25 enero, 2025

Nosferatu: la chatarrización de la inteligencia

Nosferatu: la chatarrización de la inteligencia

Ciudad de México; 3 de enero de 2025

Miguel Alvarado

No hay nada que hacer ante la nueva versión de Nosferatu, estrenada en México el primer día de enero de 2025. Nada, excepto exigir el reembolso de la entrada, si eso fuera posible. Pero como tampoco lo es, debe uno tragar sapos y ratas con el pastiche que hicieron del conde Orlok, uno de los vampiros mejor cotizados en la historia de las películas de terror. La versión milenial de Nosferatu no aporta nada, ni siquiera es mejor que el cine chatarrizado salido de las entrañas mezquinas de Hollywood. Nada es nada: la edición se cae lastimosamente apenas comenzada la película. Los actores principales han demostrado una vez más que se necesita talento para aparecer en un largometraje y el joven director Robert Eggers ha dejado constancia de una inusual incapacidad creativa.

Se trata de un filme miedoso y atolondrado, que ayuda a conciliar el sueño e invita a muchos a abandonar la sala de proyecciones, como sucedió en el complejo de Cinemex de Pabellón Altavista, en la Ciudad de México, en la función de las 18:10 del 2 de enero. La producción en general se desbarranca como las ratas del barco Démeter cuando ancla en el insignificante puerto de Wisborg, la ciudad alemana inventada por los guionistas originales que, sí, plagiaron la obra del escritor Bram Stoker, padre de Drácula y cambiaron ciertas cosas para evitar el pago de los derechos de autor que exigía Florence Balcombe, la viuda del autor. Ese plagio permitiría también llevar al teatro una adaptación de esa novela, que veinte años después de su publicación seguía en la región de lo imperceptible.

En torno a Drácula y a la primera edición del libro, impreso en 1897, apenas una entrevista concedió Stoker para olvidarse de inmediato del conde terrible y dedicarse a otros menesteres, entre ellos el de ganarse la vida atendiendo las excentricidades de su patrón, el actor Henry Irving, dueño del Lyceum Theatre pero también del tiempo y de la vida laboral del padre de Drácula. En esa entrevista, realizada por la periodista Jane Stoddard, para el British Weekly el 1 de julio de 1897, narró en apenas 896 palabras el arrobamiento de Stoker por su versión sobrenatural de Vlad Tappes, el verdadero Drácula y azote de rumanos, búlgaros y turcos, un experto empalador por cuyas manos corrió la sangre de hasta 40 mil víctimas.

– ¿Existe alguna base histórica para la leyenda?- preguntaba la periodista hace 128 años a Stoker.

– Supongo que se basó en un caso como éste. Es posible que una persona haya caído en un trance parecido a la muerte y haya sido enterrada antes de tiempo. Después el cuerpo pudo haber sido desenterrado y encontrado vivo, y de esto el horror se apoderó de la gente, y en su ignorancia imaginaron que había un vampiro por allí. Los más histéricos, por exceso de miedo, podrían caer también en trances del mismo modo y así creció la historia de que un vampiro podía esclavizar a muchos otros y hacerlos como él mismo. Incluso en las aldeas se creía que podía haber muchas criaturas de este tipo. Cuando el pánico se apoderó de la población, su único pensamiento era escapar- respondió Stoker, muy flemático y correcto.

– ¿En qué partes de Europa ha prevalecido más esta creencia?

– En ciertas partes de Estiria ha sobrevivido por más tiempo y con mayor intensidad, pero la leyenda es común a muchos países: China, Islandia, Alemania, Sajonia, Turquía, el Quersoneso, Rusia, Polonia, Italia, Francia e Inglaterra, además de todas las comunidades tártaras- señalaba el escritor, corroborando lo que el sabio benedictino Augustín Calmet recopilara en su Tratado sobre los vampiros, donde había dejado constancia de historias de vampiros humanamente caracterizados que acorralaban y agredían a sus propias familias, sobre todo en pueblos de la Europa del Este. Calmet no creía en los vampiros, pero de que los hay, los había, murmuraba entre líneas.

En 1922 al conde Orlok por fin le llegó la oportunidad para dar el salto al cine mudo, que suponía el estrellato para los actores gracias a la popularidad que habían ganado las películas, cuyos productores y directores se habían dado cuenta que los temas fantásticos y de terror eran los favoritos de aquel público sediento de las maravillas tecnológicas de la época.

