25 enero, 2025

Elegir la oscuridad. Una entrevista con Adriana Dorantes

Elegir la oscuridad. Una entrevista con Adriana Dorantes

Ciudad de México; 20 de diciembre de 2024

Olmo Balam/ Periódico de Poesía/ UNAM

“Se equivocan los que me suponen./ Mienten si afirman que no soy ordinaria./ Errados están los que insisten en que debajo de la mediocridad/ algo en mí es capaz de admirarse.” Así habla de sí misma la voz poética de Adriana Dorantes (Ciudad de México, 1985) en “Principios”, poema de su libro más reciente, La espera y la memoria (UANL, México, 2022). Esa autoconmiseración es uno de los aspectos recurrentes de una autora que, sin embargo, ya ha publicado cinco libros de poemas, así como textos repartidos por blogs y revistas digitales. Antes que dejarse asimilar por ese pesimismo, Adriana la ha usado para expresar algo de lo que está segura: la vida también se siente así, como un azote al que es mejor no ponerle freno, una oscuridad por elección (si no es que necesaria).

De esa manera ha dado forma a lo largo de una década a una obra que empezó con Quién vive (UAM, 2012), libro en el que ya se anunciaban los temas y tonos que obsesionarán a esta poeta: ausencias, nostalgia por cosas que nunca sucedieron (como si hubiera de otro tipo), remordimientos, el terror del anonimato. Le seguiría una colección de cuentos, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Sediento Ediciones, 2014); el libro-objeto Entre mares alados (Ediciones y Punto, 2014) y, poco después, ¿No habrá puerta de salida? (Abismos, 2016).

Hace poco apareció La costumbre del vacío (LibrObjeto, 2022), cuyo tema es uno de los grandes tabúes contemporáneos: la lucha por bajar de peso, vista desde la poesía y fragmentos de diario, ensayos, artículos y estadísticas de un mundo obsesionado por la imagen y el control sobre el cuerpo femenino. Por su lado, en La espera y la memoria Dorantes explora el problema de la familia y sus secretos: el padre ausente, la madre “torbellino”, las tías y abuelas cuyo destino se calla, la hija que no ha nacido pero ya carga sobre sus hombros voluntades y aflicciones que no son suyas.

Distintos en estilo y en su entendimiento del verso libre, hay en estos libros varias constantes: dormitorios tan grandes como el mundo pero incapaces de contener a los amantes, secretos de familia, el cuerpo que se deshace. Habituada a las casas vacías, la voz de Dorantes regresa sin remedio sobre sí misma, antes Sísifo que Odiseo navegando por cuerpos de agua turbios, donde incluso Caronte la rechaza (por mencionar algunos de los mitos a los que más recurre). En esta conversación, además de hablar sobre sus dos libros más recientes, Adriana comparte algo sobre sus poetas (de luz y oscuridad), lecturas, la escritura y las diversas maneras de transmutar la ausencia en el presente de la poesía.

Desde tu primer libro de poemas, Quién vive, hasta el más reciente, La espera y la memoria, hay un tema recurrente: la ausencia, ya sea de personas, éxito o felicidad. ¿Consideras que es la ausencia lo que impulsa tu poesía?

Trabajo mucho la ausencia, el vacío, la soledad, la muerte, pero creo una cosa que permea a todos mis poemas, de una forma u otra, es el fracaso, la imposibilidad, el buscar y no encontrar. Es una cosa muy a la usanza de Albert Camus y su Sísifo, que siempre se topa con una pared, pero que no se puede quedar ahí; debe empezar de nuevo, aunque vuelva a fracasar.

Esta voz poética, que se encuentra en un estado de dolor permanente, habla de cómo no se siente querida, respetada. Considero que esa es otra de las constantes: un horizonte de reconocimiento que esa voz, a pesar de su pesimismo, tiene cierta esperanza de alcanzar algún día.

