Miguel Alvarado
Toluca, México; 17 de febrero de 2021.
Una de las conclusiones a las que llegó la extinta Procuraduría General de la República, y que se encuentra en la página 298 del Tomo 35 del expediente A.P. PGR/SEIDO/UEIDMS/439/2014, dice que con los estudiantes de Ayotzinapa que cruzaban la ciudad de Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014, “iban mimetizados miembros integrantes del cártel antagónico de los ‘Guerreros Unidos’ siendo estos «Los Rojos»; sin que hasta el día de la data se tenga conocimiento de su paradero, paradero que posiblemente se ignore, pues al parecer fueron quemados hasta su total calcinación, por lo que posiblemente si se llegara a encontrar dichos restos, sea imposible identificarlos”. Así pues, desde noviembre de 2014 la PGR tenía la certeza de que los normalistas de la escuela Raúl Isidro Burgos habían sido infiltrados por tiradores de los Rojos y que por eso los Guerreros Unidos habían disparado de manera indiscriminada en contra de los que no reconocieran. Pero nadie supo reconocer este hilo que borda la desaparición de los 43 normalistas esa noche por dos razones: la primera, que la PGR centró el caso en la hoguera gigante de Cocula y en la incineración de los estudiantes ahí. Y la segunda es que, fuera de las autoridades, nadie leyó el expediente completo que la PGR había armado.
A mediados de 2020, las investigaciones de la nueva Fiscalía General de la República habían retomado esos trozos en los antiguos expedientes, pero además el gobierno de México había descalificado lo realizado por la administración de Enrique Peña Nieto. Sin embargo, para sus propias indagatorias, se retomó lo que la PGR ya tenía. Y lo que tenía era la historia de la infiltración de los Rojos en la ciudad de Iguala, así como la ejecución de parte de los normalistas en algún lugar de la colonia Pueblo Viejo, a las afueras de Iguala. En esos expedientes también estaba integrado que algunos de los jóvenes habían sido enterrados en el cerro aledaño, muy cerca del rancho del Gildardo López Astudillo, El Gil, quien fue liberado en 2019 porque las pruebas en su contra no fueron suficientes para probar los delitos de los que estaba acusado, sobre todo el de secuestro.
La verdad es que la FGR lo liberó porque comenzó a cooperar como testigo protegido con las autoridades y relató una historia de primera mano que involucró de lleno al ejército en el homicidio de los jóvenes. Él y otros más dieron a las investigaciones otras luces, pero tampoco dijeron todo. Por eso, la reconstrucción de aquellos hechos y su publicación resulta primordial. Así, el 26 de septiembre de 2014 “los integrantes de la sociedad criminal Guerreros Unidos, de manera equívoca creyeron que en los autobuses donde viajaban los estudiantes normalistas de Ayotzinapan, viajaba gente infiltrada perteneciente al cartel de Los Rojos, lo que generó la alerta de su grupo rival Guerreros Unidos, por tal motivo ante tal amenaza en territorio controlado en su totalidad este último cartel citado, generó la movilización de toda su estructura criminal que opera en el Municipio de Iguala, desde halcones hasta el líder máximo, haciéndose valer incluso del personal de seguridad pública del Municipio de Iguala”, señala la investigación de la PGR.
Esa misma versión también dice que los Rojos iban directo a matar a los Peques, la banda de criminales que controlaba el trasiego y venta de droga en Iguala. Y que habían conseguido llegar a la casa de uno de ellos para rifarse las vidas de todos a balazos. Al final ganaron los que más soldados tuvieron y por eso los Peques pudieron contarla, participar por la noche en la desaparición y ejecución de los 43 normalistas de Ayotzinapa y después aguantar hasta que fueron cercados por las investigaciones de la PGR.
De todas maneras, en Iguala todos sabían dónde vivían los Peques, en realidad los hermanos Benítez Palacios, a quienes todos temían, y no en balde. La PGR tenía sus direcciones por lo menos desde 2013, cuando investigaba el asesinato del primer síndico de Iguala, Justino Carvajal Salgado, sobrino del actual candidato de Morena a la gubernatura de Guerrero, un tal Félix Salgado Macedonio, acusado de violación.
Orbelín Benítez vivía en la colonia Genaro Vázquez, en la calle Valentín número cuatro, en una casa amarilla de dos pisos, frente al paradero de las combis, al poniente de la ciudad. Otro de ellos, Tilo, mantenía su domicilio en la calle de Hidalgo, enfrente la peluquería Génesis, en la colonia Juan Álvarez; uno más, Osiel, vivía en la calle Revolución 46, en la colonia Juan Álvarez y otros dos estaban atrás del rastro municipal, pegando con la Comisaría Ejidal.