La caracterización de Orlok fue encargada al camaleónico Max Schreck, nacido en Berlín, Alemania, en 1879. Aquel era un practicante del “método”, sistema de actuación que obliga a bucear por la psique de los personajes tanto como sea posible, a vivir incluso una vida impuesta por esas caracterizaciones afuera de los sets de filmación. El “método” permitió a Schreck construir casi con arcilla a Orlok, y le dio la forma de un vampiro esmirriado y largo como las sombras de los castillos rumanos, provisto de uñas y largas orejas puntiagudas, calvo y casi tan pálido como una luna llena. El estreno de ese Nosferatu de 1922, dirigido por Friedrich Wilhem Murnau, puso a todos los pelos de punta durante la hora y 34 minutos que duraba. Aquel silente temblor, aquellas garras sigilosas y la mirada que se adivinaba amarilla porque se trataba de un monstruo enfermo, le quitaron para siempre las bufonadas y lo caricaturesco al cine de terror sin que mediara una sola palabra. La presencia única de Schreck fue capaz incluso de tejer una leyenda, alentada por los productores, acerca de una naturaleza sobrenatural que se había apoderado del actor, a quien se le atribuía un aura vampírica. Nosferatu, aunque forzadamente, significa en griego “nosophoro” o lo que es lo mismo, “portador de enfermedad”. Eso era el Orlok de 1922, una cosa entre el humano y el monstruo que, en ese orden, ansiaba morir y ser amado.

Por fin un arreglo entre los herederos de Bram Stoker permitió utilizar el nombre y la historia de Drácula para el cine, tal y como el autor la había escrito. Primero Bela Lugosi, uno de los mitos creacionales del cine sonoro, se puso la capa del conde, en 1931. Dirigido por el sempiterno cineasta ebrio Tod Browning, que ya era una celebridad junto a actores como Lon Chaney, y que había conseguido filmar la mítica London After Midnight en 1927, Lugosi estableció el estereotipo del vampiro del cine de blockbuster: penetrante mirada hipnótica, impecable traje negro engalanado con una alba y aristócrata camisa; cabello engominado y un acento a todas luces húngaro le dieron al conde un olor a sepultura de alta esfera, a amenaza mortal contenida por códigos de etiqueta. A partir de entonces Drácula se multiplicó por miles y versiones de todo tipo se han presentado en cine y televisión de todo el mundo. México participó en esta vampirización fílmica de la mano del histrión Germán Robles, uno de los mejores vampiros nunca vistos, aunque también colaboró para que Drácula, el Hombre Lobo y Frankenstein se enfrentaran a puño limpio, entre llaves y jabs, contra el Santo y Blue Demon, en uno de esos giros fantásticos que en el cine siempre son posibles. 

Fue hasta 1979 que otro Nosferatu, tan determinante como la creación de Max Schreck, se apoderó de las pantallas Esta vez el rol del vampiro sería interpretado por el iracundo Klaus Kinski, que a pesar de su genialidad no pudo opacar a su coprotagonista, Isabelle Adjani porque ésta deslumbraba con la potencia de una luz entenebrada. El Nosferatu de ese año, dirigido por el maestro alemán Werner Herzog llevaba el subtítulo de “El vampiro de la noche”, o en otras traducciones «El fantasma de la noche» que lo distinguió del manoseado y exprimido conde de Stoker, y que marcaba con categoría el renacimiento de Orlok y su particular destino. La traducción al español permitió a ese Nosferatu apropiarse de los nombres de Drácula, Mina, Jonathan Harker, Val Helsing y otros, que fueron pronunciados lenta y meticulosamente por el vampiro.