Los griegos nos enseñan un montón de cosas, sus mitos nos siguen reflejando en situaciones importantes. A veces pienso que todos estamos como en el mito de Orfeo y Eurídice. Para mí es un mito muy importante porque nos enseña la fragilidad de las cosas y lo fácil que podemos perderlas. Pero si no hubiera esperanza, ¿para qué hacer cualquier cosa? Otro de los mitos que también me traspasan es el de Sísifo, pero atravesado por la mirada de Albert Camus, que para mí es casi una filosofía de vida: se te va a caer la piedra, pero tienes que bajar otra vez por ella, por mucho que pierdas y fracases, siempre tienes una nueva oportunidad. Por eso él dice que Sísifo es feliz, y eso atraviesa mi vida y mucho de lo que escribo. Sí, hay mucha oscuridad, pero al final hay algo de luz. Pienso que hay poetas de la vida y poetas de la muerte, poetas de la luz y de la oscuridad. Y a mí me gustan los de la vida, como Oliverio Girondo, que tiene poemas muy oscuros, pero que siempre renacen a la vida. Y eso es lo que yo he tratado: encontrar de nuevo un impulso, aunque eso te vuelva a meter en el hoyo.

En ese sentido, y ya que mencionas al Sísifo camusiano, creo que tu búsqueda ha valido la pena: has logrado construir una obra. Es decir, has atraído la atención de lectores y editores, cosa que puede concebirse como un éxito. Sin embargo, en las voces poéticas de tus libros siempre aparecen la insatisfacción y el miedo al fracaso, ¿por qué?

No sé por qué, pero así ha sido desde hace mucho tiempo. Creo que todos tenemos una oscuridad considerable. En mi caso, yo la manifiesto por medio de la escritura, la poesía. Soy una persona que funciona muy bien, “normal” si quieres, pero la oscuridad que de repente me invade la reflejo en lo que escribo: preguntas angustiantes, decisiones que hay que tomar en la vida, pérdidas, dolores, ausencias; cosas que nos pasan a todos pero decido que habiten con toda soltura en lo que escribo. Gracias a la poesía he encontrado cómo dejar que esa oscuridad tenga su lugar y florezca —lo que es un poco contradictorio, porque se trata de dejarla ser en todo su esplendor y belleza.

Sobre lo que mencionabas de los poetas de luz, también veo que prefieres en especial a los que son introspectivos. Tanto en La espera y la memoria como en La costumbre del vacío hay una tradición muy clara con la que tú dialogas, como los poemas de Emily Dickinson o Alejandra Pizarnik. ¿Cómo entablas el diálogo con tus poetas preferidas?

Para mí, Alejandra Pizarnik es muy importante. La costumbre del vacío tiene mucho que ver con el cuerpo y con cómo te sientes y posicionas a ti misma frente a una sociedad que juzga. Por eso me conecté mucho con la Pizarnik de los diarios, que no es lo más famoso de su obra —a diferencia de poemas como los de El árbol de Diana—, pero en los que es posible ver la esencia de lo que era ella. Hay un documental sobre su vida que se llama Memoria iluminada; ahí, sus amigos cuentan cómo era ella en la vida real. Ver eso, leer su diario y conectar con su poesía me hizo entender un montón de cosas. Ella se suicidó a los 37 años, pero lo que no se cuenta tanto es que cuando ella vivía en Estados Unidos (tenía una beca), empezó a tomar pastillas tranquilizantes o para dormir, sobre todo anfetaminas, en una época en la que se vendían como cualquier cosa. Empezó a hacer esto porque creía que estaba muy gorda para el mundo. Sentía que su aspecto no encajaba con la sociedad. Curiosamente, en su diario hay muchas menciones a que ella se sentía gorda; es impresionante el número de veces que ella habla de lo mal que se siente y de cómo no quiere que la gente la vea. Hay una parte en la que cuenta: “me vino a buscar Fulanito, no le abrí, no quiero contestar sus llamadas, voy a verlo tal vez en dos meses, a ver si para entonces puedo bajar unos cuantos kilos”. En ese sentido conecté mucho con ella porque la sociedad es muy cruel a veces y te impulsa e impone ciertas creencias que ni siquiera procesas si están bien o mal, simplemente las adoptas y ya: que si no eres talla tal, que si tienes que comer esto o lo otro. Ahí sentí no sólo que tenía algo en común con su poesía, sino también con su vida, su percepción del mundo y cómo se sentía juzgada por cómo se veía.

