Miguel Alvarado
Toluca, México; 14 de enero de 2021.
Tiene tatuado en el cuello el nombre de su amor. Las letras que enlazan el letrero de tinta que dice “Carlos” con su latido vital apenas se le ven porque tiene que utilizar el cubrebocas y porque además, aquí, el aire frío de Toluca corre libremente sin que nada lo obstaculice. Pero el nombre de Carlos ahí está, y se hace visible de tanto en tanto. Se ve cuando ella voltea, por ejemplo, para ver lo que hace su hijo.
Es Isabel, y ha trabajado toda su vida en las ferias del centro del país, acostumbrada a las rutas, los modos de las caravanas, a los puestos de los antojitos y los stands de tiro, a las canicas y los peluches, y a las ruedas de la fortuna. Ese era un mundo a pesar de lo duro que resulta. Pero Isabel ahora se encuentra varada junto con su familia a la mitad de un camellón, en la esquina de Colón y Las Torres, en la ciudad de Toluca. Aquí estacionaron su camioneta, que luce pintada con todos los colores del arcoiris y la cubrieron con lonas, transformándola en el hogar permanente para los cinco que forman esa familia, tres niños incluidos.
– Ponle que tenemos frío, pero hasta adelante de lo que escribas ponle que lo que nos urge es que ya nos dejen trabajar. Si quieren ayudarnos, que ya nos dejen trabajar. Ponle eso primero que nada- dice Isabel recargada en el muro de contención de la avenida, mirando las manos de Carlos, llenas del yeso y la pintura con los que va dando forma a un cerdo fantástico y monumental, cuya utilidad está descrita por la ranura que le ha colocado en el lomo moteado de negro, como el de una vaca. Lo que hace Carlos son alcancías y las forma una tras otra en la banqueta porque las intercambian por alimentos, por ayuda.
“Son despensas las que aceptamos”, dice la familia, “ya que recibimos alimentos a cambio de las figuras que hacemos”.
El hogar de Carlos e Isabel no es un campamento de feria, como a ellos les gustaría. No hay luces ni juegos mecánicos. No estás las sillas voladoras ni los autos chocones. No se escucha la música ni hay algodones de azúcar, las risas, los gritos, las familias paseando como si ése fuera el mejor lugar del mundo, el único en el que hubieran estado siempre. Lo que hay, en cambio, es una avenida de seis carriles y dos túneles en donde el viento sopla su canción tenebrosa con la cual forma remolinos de basura, de bolsas de plástico que son arrojadas desde los vehículos.
Y ese remolino ruge al salir de esa boca de lobo.
Esta es la clase de país que se ha ido construyendo desde la miseria y que se expone como una pieza museográfica en las esquinas de cualquier ciudad, que ha crecido pero a la inversa, hacia abajo, digamos, haciendo agujeros cada vez más profundos.
La avenida Las Torres cruza cuatro municipios cortándolos con sus trazos contrahechos. Corre por Zinacantepec, atraviesa Toluca y Metepec y desemboca en los últimos límites de San Mateo Atenco. A su lado, como un tendón dislocado, corren también las enormes columnas que sostienen los 20 metros de altura por los que circulará algún día el tren suburbano que hasta ahora ha costado 59 mil millones de pesos y que por ahora es uno de los tantos monumentos a la incapacidad que han solapado los gobiernos presidenciales, del primero al último.
Solamente las sombras que proyectan Isabel y Carlos cancela la importancia toral que se le da al tren y a obras parecidas. Los 59 mil millones de pesos que recorren los 51 kilómetros que separan a Toluca de México pueden sopesar el costo que tendría sacar adelante a esta familia, que se muere de frío pero no de hambre, pues como dice ella, “ese es un lujo que no nos podemos dar. Además, sabemos trabajar. Cuando puedo vendo papas en las calles de por aquí y siempre hemos tenido para comer. Carlos es albañil y le sabe a la electricidad y la plomería. ¿Morirnos de hambre? ¿Nosotros?”. Entonces sacan una tarjetita en donde vienen sus especialidades, que también anuncian en una lona colgada de un poste. “Sabemos herrería y electricidad”, completa el anuncio aquel, que los que circulan por Colón pueden ver sin dudas.
-Las figuras que hago son de resina y de yeso- dice entonces Carlos ya sentado en su banquito, dándole forma a un batido blanco con el cual protegerá al puerco monumental en el que trabaja. Ese oficio es la herencia de sus padres, el conocimiento de sus abuelos y solo por la manera en que lo dice uno sabe que Carlos nunca se ha imaginado haciendo otra cosa, aunque sí viviendo sin carencias.
La camioneta que usan como un hogar es efectivamente su casa pero nel, vivir así no está bien. No tener dinero no está bien. Y no está bien que un tren que no se usa cueste lo que ha costado el Toluca-México. “Sí vienen los del DIF, sí vienen los detectives pero como ven que está medio limpio ya no nos dicen nada”, dice Carlos. Lo que es cierto es que los niños no trabajan, eso se lo dejan a sus padres.
Y no está bien que ellos digan que la van pasando, que no les falta nada y que hasta pudieron hacer de Reyes Magos, como se ve en los juguetes regados por el camellón, en el triciclo en el que uno de los niños anda a las carreras desde muy temprano. Este es el retrato de la familia que compone un país miserable y que es parte de los 2 millones de mexiquenses que no tienen acceso a nada. En ese camellón miserable juegan los niños de Carlos e Isabel. Se ven regadas las pelotas verdes que el DIF les dio entre dos magueyes que quien sabe cómo han perdurado en lo inhabitable. El niño que se acerca a sus padres se llama Ángel y lleva en las manos el muñeco maltratado de un Transformer, que les enseña a todos como prueba de que en sus manos habita un trofeo. Más tarde lo formará entre las figuras que hacen sus padres para jugar a algo que finalmente se nos escapa por estar atentos a las cosas que no importan.
Ya los conocen muchos, porque se les han acercado para preguntar por un puerco de yeso, por un oso, o por la moto diabólica de resina que está formada por puros huesos y calaveras. La familia de Carlos e Isabel sabe del coronavirus pero ellos no han enfermado.
-Quién sabe por qué- dice él mientras se acomoda el cubrebocas para una foto en la que quiere que salga su camiseta favorita. Es la que más le gusta porque ahí viene impresa la situación que él y otros viven: “Ferias olvidadas. Familia feriera luchando para sobrevivir”, dice. Entonces la extiende y su mujer le reclama porque la playera también es la colección de la mugre de esa esquina y así se lo dice. Para ese reclamo no hay más que risas, que se pierden en el aullido del tráfico y el aire que se cuela entre las alcancías que ya casi cumplen un año adornando aquella banqueta.
– Siempre hemos trabajado en las ferias, siempre, siempre, siempre- dice el matrimonio, mirándose a los ojos, como si no pudieran mirar otra cosa.