Herzog no se conformó con contar una historia, porque eso hasta un youtuber puede hacerlo. El maestro alemán decidió también que la cortinilla de entrada, donde aparecen los créditos de realizadores e intérpretes, debía ser el viaje por un inframundo que insinuara las batallas perdidas contra la muerte y la podredumbre. Así que tomó sus cámaras y se fue a la ciudad de Guanajuato para meterse al museo de las momias y filmar uno por uno los rostros sin ojos, la carne endurecida de los niños y sus ropajes pegados a ellos. Retrató las piernas acartonadas escapadas a la descomposición que aún hoy sostienen los cuerpos doblados sobre sí mismos, condenados hasta que se rompan a tener las manos pegadas a las caderas y los vientres. Filmó los larguísimos dedos señalando la penumbra o la tierra y el polvo que se posan en ellos. Arrancadas a la muerte y a la entraña del panteón de Santa Paula, las momias de Guanajuato se convirtieron en eso debido a una infracción administrativa que las expulsó de su sepultura original. Como los deudos no pagaron los impuestos correspondientes, las autoridades exhumaron los cuerpos, que fueron acumulándose en aquel panteón imposible, que entonces organizó recorridos para verlas. Fue la película “Santo contra las momias de Guanajuato” que dio a aquellos cuerpos sin descanso la condición de superestrellas y por eso una avalancha de necroturistas invadió las catacumbas del cementerio, a principios de la década de los años setenta. Andrea Campos Galván, Tranquilina Ramírez, Ignacio Aguilar y el francés Remigio Leroy, entre otras momias destacadas, reciben desde entonces a la horda de visitantes que a todos nos recuerda que el infierno se encuentra aquí y no necesariamente es una hoguera de fuego eterno sino la taquilla de un museo de la muerte que funciona sin descanso de martes a domingo.

El paneo de Herzog a los rostros de las momias nos oprime desde el primer segundo y lo seguirá haciendo a lo largo de las casi dos horas en las que el director alemán despliega una poética de horror, de vacío y desesperanza impensables para el cine convencional de vampiros.

En cambio, Robert Eggers, de 41 años, y que ha dirigido películas como El faro, El hombre del norte y La bruja, decidió hacer todo mal, tanto como se lo permitió un presupuesto de 50 millones de dólares, insultante cantidad si se atraviesan las masacres de Gaza en Palestina o las tragedias de asesinatos y desapariciones en México. Para el 2 de enero, sin embargo, la recaudación en taquilla llegaba a los 51 millones de dólares a nivel mundial. Como protagonista, entre otros, está Lily-Rose Depp, cuya mayor fortaleza histriónica consiste en ser la hija de Johnny Depp y de la cantante Vanessa Paradise, que tarareaba hace unos 30 años una canción llamada “Voy en taxi”, que en México cantó Angélica Vale, la hija de Angélica María. También participó el multigalardonado Willem Dafoe, tan diminuto en la película como alguna de las 5 mil ratas que se usaron para simular la llegada de la peste a la ciudad donde morirá el vampiro. El Nosferatu de Eggers es la personificación de la salud porque su apariencia es la de un adicto al gimnasio y las anfetaminas, musculoso como el Capitán América. ¿Qué pensaría Bill Skarsgård, encargado de darle vida a Orlok, cuando vio el resultado final? Nadie podría estar de acuerdo con una película cuyo mérito mayor es la publicidad de la que se le ha rodeado. Orlok es un triturador de cuerpos que lo mismo chupa sangre que masacra niños, pero eso no es suficiente para rescatar el trabajo actoral. La película descansa en el sonido estridente y los sustos inducidos remarcados por gritos, lamentos y desgarros. El Nosferatu del siglo XXI es producto de la banalización y de la habilidad de hacer pasar la basura como arte. Apenas un paso la separa del cine de superhéroes, pero se encuentra al nivel de desperdicios multimillonarios como El conjuro o El juego del miedo. La intención de hacer de las sombras una herramienta ingeniosa quedó burdamente plasmada en el reflejo de una mano gigantesca que recorre la ciudad para causar miedo, algo que el espectador no siente porque es obligado a sumergirse en el marasmo de gritos y música al más alto volumen.

Kinski tuvo la virtud de humanizar a su Nosferatu, pero el joven Eggers hizo lo contrario. Mecánico, hijo dilecto del exceso y la exageración en ropajes y maquillajes, el Orlok del siglo XXI espanta, pero no por la imponente aunque podrida musculatura, o por la voz amplificada y enronquecida digitalmente, que masca el inglés como si fuera dacio, el idioma muerto de los primeros rumanos, sino por la caricaturización de un personaje que había sido creado con las materias más oscuras y contradictorias: el corazón, la inteligencia y el espíritu humanos.

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