19 abril, 2024

«Al comienzo y al final soy una mujer furiosa»

«Al comienzo y al final soy una mujer furiosa»

Helen Fernández: texto. Brenda Cano: diseño. Atziri Carranza, Isabel Medel, Jessica Paola, Joss Garduño, Lucrecia Raseto, Guadalupe Chávez, Jimena Ávila y Yat González: imágenes/ Escuela de Fotografía Lumière

Toluca, México; 9 de abril de 2022

El lenguaje se va por varias vías. Las mujeres que han tomado las fotografías de este ensayo son Atziri Carranza, Isabel Medel, Jessica Paola, Joss Garduño, Lucrecia Raseto, Guadalupe Chávez, Jimena Ávila y Yat González, quienes salieron a las calles de Toluca el 8 de marzo de 2022 para exigir y protestar por el genocidio que en México se comete en contra de las mujeres. En el Estado de México, al menos asesinan a una cada tres días y en México diez son ejecutadas diariamente. El texto que Helen Fernández ha escrito para ilustrar las fotos pasa revista a varios años encerrada, sin posibilidades de revelarse, de hacer algo más que estar ahí, sujeta a un destino que no era el suyo.

De cuando en cuando las calles se pueblan de fantasmas. Cada esquina es un muerto, una posible víctima de los hijos que no nos quieren, que juegan a la hipoteca de la sangre, a los gritos de madres discapacitadas que miro allí, paradas a las cuatro de la noche cuando paso a 200 kilómetros por hora cada vez, cada gota de agua calcinada.

Esto es lo tuyo, no lo mío y lo miro indecisa desde la distancia fortalecida de silencio, del engaño que está en todos los partes de una guerra que ya se desborda, que se me escapa y quema como una gota de café derramada voluntariamente.

Me parece que aquí sentada, abrigada en la penumbra de la casa, las decisiones trascendentales deberían ser tomadas. He cerrado las llaves del gas y el agua, tomé las debidas precauciones detrás de un torrente de Bach. De pronto supe que no quiero vivir contigo, como hace 12 años me propusiste.

II

Abrimos la tienda. Muchas plantas, muchas flores, ninguna ganancia pero un deseo profundo de redecorar todo, de sacar la basura y lo inservible al sol para que se deshaga tranquilamente, mientras el calor y la lluvia ahuyentan clientes. Es una tienda para observarse, para no vender de la pura envidia.

Es el sabor a tierra y polvo que había debajo de la cama, de las colchas azules de tela barata que simulaban el tul. Noto incluso la ausencia de mi temblor, isquémico, más o menos silencioso.

Foto: Atziri Carranza.

Una larga luna espera paciente al final del asfalto. Hace frío.

Cerca de allí algunos juegan con balas y de vez en cuando son arrojados a la cuneta.

No encuentro razones para no morir luego de pasar las casas dormidas o la montaña que se las come. Me entretengo en la inutilidad de esta vida, me preocupo y amo

trabajo

odio

y creo que todo saldrá bien.

Los autos me despeinan. Arrojan arena suficiente para llenarme los ojos y mi sombra pisa el camino.

Al punto me desdoblo. Viene el llanto, la crisis y me río en este cauce de piedras.

Mi papel en esta vida es recibir la tinta, estirarme.

Pisar la hojarasca.

Los gatos por la mañana jugaron conmigo. La ventana estaba abierta, hacía calor y los peces, idiotas magos dorados, chascaban su alimento en la superficie.

No entiendo cómo se curvan las manos, por qué miras y callas con las palabras correctas y salvas la parte atroz que te corresponde.

¿Qué podemos justificar que no sea una danza de luciérnagas, este cansancio animal, la mañana lluviosa dibujada meticulosamente?
El día transcurre entre pequeñas revelaciones, huellas de gato en el parabrisas, el viento tirante, envenenado.
Palabras más o menos, hoy tengo que conseguir 20 mil pesos, sonreír estúpidamente hasta la hora de la salida. Allá, más allá de esta puertita ridícula pero inocente la carretera debe llevar a algún lado.

Foto: Isabel Medel.
Foto: Yat González.

