25 enero, 2025

Una historia de fantasmas

Una historia de fantasmas

Miguel Alvarado 

Toluca, México, a 11 de julio de 2021 

Vivía en una casa encantada y todas las noches llegaba el viento para arremolinarse en las raíces de la parota del patio, un árbol de treinta metros que había crecido desasosegado y le daba sombra a aquella sucesión de rincones embrujados. Porque en las noches, los ruidos que uno no escuchaba cuando había luz se convertían en presencias casi humanas que habitaban los cuartos y salían a los pasillos murmurando cosas, y cuyo siseo se arrastraba por las losas y las escaleras, en la oscuridad inaudita que a veces eran los ojos del otro, cuando ese otro estaba ahí. 

No, no había nadie más en la casona que también era el curato en el pueblo de Huetamo, que ya era áspero y violento antes de que llegaran los narcos desde el norte y desplazaran a los sembradores locales de mota que, aunque fuera de la ley, no eran lo brutales que los invasores serían. Eso, en la década de los noventas, cuando se podía hablar con ellos, fumar y tomar porque ellos eran parte de los habitantes del pueblo, allá en el innombrable Triángulo de la Brecha michoacano, que vivía los días a 45 grados centígrados con el corazón confundido por las penas o el amor. 

La casa parroquial era una mole incrustada en lo alto del pueblo y todavía debe serlo, pues esas cosas no cambian, porque si lo hicieran una parte de aquello desaparecería, pues así son los objetos centenarios y su memoria. Las piedras de Huetamo eran los recipientes de una ausencia cósmica, de un vacío que desbordaba la necesidad de estar acompañados incluso cuando el ánimo estaba repleto. 

Una de las fachadas de aquella casa afantasmada de la Parroquia de San Juan colinda con la calle de Tariácuri, una brecha empinada y caliente. Ahí se asoman los ventanales que uno abría para que entrara el aire apenas tibio de las seis de la tarde, de las once de la noche, de la hora de las brujas que no era otra que el momento en que las cuijas callaban porque el viento se arrastraba levantando el polvo en las habitaciones desiertas. 

En la calle de Tariácuri se pone el tianguis –ya no recuerdo el día en que todos llegaban, la noche anterior o la madrugada, para armar los tendajones y poner las bancas y las sillas para el comedor de los uchepos. También llevaban iguanas vivas que sacaban de cajas y costales, porque muchos se bebían su sangre. Las degollaban para que los clientes succionaran, de la garganta herida del animal, aquel coágulo casi negro que se derramaba. Otros, menos ansiosos, la tomaban de vasos o recipientes que recogían la ardiente entraña de los sauros que palpitaban sin querer como si todos ellos compartieran el mismo corazón. La sangre derramada manchaba la calle, que se iba oscureciendo con los olores de los vivos y los muertos hasta que llegaba la hora de irse. Entonces se recogían los alijos y los animales, y la calle quedaba desierta, quemándose de sol aunque fuera de noche. 

Ahí estaba el barbero, que ponía una silla y un espejo en el árbol de la entrada al atrio, para que el cliente no se asoleara mientras le cortaban el cabello y los bigotes y pudiera colgar el sombrero y descansar los pies. El mercado era la terminación nerviosa del pueblo, y aunque había otras que eran retorcidas por los narcos antes de que se volvieran salvajes; por los policías federales que fiesteaban los domingos en la discoteca juvenil del centro; por los soldados instalados en la entrada que venía de Tiquicheo, en el tianguis uno podía sentirse parte de un lugar que siempre negaba a los extraños, de una manera muy sutil, la posibilidad de quedarse así como así. 

La casa, con sus ojos vidriados y sus contraventanas, alumbraba todo aquello con su penumbra desusada, que a uno se le metía en lo más hondo. Por eso, no era extraño que se oyeran arrastrándose las pisadas de otros, que sombras de gigantes se pararan frente a las puertas y desafiaran toda idea que explicara presencias antiguas y polvorientas, que recorrían uno por uno los cuartos apenas iluminados. 