Y así.
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A la inmensa mayoría de los detenidos por la PGR y la Marina relacionados con la desaparición de los 43 de Ayotzinapa les encontraban paquetitos de mariguana y entre más los registraban más droga aparecía. Siempre les marcaban el alto porque caminaban “en actitud sospechosa” y porque alguien los había denunciado, pero nunca precisaron los motivos de las delaciones. Eso le pasó a casi todos, y también le sucedió a Ramiro Ocampo Pineda, a quien le decían El Chango.
La noche del 26 de septiembre de 2014 hablaron a su celular funcionarios del gobierno de Ángel Aguirre para saber lo que estaba pasando en Iguala con los normalistas de Ayotzinapa, pero también para darle algunas instrucciones. Si Pineda perteneciera al gobierno, sería un procedimiento normal, pero como en realidad era parte de los Guerreros Unidos, se convirtió en un elemento que por lo menos evidenciaba las relaciones de trabajo entre el Estado y el crimen organizado de Guerrero.
Esa noche al Chango también le hablaron sicarios y halcones dándole y pidiéndole instrucciones, y fue tanto su protagonismo que la PGR lo confundió, o eso dijo, con Caminante, el hombre clave que se había encargado de coordinar las operaciones de Iguala. Al Chango lo dotó de un poder que nunca tuvo, y aunque era un narco destacado en el escalafón de los Guerreros Unidos, tampoco era tanto como para controlar al ejército y a las policías federal, estatal y municipales que se movilizaron esa fecha.
En fin.
El 9 de octubre de 2014 la Marina le marcó el alto cerca del hotel Las Brisas, en Iguala, cuando iba en compañía de una mujer por la calle de Vicente Guerrero. Según los marinos, el Chango llevaba una maleta azul que arrojó al piso en cuanto los vio. Ya no pudo echar a correr y ahí mismo lo detuvieron. Abrieron la maleta y en ella había dos envoltorios de hierba seca, que determinaron era mariguana. También había una granada que los marinos describen como “de guerra”. La mujer que acompañaba al Chango dijo llamarse Rosario Manuel Borja y en su bolso llevaba 2 mil pesos y un celular. Ella, más que sorprendida, se puso furiosa con el Chango. La joven trabajaba la vinatería El Dólar y se encargaba de las chelas y las botellas, allá en la calle de Hidalgo, en la colonia Juan. N Álvarez. Vendiendo cigarros, jugos y otras cosas fue que conoció al Chango, quien de entrada le dijo que se llamaba Ramiro, cuando le pedía que le alcanzara los Marlboros o los Camel. La verdad es que El Chango le dijo desde el principio que era halcón al servicio de sicarios y eso lo pudo verificar ella cuando escuchaba las llamadas que recibía aquel. Sabía que andaba tirando información de los movimientos del ejército y que se movía en una moto azul Yamaha, y que cada vez que alguien le hablaba, usualmente el Chango decía que andaba pendiente con los verdes. Él y otros halcones eran temerarios o de plano tenían algún tipo de protección de parte de los militares, porque los seguían como si nada por las calles de Iguala y los vigilaban sin que nadie los advirtiera cuando se detenían por alguna razón. Si una chica que vende cigarros se percató de lo que hacían los halcones, los verdes también debieron hacerlo, pero los dejaron pasar.
Ya detenida, Rosario negó cualquier relación con El Chango y para salvarse dijo que andaba con él porque la dejaba entrar gratis a los jaripeos, porque era el encargado de llevar los toros.
Pasaba gratis, junto con sus hermanas y sus primas, “y aunque no lo viera, no me importaba, pues él era muy codo y nunca invitó nada. Pero bueno, logré apreciar que él en el jaripeo era el que abría la puerta a los toretes y pues eso era lo único bueno que hacía”.
No es cierto que somos novios, dijo ella al final.
El Chango comenzó en el jale como todos. Un amigo lo llevó a un lugar en donde se reunían algunos sicarios y le ofreció chamba como mandadero. Luego de tres años llevando aguas, papas y refrescos, Víctor Hugo Benítez Palacios, el Tilo, le dijo que dejara de hacerse guaje y que mejor se comprometiera bien con los Guerreros Unidos, y que si aceptaba ganaría 7 mil 500 pesos mensuales y sería el jefe de halcones de un sector de la ciudad. Como iba a tener salario y además poder sobre 20 pelados, El Chango a la primera dijo que sí.
El Chango cobraba en sus inicios apenas mil 500 pesos. Fue tenaz y aguantó desde el principio, y eso le valió para acomodarse como caporal del Tilo en el rancho de Los Naranjos. Por eso sabía que ahí se guardaba la artillería de los sicarios de Iguala. Hasta allí llevó a los marinos, que observaron de lejos como encandilados, mientras anotaban las coordenadas en busca de una mejor ocasión para entrar a revisar.
