Guadalupe Sarahí Chávez Camacho/ Escuela Superior de Fotografía Lumière
Diseño/ Brenda Cano.
Toluca, México; 7 de agosto de 2021.
Reunirse con los niños del vecindario para correr, saltar, caerse y seguir jugando con las rodillas raspadas, mojarse y reír a carcajadas, probar las papas picantes que los adultos prohibieron, un nuevo sabor de helado o ese chocolate que anunciaron en la televisión… son esos los momentos que marcan la etapa de la infancia. Pero, ¿qué pasa cuando esas pequeñas alegrías se ven irrumpidas por alguna enfermedad crónica?
Pasar de correr todo el día a estar postrado en una cama sin poder moverse mientras se le rodea por miradas de lástima, y no tener siquiera una pista de cuál es la causa, es algo que nadie espera que le pase a un niño.

Ya sea por herencia genética, falta de dinero, por temas ambientales o negligencia médica, cualquiera que sea el detonante, la enfermedad que resulta de ello es un hecho que marca un antes y un después en la vida del niño y de quienes le rodean. Incluso una gripe mal cuidada puede complicarse y poner una vida en gran riesgo.
Apenas comienzan los síntomas, la rutina debe transformarse: los juegos paran y la dieta tiene que modificarse, las horas de la comida pasan a ser las horas de la medicina. Todo eso mientras se espera una respuesta certera al “doctor, dígame, ¿qué es lo que tiene?”. Esto continúa día tras día, médico tras médico, receta tras receta… todo para recibir un papel más, impreso con un frío “proceso viral no identificado” y una suspensión al tratamiento en curso.

Obtener por fin un diagnóstico acertado trae consigo una nueva esperanza, después de pasar por un sinfín de pinchazos para estudios médicos, sueros intravenosos e inyecciones en diversas partes del cuerpo, de probar con incontables medicamentos y tratamientos, entre tradicionales y alternativos. Poder darle un nombre a ese padecimiento y buscar una cura adecuada, es un gran triunfo que da pauta a un nuevo comienzo. Tal vez las cantidades de medicaciones y terapias no cambien mucho, pero ahora se sabe en el camino correcto.

Años de tratamiento contra una enfermedad crónica dejan huella. Las consecuencias de ese largo recorrido van desde cambios en los hábitos alimenticios hasta secuelas fisiológicas, como algunos malestares respiratorios o cardiacos. Puede que queden grandes marcas en la piel, que dejen saber los padecimientos que tuvo ese cuerpo, o puede que no haya quedado nada visible a simple vista. En cualquier caso, los rastros emocionales estarán ahí presentes, recordando siempre los grandes procesos que se han vivido y los obstáculos que se han superado.





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