23 abril, 2025

Comida y cosmos: la cocina ritual en el México indígena

Comida y cosmos: la cocina ritual en el México indígena

Ciudad de México; 18 de mayo de 2024

Stella Cuéllar: texto. Karen Colín: diseño de portada

¡Qué regalazo es leer este ensayo! No hay en él palabra que sobre. Dice bien el autor cuando señala que “somos lo que comemos”, pero yo agregaría que comemos lo que somos, comemos como vivimos, como amamos a los otros y como nos amamos a nosotros mismos. Ciertamente las culturas prehispánicas tenían una fuerte relación con los alimentos, pero lo mismo aplica en los tiempos coloniales y en nuestros ajetreados tiempos, donde esa relación quizá se ha transformado, pero no perdido. Los ritos culinarios definen a quienes los realizan, y así ha sido desde que el hombre es hombre.

Este ensayo es, en más de un sentido, un deleite. Para quienes alegramos nuestros días nublados con guisados, postres y ricuras, es un libro que resulta muy buena compañía y no nos llena de calorías. Está dividido en cuatro capítulos, más un prefacio y una introducción, e incluye también un glosario y una vasta bibliografía.

El autor, Saúl Millán, nos advierte que el volumen está destinado “a explorar los vínculos que conectan alimentos y ceremonias” y nos aclara que su “interés por la antropología alimentaria, como se ha dado en llamar en las últimas décadas, proviene más de investigaciones dirigidas a las cosmogonías indígenas que a sus procedimientos culinarios”, y esa es justamente una de las riquezas de este libro porque, como también lo señala el autor, existe un lazo de continuidad entre los seres humanos y sus alimentos; es decir, “somos lo que comemos”, pero esta continuidad aún es mucho más amplia y profunda.

En la introducción, Millán nos informa que “[…] un mito nahua advierte que los humanos ven cenizas donde los espíritus de los difuntos perciben tortillas de maíz, aun cuando unos y otros reconocen los productos del maíz como alimentos básicos de su propio repertorio culinario. Humanos, animales y espíritus parecen, en efecto, compartir la misma gastronomía basada en productos derivados del maíz, pero sus perspectivas difieren (…) La diferencia de perspectivas modifica sin embargo el estado del mundo, ya que desde el punto de vista del búho, del dueño del monte y de los habitantes del inframundo, el crepúsculo será siempre la hora del desayuno”.

Leer a Saúl Millán equivale a escucharlo en una charla entre amigos que se consienten y se acarician porque escribe como habla, con un tono armonioso pero intenso y vehemente, claro y puntual, pero también ligero y juguetón.

El primer capítulo se titula “El núcleo duro de la cocina indígena”, que, por supuesto, para Mesoamérica es el maíz. En unas cuantas páginas, Millán nos proporciona información interesantísima sobre este cereal, desde sus orígenes silvestres hasta las distintas combinaciones que ha experimentado, a veces con ceniza y otras con cal, hasta llegar a convertirse en la base de nuestra gastronomía. Saboreamos en estas páginas las tortillas y los tamales, que constituyeron

En su recorrido nos lleva por la ruta del maíz de la cocina a la gastronomía; nos habla del complejo sistema alimentario prehispánico, de la división que se hacía de los ingredientes entre “fríos” y “calientes”. No se olvida del agua y otras bebidas, tanto prehispánicas como coloniales, y aparece entonces ante nuestros ojos el yolotleztli, pero también los atoles y los dioses generosos que nutren y proveen: Tlaloc y su Tlalocan, Tlalocatecuhtli, el dios de las verduras, o Xipe Totec y Cinétéotl, que recibían como ofrendas tamales, frijoles, chía y otras semillas. En un recorrido nutritivo y embriagante, y sin soltarnos de la mano, nos lleva por los 260 días del tonalmatl, con sus trece periodos de veinte días, y también nos acerca a las 360 jornadas que se dividían en dieciocho meses de veinte días, con cinco días adicionales y nefastos. ¡Qué viaje!

En el segundo capítulo, “Sincretismos culinarios”, Millán explica los sincretismos, que no son otra cosa que una manera de guisarnos entre los humanos de distintas razas, tiempos y costumbres. Nos relata que “La cultura gastronómica que surge en México a partir del siglo xvi se elabora a la manera de un conjunto articulado que relaciona elementos de dos culturas que habían permanecido hasta entonces distantes”. Y es que a la llegada de los españoles a México-Tenochtitlan, tanto la comida indígena como la europea experimentaron cambios trascendentales. No se trató de una sustitución de una por otra, sino de una mezcla, de una integración hasta confundirse, del mismo modo que ocurrió con las personas.

Foto: Miguel Alvarado.

Esta integración modificó también el paisaje. Aparecieron enormes sembradíos de trigo. Llegó también, por supuesto, la cocina conventual con todas sus exquisiteces y las cocinas se llenaron de comales, cazos y sartenes, pero ahí estaban también los metates, los comales y molcajetes, que aún persisten en cocinas, sobre todo rurales e indígenas.

En este capítulo degustamos el mole, los bizcochos, una variedad de galletas de naranja y, por supuesto, los alfeñiques, las empanadas y los caramelos.

