Ciudad de México; 19 de noviembre de 2025
Miguel Alvarado. Viceversa Noticias
P R E S E N T E
Mi nombre es Stella Cuéllar y provengo de una familia de marinos. Lo fueron mis tíos, mi abuelo, mi padre, mis primos, mi hermano y una sobrina. Preocupada por la crisis de corrupción que algunos mandos de la Secretaría de Marina han generado con la corrupción que proviene del huachicol fiscal, he estado pendiente de lo que sucede en esa institución. El 12 de noviembre de 2025 se anunciaron los ascensos en las fuerzas armadas y la Guardia Nacional. En total fueron 314, de los cuales 113 correspondieron para la Marina. Estos ascensos son propuestos por el secretario de la Marina, aprobados por el Senado de la República y firmados por la presidenta de México, Claudia Sheinbaum.
Mi hermano, el capitán Miguel Cuéllar, ha esperado por un ascenso al menos cinco años. Tiene las calificaciones suficientes y su trabajo, inscrito en los distintos archivos de la Marina, hablan por él. Nuevamente, este 2025 no fue elegido, aunque en cambio hubo otros señalados de diversos procesos internos que deberían impedir esos nombramientos, que obtuvieron sin la menor explicación un ascenso. Sobre esto, el senador Luis Donaldo Colosio advirtió antes de que se oficializaran estos nombramientos, que existieron irregularidades en los procesos porque se aprobaron casi a ciegas. Los senadores, dijo, revisaron en menos de 24 horas cada uno de los perfiles que les fueron enviados. ¿Cómo es que, humanamente, pudieron hacerlo?, se pregunta él y también los afectados por esos dictámenes. “Reconocemos y respaldamos a nuestras Fuerzas Armadas, pero el parlamento ha renunciado a su facultad de revisión y control parlamentario”, dijo Colosio, y es algo en lo que yo, particularmente, estoy de acuerdo, aunque no comulgo con los planteamientos políticos de Movimiento Ciudadano, el partido al que pertenece Colosio.
Poco después, mi hermano, el capitán Miguel Cuéllar, me envió una carta en la que me expresaba su desazón y desaliento ante los nombramientos inexplicables que se dieron en este mes. No quisiera que sus palabras se queden en el tintero y me gustaría que esa carta pudiera ser publicada para que los lectores se hagan una idea más clara de lo que pasa actualmente en la Marina y las consecuencias de tales decisiones. Así que yo, Stella Cuéllar, solicito espacio para dar a conocer ese documento.
Agradezco el espacio a VCV Noticias, así como la difusión en los canales apropiados de la carta que yo misma he enviado. Una vez más, gracias.
Atentamente
Ana Stella Cuéllar Valcárcel
Carta a mi hermana Stella
Stella (como Stella Maris, protectora de los marinos):
Te escribo esta carta como una suerte de catarsis. Hace 48 horas recibí vía mensaje de texto la lista del personal que fue seleccionado para ascender a la categoría de almirante. Mi nombre no venía en ella. A partir de este momento he comenzado a buscar las razones por las que yo no fui seleccionado. Me siento obligado a hacer esta reflexión porque quiero entender qué fue lo que ocurrió, y te comparto lo que siento contigo no solo porque eres mi hermana más cercana y me conoces bien, tanto lo personal como en lo laboral, sino porque conoces bien a la Armada y sabrás entender mucho de lo que expongo.
Desde que recuerdo, siempre quise ser marino. De niño y adolescente acompañaba a Papalén (el abuelo materno) al Café de la Parroquia y lo escuchaba charlar por horas con sus amigos, esos “viejos lobos de mar”. Todos contaban sus historias, siempre las mismas, pero con entusiasmo renovado.
Cómo no sentir orgullo si desde siempre supe que era nieto de uno de los héroes de la batalla del 21 de abril de 1914, cuando los cadetes de Heroica Escuela Naval —entre ellos mi abuelo paterno, Adán Cuéllar Layseca— defendieron el puerto de Veracruz de la invasión y ocupación de las tropas de Estados Unidos. En muchas ocasiones escuché a Papalén narrar detalles de cuando navegó librando submarinos nazis en el Golfo de México. Él era de Máquinas. Todo eso alimentaba mi sueño de ser marino para continuar la tradición familiar. Mi padre también fue marino, pero se retiró muy joven, y mis tíos y primos sintieron, como yo, ese llamado de la sangre que nos llevó al mar.