Yo creo que la casa no estaba embrujada, pero sí quienes vivían o dormían ahí. Algo les habían hecho el sol y el silencio que los descolocaba y los volvía como los fantasmas que creían mirar, como el polvo que respiraban. En todo momento la casa rechinaba, abría sus puertas y agujeros e invitaba a recorrer los túneles abiertos en el piso de una de las habitaciones, y que se adentraban hacia la ciudad, hacia los escondrijos que los sacerdotes habían construido en otros tiempos, para evadir las persecuciones cristeras. 

¿Escuchaste?, dijo la casa una noche a la hora de las cuijas, cuando las lagartijas se arrastraban por los techos buscando morder alacranes y polillas, haciendo el ruido que les daba su nombre. Mientras las cuijas se alimentaban, la casa preguntó desde su negrura más honda, desde el quejido de las piedras que la sostenían. 

¿Escuchaste?, dijo de nuevo la casa, y entonces las cuijas callaron y eso que se oía tomó el lugar de los insectos. En ese silencio, igual o parecido a la vorágine de una tormenta o del descenso que debe sentirse si llega la muerte, una puerta lejana se abrió y se oyeron los pasos de alguien enorme que arrastraba los pies. 

Entonces, un remolino se levantó en el cuarto y siseó entre los dedos desnudos del único que se encontraba ahí. Ese aire, ensortijado como el hilo de un trompo, dio una vuelta sobre sí mismo y se desbarató repentinamente cuando los pasos se escuchaban ya más cerca. 

¿Oíste?, se preguntaba uno en ese momento, sin que la respiración arenosa de la casa interviniera. Y es que los pasos seguían avanzando y su ruido, su pisada seca, como sería la de una estatua, retumbaba al final del pasillo cimbrando las paredes que se desmoronaban en avalanchas microscópicas. No faltaba nada para que las pisadas llegaran a la habitación, cerrada y atrancada desde temprano debido al acto reflejo arraigado para siempre en quienes viven donde nunca será seguro. 

Por un momento los pasos parecieron retroceder y su eco volvió a apagarse como si hubieran dado la vuelta. Sin embargo, apenas pasaba esto, la sombra de un gigante se paró frente a la puerta de la habitación llena de cuijas calladas que ya se habían refugiado en la tiniebla de las paredes. Eso que la sombra era podía adivinarse debido a las rendijas que le habían crecido a una puerta vieja y ajada, y a la escasa luz que entraba por esos resquicios con sus millones de partículas e insectos que se reventaban al contacto con lo oscuro. La puerta estalló y la luz y sus animales, y el gigante sombrío que estaba ahí entraron y se abalanzaron sobre uno, cuyo instante en esta tierra, en la vida que brama y que respira, terminó de pronto porque ya no había razones para seguir ni siquiera escuchando el latido de las iguanas. Después, la casa guardó silencio y no hubo más preguntas, excepto el polvo en los pasillos a las cuatro de la noche. 

Las ramas de la parota se enredan entre el viento que ha bajado de la montaña. Por un momento me ha parecido que la casa se tragaba la aspereza de la torre y sus campanas, y me preguntaba, como lo hizo aquella noche, con su voz de cuija y de alacrán, si había oído algo, unos pasos quizá. 

No, hace mucho que no escucho nada.

A Miguel Alvarado le cuesta mucho no estar en silencio. Es reportero pero no quiere ser como Anabel Hernández o Francisco Cruz. Tampoco como los de la Comisión para la Verdad si fuera funcionario y buscara con el poder del Estado a los 43 de Ayotzinapa. Aborrece a los empresarios por torpes y miserables y cree que nada de este mundo debe ser para ellos. A veces quisiera ser como Lalo o como Lenin, o como sus compañeros en VCV. Lo único que quiere es contar lo que ha encontrado y las cosas que pasaron para que hallara lo que halló. La verdad es que lo único que quiere es estar en silencio, pero eso no se puede. Este es un cuento de fantasmas salido de una vieja casa y de una vieja iglesia, ubicadas en Huetamo, un pueblo del Triángulo de la Brecha en Michoacán, donde el silencio que dice que busca comenzó a extraviarse.

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