Casi sin darnos cuenta llegamos al capítulo 3, “Cocina indígena y vida ceremonial”. Ahí, Saúl Millán nos habla de la preparación de la comida ceremonial, de sus ingredientes, de cómo las personas mayores son las que reciben las mejores piezas de las gallinas, cerdos o guajolotes con la que se prepara.

Aprendemos que las jerarquías no sólo aplican a los comensales, sino también a las aves que servirán de base para ciertos manjares. No todas son alimentadas de la misma forma, porque no recibirán un mismo destino.

Nos recuerda que, en las concepciones indígenas sobre la muerte, las almas de los difuntos tienen permiso de retornar para compartir los alimentos con sus familiares en el Día de Muertos, creencia arraigada en todo México. Y, ciertamente, uno de los principales motivos de la celebración son las ofrendas alimentarias que se ofrecen a los difuntos que nos visitan esa noche entrañable.

Nos dice el autor: “En las concepciones indígenas, en efecto, el consumo de alimentos no sólo define las diferencias corporales que distinguen a los seres del universo, sino también promueve una identificación ontológica entre seres originalmente heterogéneos”.

Y nos explica también que “Las conexiones entre el cuerpo y el alimento promueven que las ofrendas alimenticias se elaboren generalmente en referencia a la fisonomía corporal”.

Asimismo, se ocupa de la relación de la cocina y el cosmos. Entonces nos explica que en la concepción de los nahuas de la Sierra el comal es considerado la superficie de la Tierra, mientras las piedras que lo sostienen son designadas con los nombres católicos de la Santísima Trinidad, el fuego del fogón es el Sol de un mundo subterráneo, el Tlalocan, donde habitan los señores del inframundo.

El cuarto capítulo explora la “La alianza alimenticia”, y se nos revela lo que ignoramos de los nahuas contemporáneos, la relación entre hombres y animales, que comparten su sustancia inmaterial, aunque sean diferentes en lo corpóreo. Por lo mismo, existe un inmenso respeto por los animales y la comensalidad se convierte en el “lenguaje privilegiado de la alianza”.

Millán dice que “la narrativa de los nahuas contemporáneos sugiere la idea de que los muertos, las divinidades y ciertos personajes humanos pueden adoptar una forma animal. Unidos a esas figuras prehispánicas que confunden el rostro del hombre con el del animal, se encuentran los testimonios de numerosos relatos que aluden a una metamorfosis corporal, cuyo paradigma más antiguo son aquellos ‘brujos de los cuales se cree que se transforman en animales’, como afirmaba Torquemada”.

¡Qué regalazo es leer este ensayo! No hay en él palabra que sobre. Dice bien el autor cuando señala que “somos lo que comemos”, pero yo agregaría que comemos lo que somos, comemos como vivimos, como amamos a los otros y como nos amamos a nosotros mismos. Ciertamente las culturas prehispánicas tenían una fuerte relación con los alimentos, pero lo mismo aplica en los tiempos coloniales y en nuestros ajetreados tiempos, donde esa relación quizá se ha transformado, pero no perdido. Los ritos culinarios definen a quienes los realizan, y así ha sido desde que el hombre es hombre.

La diversidad prehispánica de alimentos y utensilios es tan grande como la colonial, o la de las distintas etapas de nuestra historia. En el terreno personal, este ensayo me hizo rememorar que la cocina fue un lugar privilegiado en la casa de mis padres. No porque mi madre cocinara bien, sino más por lo contrario. Desde que entrábamos a la secundaria, cuando teníamos once o doce años, nos hacía a mis dos hermanas y a mí que cocináramos una semana a cada una, para que aprendiéramos a hacerlo y de este modo encontráramos otra manera de expresar y compartir lo que sentíamos. Todas las tardes guisábamos lo que comería al día siguiente la enorme tropa que éramos. Las visitas de las amigas, de los amigos o novios tenían lugar en la cocina. Los resultados fueron mejorando conforme fuimos creciendo y siendo más hábiles. Es decir, conforme pudimos expresarnos mejor.

Foto: Miguel Alvarado.

Hay guisos que marcan festejos. Por ejemplo, en las bodas de mis primas no podía faltar el ensoletado de vainilla y almendras. En los festejos de cumpleaños de mi madre siempre había pulpos en vino tinto y en Navidad siempre hubo el pan de dátil y nuez, aunque ella ya no esté.

En Alvarado, cuando nos recibe la familia, no faltan nunca las migas, las empanadas de guayaba, ni tampoco los mojitos de cacahuate o las cocadas. Y ciertamente no hay velorio sin tamales.

Los chiles en nogada anuncian que se acercan las fiestas patrias, y qué decir de los escamoles en mantequilla que también hacen lo propio.

Sí, es verdad, somos lo que comemos, pero eso que comemos define también lo que somos y cómo vivimos. Para mí también es importantísimo cómo comemos eso que comemos. En fin, este ensayo de Saúl Millán es un menú perfecto, balanceado y rico en nutrientes; es sabroso y nos invita a una charla en la que no falten los chapulines, los huauxontles, unos mixotes o quizá un pipián, todo acompañado de una salsa molcajeteada, unos nopales asados o un queso asado en comal.

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