La carta de la muerte juega su propio tarot. Decora mazos, golpea la entraña de esta mesa sin lugar, sin casa, sin platos hasta conseguir la hueca resonancia de la suerte debajo. Una maraña de voces y vueltas sacude a veces el aire, este pedazo de campo siempreverde donde uno elige la vista, el descanso, su propio desasosiego. Luego cerré puertas y ventanas y me fui a dormir con una opresión en el cuello, justo allí donde se colocan los tornillos, donde sobra una tuerca.

Había veces, por ejemplo, que miraba mis manos, la cara. De pronto éramos piedras con una historia que no podíamos embellecer por más que lo intentáramos. Aquellos ojos, inservibles a medias, aquella lengua saltarina y vivaz eran el mundo del aquí y ahora como una pasarela. Y me extendió su mano, donde guardaba un gran trozo de decepciones

Foto: Jessica Paola.

Este año tampoco hice nada. Me dediqué a aguantar. También me di cuenta de lo nada que me interesa y cómo, poco a poco, las imágenes recuperan su antigua relevancia, aunque tal vez demasiado tarde. Aprovecho las tardes para revisarlas y recriminarme tanto tiempo perdido con una voz que se esconde detrás de mí. De todas formas me digo que así está bien, que no importa demasiado. Mientras, lees tus cuentos más queridos imaginando que vienes, que voy, que subimos, que bajamos y que tenemos una vida, quién sabe para qué.

Me columpiaba una y otra vez, proyectada hacia el cielo. Mis manos agarraban las cadenas y se pegaban a ellas, empapadas de mi propio olor. De pronto todo era azul, como las paredes de mi cuarto y aprendía con el mundo de cabeza formas y números.

Pero todo esto ya estaba nombrado. Había sonidos para todo, el canto de los pájaros, la brisa entre mi pelo, los vestidos de los domingos y los juegos a solas, encerrada debajo de la cama con una caja de crayolas y hojas desperdigadas.

Foto: Joss Garduño.

La primera vez, camino del columpio, me atreví a correr por ese camino para esconderme de mi padre. Alcancé la vereda y la vuelta que me perdían de vista. Descubrí que podía destruir con sólo palmotear el significado de las cosas. Mi padre o mi madre, no recuerdo bien, llegaría pronto a donde estaba parada. Yo debía esconderme, ése era el juego y que me buscaran como pudieran. Así que eché a correr a los arbustos cercanos y me recargué en un tronco.

La sensación rugosa traspasó la blusa y mi cuerpo caliente se repegó más a la superficie café. Cavé con las uñas un canal y me llevé a la boca la madera desprendida. Mis brazos me dejaron con la cara pegada al tronco, lamiéndolo. Hubiera seguido así, hasta sangrarme la lengua, pero mi madre o mi padre llegó a mi lado.

Foto: Lucrecia Raseto.

“Deja de abrazar al árbol y vámonos a los columpios, hoy está haciendo sol, hay que aprovecharlo ahora que no quema tanto”.

Entonces uno odiaba la manzana, el plato de sopa y bastaba esconderse debajo de la mesa por unas horas para que el enojo se disipara.

Uno salía de entre sillas y manteles y se encontraba con la hora del sueño, el día siguiente.

Hoy es lo mismo, pero con lágrimas.

Foto: Guadalupe Chávez.

La manzana se quedó allí, junto a la lámpara en la mesa de noche. Luego caerá, seguramente, cuando alguien llegue y golpee el mueble. Nadie la buscará y el polvo y las hormigas se ocuparán de ella. Una podrá comprar otras manzanas y repetir todo desde el principio. Luego descubrí que lo mismo pasaba con mis manos, los brazos, las piernas que prometían demasiado y terminaron por no crecer o por irse hacia adentro, como remontándose en los caminos.

Al comienzo y al final soy una mujer furiosa.

Pero de todas maneras reconozco mi espacio, envuelta en una manta o solo, así, en mitad de la noche, reflejada en vastos destellos de negrura. Me falta la pintura, trazar al menos y distraigo mi hambre mirando películas o peleando porque sí, porque ni siquiera tengo angustia. He perdido el impulso original y ahora sueño que juego con mis hermanos en aquel parque donde modelaba gigantescas obras maestras. Todavía siento temblar mis piernas al pensar en el rocío de las nubes airadas. Claro, esto nunca lo digo, no estoy dispuesta a aceptar que ya no puedo moverme.

Luego llueve, como ha llovido en los últimos días. A veces está prohibido respirar. Siempre se castiga mirar para arriba.

Foto: Ximena Arias.

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