Tocas el tema de cómo la sociedad reacciona a las emociones de las poetas. Hoy todo el mundo lee los libros de Pizarnik y la celebran, pero en su momento, en tanto persona, quizás ella no fue tan escuchada. ¿Te preocupa la cuestión de si nadie te lee o te escucha?

No me preocupa tanto, fíjate. Creo que lo importante es conseguir lo que tú quieres lograr: escribir lo que querías escribir y bajo tus propios términos. Ya si tienes la fortuna de que te lo publiquen y que a alguien le guste, es una satisfacción de otro nivel. Pero si no, por lo menos tienes la certeza de que lograste acabar un libro y fue satisfactorio, auténtico. Por supuesto no a todo mundo le va a gustar lo que haces. La costumbre del vacío lo propuse a varias editoriales, lo mandé a concursos, a premios, residencias, y lo rechazaron. Lo mismo pasó con La espera y la memoria: busqué colocarlo en algún premio y no pasó. Eventualmente las cosas se dan y eso es una satisfacción extra, pero lo primero es saber que lo que hiciste es auténtico y está comprometido contigo mismo.

La costumbre del vacío es un libro sobre un asunto que está muy vigente en esta época: la lucha de la gente por bajar de peso. ¿Consideras que hay un pudor con respecto a este tema? ¿Tú qué pudor tuviste que vencer?

Este fue el libro que me sacó de mi zona de confort, incluso en cuanto a la forma, no sólo por el tema. Hasta ese momento había mantenido una estética constante en mis libros, como sucede en Quién vive o Entre mares salados, una concepción bastante clásica de la poesía: libros organizados en apartados, con un hilo conductor más o menos sutil (como sucede en La espera y la memoria, donde vuelvo a ese tipo de construcción). La costumbre del vacío se salió de la norma por completo. Estoy segura de que llevaba escribiendo ese libro en mi cabeza desde hace diez años. Un día empecé a escribir todas las cosas que uno tenía que contar, medir y pesar cuando se supone que tienes que bajar de peso: que cuántas gotas, calorías, gramos, sentadillas o cucharadas. Todo, todo, todo lo empecé a escribir en una locura y eso fue el inicio de esto que necesitó varios ojos y consejos para que se convirtiera en un libro. En ese entonces el proyecto se llamaba Las cosas que se cuentan, y la poeta Brenda Ríos —quien estuvo muy cerca en este proceso— me dijo que era posible que la gente confundiera contar cosas con relatar una historia.

Me di cuenta de que el libro estaba traspasado por un vacío constante, existencial y personal, de estado de ánimo, pero también físico. Cuando te dicen que te tienes que poner a dieta lo que te da es hambre, y es un hambre crónica, porque es una restricción muy fuerte a la que tu cuerpo no está acostumbrado. Así llegué al título y me pareció que era bastante acertado, pero también conservé los conteos como una obsesión. Por eso los poemas vienen acompañados de viñetitas: datos, hechos, testimonios, casos reales, algo que en parte se inspiró por la lectura de La belleza del marido. Un ensayo en 29 tangos, de Anne Carson, y la recomendación de Brenda Ríos de añadir epígrafes, recortes de periódicos, historias. Así pude tomar dimensión de lo absurdo que es en nuestro mundo el problema del hambre y la obsesión por bajar de peso, de cómo hay gente que no tiene nada con qué alimentarse mientras hay personas que tienen todo a su alcance y dejan de comer porque le tienen miedo a engordar. O cosas como el ayuno, que antes estaba relacionado con procesos espirituales y religiosos y ahora es una manera de engañar al cuerpo para que baje de peso.