El Chango terminó por ser parte importante del engranaje sicario de Iguala. Culpó enseguida a otro sicario, el Chuky, de dar la orden de matar a los normalistas y él mismo dijo que había participado en esas ejecuciones. Dijo que ya sabía que no la iba a librar y por eso les dio a los marinos la ubicación de una fosa en la que según él se encontraban los restos del comandante de la policía local, Abraham Aguilar García, al que se reportaba como desaparecido desde hacía tiempo. Fueron al lugar y ya en el sitio el Chango señaló una fosa llena de agua pútrida y maloliente, en la que se supone estaba el cuerpo del comandante. Los marinos no se atrevieron a explorar aquella tumba líquida y mejor se dedicaron a interrogarlo. En ese entonces el Chango tenía 25 años y explicó que a los normalistas se los llevaron los sicarios de los Guerreros Unidos al rumbo de la colonia Pueblo Viejo, después de que la policía de Iguala se los entregara. Las balaceras en esa ciudad contra los estudiantes se desataron, dijo el Chango, porque entre los normalistas iban pistoleros de los Rojos, y por eso fue que los detuvieron de esa manera. Allá en Pueblo Viejo los enterraron en un cerro, en un punto muy cercano al rancho de Gildardo López Astudillo. Luego precisó que el rancho se llamaba El Naranjo y al monte le decían Cerro Gordo. En ese lugar, para noviembre de 2014, la PGR había encontrado los restos de siete personas, en los parajes de La Laguna y La Joya, y también había dado con la fosa en donde se suponía podría estar el cuerpo del comandante Abraham Alemán García, ex director operativo de la Policía Preventiva Municipal de Iguala, a quien desde el 2011 se le vinculaba como miembro de la Familia Michoacana. Esto se supo porque una tarde sicarios acomedidos fueron a arrojar los rostros desollados de dos personas a las instalaciones de la antigua Procuraduría estatal, y con esos rostros iba un narcomensaje que amenazaba al entonces procurador Alberto López Rosas. Los cuerpos de esos desollados quedaron tirados en un crucero de Xoxomulco, por el rumbo de Tepecoacuilco, pero las caras arrancadas le hablaron al funcionario en el idioma de los condenados a muerte. Además, había un video en el que un hombre leía un mensaje, amenazado por otros: “señor procurador, mi nombre es Priscilano Méndez Aguilar, nueve meses estuve trabajando para la Policía Ministerial, de los cuales cuatro meses estuve en la guardia, cinco meses me mandaron con el comandante Humberto, el cual me dijo que me iba a contratar para que yo formara parte de la Familia Michoacana, me iba a pagar un poquito más y que de ahí nos íbamos a ir a la ciudad de Iguala, que él solo me iba a decir las órdenes para que las llevara a cabo, que él tenía muchos conocidos, incluso un director de Seguridad Pública que se llama Abraham Alemán García, el cual está vinculado con la Familia Michoacana. […] señor procurador, licenciado Alberto López Rosas, le pido por favor que no apoye más al señor Humberto Velásquez Delgado, alias El Guacho, usted sabe que anda con la Familia Michoacana. Saúl Cota, Vicente Salvador González, Arturo Ocampo Blas, Abraham Alemán García, director de Seguridad Pública, tienen 24 horas pa’ que se den de baja o no sigan apoyando a la Familia Michoacana o les va a pasar lo mismo que a mí”.
Y así era.
En las subtramas criminales que arrojan las investigaciones por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, el fantasma del comandante Alemán aparece fugaz porque fue enterrado en la misma zona en la que el Chango aseguró que estaban los normalistas. Alemán fue director operativo de la policía municipal de Iguala y fue levantado el 10 de mayo de 2013, junto con dos de sus escoltas. El policía era parte activa de la narcoguerra que azota a Guerrero hasta hoy, y como director de la policía del violento municipio de Tecpan, estuvo involucrado en enfrentamientos contra narcos desde 2002, como la de Coyuquilla Norte, en marzo de 2002, en la que murió uno de sus agentes. Alemán y sus acompañantes son parte de una lista enorme de policías ejecutados y desaparecidos en Guerrero por razones atribuibles al crimen organizado. Iguala es la tumba de muchos de ellos.
