantes, luminosas, de aquellos dos genios que confluían en mi fuga como confluyeron ellos en el 1937 español.