Me parece que al paso de los años tus poemas se han acercado a procedimientos más habituales en el ensayo, a la usanza de Anne Carson, Maggie Nelson y Rebecca Solnit; o, como en México, Jazmina Barrera, Isabel Zapata, Karen Villeda o la propia Brenda Ríos. Además, los blogs, X (antes Twitter), las revistas digitales e internet en general también han sido espacios fundamentales para las voces de las mujeres. ¿Consideras que esas formas de escritura han ido moldeando tu poesía?

Creo que también me he ido metiendo por ahí, viendo las posibilidades de ese otro tipo de escritura. También he estado leyendo muchas cosas autobiográficas o literatura que parece ser autobiográfica: El año del pensamiento mágico, de Joan Didion; o Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, que es sobre la muerte de su hijo; o un libro de William Styron, Esa visible oscuridad. Memoria de la locura, que trata sobre la depresión. O también a Vivian Gornick, que tiene una facilidad para desnudarse y decir cómo ve, cómo siente, cómo le pasaron las cosas por la cabeza y el corazón. O Rachel Wiley, que tiene un libro muy relacionado con el cuerpo y la obesidad que se llama Nada está bien.

Para hablar de cómo ha evolucionado la forma en tu último libro, ahora que mencionas que volviste a un estilo más tradicional, ¿cómo caracterizarías lo que se lee en La espera y la memoria?

Creo que el estilo de La espera y la memoria fue el resultado de escucharme a mí misma al leer en voz alta. Este libro lo terminé, lo mandé a un concurso (no pasó nada), lo estuve tallereando con una persona que hizo acotaciones, observaciones muy precisas de algunas imágenes que estaban medio raras, que no se entendían, de algunos tropezones. Y aprendí que mucho tiene que ver con el tono. Tú te haces un tono propio, pero este tiene que atravesar de manera coherente todo el libro. Y ese mismo tono te dice dónde cortar los versos. No hay una regla de cuándo cortar en el verso libre; tu propio tono te dice en dónde sangrar, en dónde poner un espacio. Creo que en este libro apliqué un poco mejor lo que tiene que ver con cortes de verso, depuré adjetivaciones y terminó como un libro bastante cerrado, con un principio y un fin muy bien establecidos. Ahora estoy buscando un ritmo, sí, pero no tan estricto.

En tus libros la ausencia es un tema central. La espera y la memoria no es la excepción: aquí hay poemas sobre la ambigüedad de la familia, la ausencia paterna, amantes que se van… Para volverlos presentes en los poemas, ¿tuviste que tomar distancia de esos temas?

Creo que esa distancia pude lograrla gracias a la ayuda de Brenda [Ríos]. (Como verás, ella ha estado muy involucrada en mi trabajo reciente.) Me dijo que siempre había que tomar una distancia, justo para no caer en el melodrama. También me ayudó mucho un taller de poesía personal y familiar al que yo me inscribí por cómo se llamaba: “Todo lo que se pudre forma una familia”, título que proviene de un verso de Fabián Casas. Desde hacía mucho tiempo andaba rumiando cosas de la familia y las lecturas que vimos ahí me dieron mucha luz. En ese taller hicimos ejercicios a partir de situaciones, imaginarias y reales, o de cómo imaginábamos que eran nuestros padres cuando eran novios, por ejemplo. Leímos los poemas de Sharon Olds en El padre, que ella escribió a partir de la enfermedad de su papá y tienen como característica la distancia, es decir, dice cosas muy fuertes pero sin caer en el melodrama. Traía también la inquietud por hablar de la ausencia del padre, no porque yo estuviera triste, sino porque me cayó un veinte muy importante en 2017: fui al médico y a la hora de preguntarme sobre el historial de mi familia, me di cuenta que del lado de mi mamá lo tenía todo muy claro, pero del otro no sabía nada. Después me di cuenta de que en mi familia había una dinámica del silencio, y no sólo en el caso de la ausencia del padre, sino en otras cuestiones.