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La noche del 26 de septiembre de 2014, Hermenegildo Morales Cortés, agente del Ministerio Público, circulaba por la carretera de Mezcala hacia Iguala la noche del 26 de septiembre, para dirigirse a su casa, cuando vio que una camioneta, que no pudo distinguir si se trataba de una Ford Explorer o de una Nissan X-Trail, obstaculizaba el camino. Para evitar chocar contra el vehículo, el agente maniobró para esquivarlos, pero un grupo de diez o quince personas armadas, vestidas de civil, que portaban pasamontañas, comenzaron a dispararle y a seguirlo. El funcionario tuvo que detener su auto más adelante, cerca de una talachera, donde sus agresores, lo bajaron de su auto, mientras lo apuntaban con rifles AK-47.
–Si levantas la cabeza te doy un balazo –le dijo uno de ellos.
En eso estaban cuando el celular de uno de los gatilleros sonó, y quien lo portaba atendió la llamada.
Le avisaban que la policía estaba cerca, por lo que a gritos alertó a sus compañeros. Todos subieron a sus camionetas y escaparon, tomando el camino que conduce a la mina y al pueblo de Carrizalillo. La luz de la torreta de una patrulla estatal pintó de rojo y azul la huida de los sicarios, pero los polis no hicieron nada por seguirlos.
Fue hasta que los agresores se fueron que el agente Hermenegildo Morales se percató de que una bala le había atravesado una pierna y que sangraba profusamente. También notó que en la talachería había más personas, que los mismos sicarios habían bajado de sus autos y las tenían retenidas. Cuando Morales hizo su declaración ministerial, supo que quienes lo habían herido eran liderados por El Pechugas, un miembro de los Guerreros Unidos.
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Los Rojos, Los Ardillos y el CIDA se destazan en el corredor de Tixtla y Acapulco unos a otros y los crímenes cometidos son cada vez más atroces. Los sicarios usan las redes sociales como plataformas de difusión masiva para darlos a conocer. Fotografías y videos de ejecuciones inundan, al día de hoy. el puerto. Los ajusticiamientos son la expresión de una necesidad de audiencia para la brutalidad guerrerense y del colapso de una parte de la estructura social.
El éxito de los asesinatos trasmitidos, muchas veces en tiempo real, está garantizado, y desde una especie de firma de autor que distingue el trabajo de cada asesino, se logra imponer la premisa de que los homicidios no tienen por qué ser ocultados: finalmente nadie puede hacer nada ante un orden construido en la impunidad. Desde internet se difunden entonces escenas de salvajes operaciones quirúrgicas, en las que personas cautivas son tasajeadas como reses para extraerles, a mano limpia, el corazón y otros órganos como ejemplo de que ningún exceso es suficiente.
– ¡Esta vez se pasaron! –decían los reporteros que cubrían la nota roja de Acapulco, el 2 de octubre del 2017. Alrededor de las cuatro de la mañana, aún se escuchaban disparos en el puerto cuando la policía halló las extremidades que le fueron arrancadas a un hombre, en la esquina de Insurgentes y Rayón. Fueron usadas por sus asesinos para levantar un altar de carne que pretendió sostener la cabeza desprendida de quien después fue identificado como José Alberto Trujillo, un vendedor de pan de 32 años, que fue levantado por un comando por liarse a golpes con uno de sus vecinos.
Apenas comenzaba el día y ya era obvio que sería uno particularmente violento, y los cuerpos de otros cuatro muertos terminarían por confirmarlo. La ciudad cumplía rápidamente su cuota de sangre al tiempo que playas y establecimientos comerciales se vaciaban, sin remedio, del turismo vital. Los cuerpos obligan a los acapulqueños a mirar la muerte de frente y entender que no es necesario involucrarse con criminales o pertenecer a organizaciones incómodas para que alguien les quite la vida.
La carnicería que en 2017 sucedía en Acapulco tenía un rasgo más profundo porque el puerto estaba tomado por militares y fuerzas especiales de seguridad, que lo patrullaban a toda hora, pese a lo cual, o quizá por eso, la violencia se impuso.
A José Alberto Trujillo, el panadero, le fue arrancado el rostro en una sola pieza. Se lo quitaron con bisturí, usando la técnica de corte en forma de gota. “Así van a quedar”, escribieron en una cartulina los homicidas del acapulqueño ese 2 de octubre del 2017, cuando abrieron su vientre y arrancaron intestinos y vísceras y con ellos formaron dos palabras: “El Mentado”, una rúbrica al calce de aquella postal desgarradora.
Que alguien filme y después disperse por internet ejecuciones y asesinatos ha sido una práctica de grupos que gobiernos como los de Estados Unidos, Israel y sus aliados consideran terrorismo. El narco mexicano y los grupos paramilitares de Guerrero hacen lo mismo. También se volvieron parte del consumo habitual de la violencia en México los enfrentamientos de las autodefensas y las balaceras en las que participan soldados y marinos. Es un arma publicitaria al alcance de quien la necesite.