Recuerdo que me sentía como pavorreal cuando en las vacaciones iba a la Escuela Naval o cuando iba al barco de mi tío José a desayunar y comer en la cámara de oficiales, o cuando me cortaba el cabello en la peluquería del barco. Ni qué decir de lo que sentía cuando íbamos a la Escuela Naval a alguna ceremonia, de las que fuimos a un sinfín. Desde entonces supe, con total claridad, que mi destino estaba en los barcos, en la Armada de México. Ese era el lugar que me correspondía.
Saberlo a tan corta edad fue siempre una ventaja porque nunca tuve la incertidumbre de qué quería ser cuando fuera grande: yo sería marino. Cuando por fin llegué a la Escuela Naval, una de las primeras premisas que aprendí a respetar es la que señalaba que la antigüedad es un grado. La antigüedad te daba un lugar dentro de la institución. Para quien no conozca el ambiente esto puede ser muy intrascendente, pero para quienes estamos dentro sabemos que la antigüedad marca tu lugar, y ese lugar era respetado tanto por los antiguos como por noveles. Y uno hacía lo mismo con el lugar de los demás.
Mientras estuve en la Escuela no fui un cadete modelo o ejemplar, pero cuando egresamos el lugar que ocuparíamos dentro de la Armada nos lo daba nuestra antigüedad y el aprovechamiento académico que hubiéramos tenido en los años en la Escuela, y ese lugar nadie nos lo había regalado o asignado, ya que solo dependía de nosotros mismos. Cuando realizamos nuestro examen profesional nuestro lugar volvía otra vez a tener un gran peso y todos sabíamos sin dejo de duda por qué era que lo ocupábamos. Todos estábamos absolutamente conscientes de las razones. Nadie mejor que uno mismo sabía si te había ido bien o no en los exámenes y, en consecuencia, aceptábamos que el lugar que teníamos porque nos lo habíamos ganado nosotros mismos.
Cada cierto número de años competíamos en la promoción de ascensos. De nueva cuenta nos sometíamos a exámenes de diferentes tipos: académicos, médicos, de capacidad física. Y estos exámenes se acompañaban de evaluaciones sobre el desempeño profesional que hubiéramos tenido. Por supuesto, también se tomaban en cuenta las opiniones de los superiores, mismas que se reflejaban en tu hoja de actuación, que cada uno conoce muy bien. Al final, la evaluación del conjunto era lo que te colocaba o te descartaba de la posición para ser ascendido al grado inmediato superior. El proceso se repetía después de algunos años hasta que llegas a ocupar el grado de capitán de fragata. A partir de ahí todo cambia. Cierto es que cuando se ascendía a capitán de fragata algunas cosas podían no ser claras del todo, pero siempre se tenía el suficiente grado de conciencia o de conocimiento para saber la razón por la que podías no haber ascendido. Al reflexionar sobre el asunto podías identificar algún desacierto que te hubiera dejado fuera de la promoción. Pero a partir del ascenso a capitán de navío todo es diferente y hoy ya no entiendo nada.
Desde hace cinco años he sido excluido de los ascensos y no entiendo la razón de ello. Creo que todos tendemos a compararnos con nuestros iguales, y en las comparativas que yo hago no logro identificar alguna falla que haya cometido. Siempre, absolutamente siempre, me comprometo con las labores y los lugares en los que la institución me ha puesto. Me desempeño de la mejor manera que he podido y cada día, sin excepción, me esfuerzo y doy lo mejor de mí. Los resultados están en mis hojas de servicio y en los logros obtenidos a lo largo de mi carrera. Y mi compromiso se debe a que nunca olvido que llevo sobre mí la historia y entrega de mis antepasados, que contribuyeron activamente en la creación y consolidación de la Armada de México y a ellos me debo.
En la Armada nadie elige su puesto. Quizá podemos sugerir o tratar de influir en que nos pongan en alguno que consideramos podría ser el mejor para nosotros, pero al final es el mando el que nos designa la comisión que habremos de desempeñar. Algunas veces estas comisiones son más vistosas que otras o más cómodas, pero todas son dignas y, sin excepción, todas son importantes.
En los últimos años he visto que el lugar que me gané y la antigüedad que me enseñaron a respetar ya no son importantes, pues he sido rebasado y relegado sin que yo tenga una idea clara de las razones de esta situación.
Desde que recibí la lista no he dejado de analizar profundamente mi circunstancia y posición en la Armada. He escarbado en mi memoria tratando de identificar en qué me equivoqué, en qué no cumplo. Una y otra vez reviso mi historia profesional y la comparo con las de otros que sí fueron elegidos, y regresan las dudas… ¿Por qué no me eligieron a mí? ¿Por qué me brincaron? Hago un escrupuloso y detallado análisis de mi vida como oficial naval y he encontrado que a lo largo de cuarenta años de servicio he cometido algunos errores, pero ninguno de ellos puso en riesgo vidas o material o equipo de la institución. Tampoco nunca he dañado el prestigio de la misma. Los errores que he cometido han sido más de carácter personal y los he atendido. Me he hecho responsable de las consecuencias de las decisiones que en su momento tomé.