En todas las familias hay temas escabrosos, incómodos, pero cuando los haces presentes y alzas la voz al respecto, puedes crear una incomodidad que quiebra la esfera. Por ejemplo, tengo una tía que no sé de qué murió; hay en la familia quien lo sabe, pero no es algo de lo que se hable. Son cosas que se han quedado en una cápsula y que no se dicen. También me di cuenta de que las familias participan en el juego de las apariencias: “Vamos a hacer de cuenta de que estamos todos muy bien. Vamos a hacer de cuenta que yo estoy muy contenta con mi marido y tenemos a nuestros hijos y todo bien”. Y no, no es así. Ya en perspectiva te das cuenta de los mecanismos de defensa que van haciendo tus propios familiares, de las maneras de cuidarse, incluso, a partir del silencio.

¿Investigaste cosas de tu padre y todo lo que se cuenta en La espera y la memoria?

La mayoría de las cosas que cuento sucedieron en un espacio imaginario; yo no sé nada en absoluto. La única vez que pregunté sobre el tema me arrepentí, no por lo que me hayan dicho sino por lo que provocó mi pregunta. Ahí entendí que eso no se toca. A la hora de escribir sobre esto Brenda [Ríos], que es muy de mezclar géneros, me decía que metiera en ese libro recortes de periódico, que buscara artículos acerca de la ausencia del padre, a ver qué me prendían. Encontré en Google una gran cantidad de información sobre lo mal que salen los hijos cuando no tienen a su papá, de lo terrible que es crecer sin su padre: eran muchos del estilo “Las mujeres que no crecen con su papá terminan fracasando emocionalmente”. Me di cuenta de toda la basura que dicen las noticias de que si tú eres una mujer sin autoestima es porque no tienes papá. Pero yo sé que eso no es cierto.

La figura materna también es problemática en el libro, tanto desde el punto de vista de la hija, como de la mujer que le escribe a un bebé que no ha tenido. ¿Cómo fue hablar de esto que no es ausencia pero también plantea sus propias dificultades?

Si de por sí hablar de la ausencia del padre fue difícil, hablar de la relación con la madre también lo fue porque, por ejemplo, hay poemas que están inspirados en situaciones que viví con mi familia, e incluso pensé en no publicarlos. En una feria del libro pude preguntarle a Gornick cómo le hacía para escribir de una manera tan desnuda y sin tapujos. Ella respondió: “Si lo vas a pensar, para qué dices que vas a escribir. Para qué eres escritora si te vas a meter el freno”. Caí en cuenta de que no me voy a esperar a llegar a vieja o a que se muera la gente de la que hablo en mis poemas. Debo escribirlos ahora y sin ponerme freno.

Parece como si la voz poética que te ha acompañado a lo largo de los años sólo pudiera nombrar la oscuridad. ¿Te identificas con esa voz? ¿Realmente qué tanto se parece a ti?

Siento que tengo una nube con lluvia todo el rato. Pero eso es sólo algo de lo que soy, aunque siempre hay una parte de mí que es bastante oscura. De hecho, cuando estuve tallereando La espera y la memoria me aconsejaban quitarle un poco de azote; me decían que era demasiado. Pero soy eso también y vivir se siente así a veces —como en el último poema del libro, “Un frasco de cristal”, que trata sobre el fracaso y todo eso que nunca voy a ser—. Es lo que hay, y lo que hay lo digo con mucho gusto y mucho ruido. A mí no me avergüenza que haya algo oscuro en mí; lo que me gusta es escribirlo.

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Olmo Balam / Ciudad de México, 1990. Es ensayista, periodista cultural y traductor. Editó de 2015 a 2018 la revista digital Correo del libro (Librerías Educal). Textos suyos han aparecido en Crítica, 24 horas y en La langosta literaria. Mantiene un blog, La reproducción de los árboles, en Medium. Actualmente es director del sello Grano de Sal.

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