Lo que sucedió este año con los ascensos también es duro para las familias. En mi caso, para mi esposa, que me pregunta, ¿por qué no te eligieron a ti?, ¿hiciste algo mal? o explícame qué sucede porque no estoy entendiendo, ¿Por qué Fulano o Sutano sí ascendieron y tú no? Mis hijas también me cuestionan: ¿papá, por qué a ti no te eligieron y a Fulano, que era tu subordinado, sí?, ¿ya te superó? Y entonces… ¿qué les contesto?, ¿cómo les explico algo que ni yo mismo logro entender?
Me siento como un marido engañado por su esposa, quien le miente diciéndole que lo ama, lo respeta y valora, pero le pasea a otro por enfrente; a uno que quizá no tiene los valores o las virtudes que tengo yo. Y todo se complica cuando me preguntan ¿y por qué no la dejas? Y entonces me escucho responder, como si estuviera dentro de un melodrama, que espero que recapacite y pronto se dé cuenta de cuánto valgo, me voltee a ver y me reconozca… Y me escucho justificar el maltrato del que soy objeto. Pero eso no sucede y cada año, desde hace al menos cinco, la historia se repite, Y en cada ocasión vuelve a iniciar el ciclo.
Y en cada nuevo ciclo me vuelvo a engañar, y en colectivo nos volvemos a engañar quienes estamos en la misma situación. Nos alimentamos las ilusiones unos a otros. Volvemos a escuchar lo mismo: tal vez el año próximo; tu trabajo es bueno; no te desalientes; cumples con todo; estás listo. Y al final… nada. Solo las dudas que se renuevan y muchísimas preguntas surgen que no encuentran respuesta.
Hoy, además de lo que todos los marinos observábamos, sospechábamos o sabíamos que sucedía al interior de la institución durante el sexenio pasado, por las noticias que corrieron a lo largo y ancho del país el país entero conoce las razones de muchos de los ascensos que en ese período resultaban inexplicables. Pero cuando apenas hace algunos meses se hicieron públicos esos actos de corrupción, al interior de la institución se asumió el compromiso de que eso nunca volvería a suceder. Pero ocurrió de nuevo.
Creo que uno de los problemas que enfrenta la Armada es que no tiene regulado cómo premiar al personal que realiza su trabajo de manera destacada o muestra lealtad extraordinaria a la institución o incluso a sus superiores, y se ha hecho costumbre premiar esos casos con el ascenso, sin importar si para ello se salte el lugar de otros o se menosprecie el trabajo efectuado por alguien que no está en un puesto que lo coloque cerca de quien lo puede postular o premiar. Parece que a los tomadores de las decisiones de los ascensos se les olvida que nadie eligió su puesto, pero que todos, o la mayoría, estemos donde estemos, realizamos nuestra labor con efectividad, con esmero y disciplina. Al premiar a alguien con un ascenso por razones ajenas a lo que corresponde, se le premia solo a él, pero se castiga al resto, a muchos.
Creo que se debería premiar con insignias o de manera monetaria o material a quien merezca ser reconocido por algo, y esos premios que se otorguen tendrían que ser entregados solamente a quienes realmente los merezcan por razones que lo ameriten, totalmente especificadas, pero el ascenso no debe darse como si fuera un premio o un regalo de lealtad a un grupo o a una persona. Atrás de un ascenso deben estar los logros alcanzados en el periodo que se tiene en el grado, y se debe respetar y mantener el lugar que cada uno ocupa dentro de la institución. Perder ese lugar debe estar justificado de manera clara y sin que quepa la menor duda sobre las razones por las que eso sucede, y esas razones tienen que ser lo suficientemente poderosas para que ese hecho no se malinterprete como una venganza, antipatía o un desplante de poder.
A la situación de los ascensos se suma la ley de retiro del ISSFAM, la cual no tiene consideraciones y no detiene el tiempo, el cual, al paso de los años se va convirtiendo en una amenaza.
Yo no me quiero ir frustrado o enojado con la Armada. La Armada nos ha dado de comer a mí y a mi familia por 120 años. Me sigo sintiendo orgulloso de pertenecer a ella, pero también dolido por la manera en que se han llevado a cabo los últimos procesos de ascensos. Porque en los últimos años he visto cómo sube gente que ocupaba lugares por debajo de mí o a otros que han sido señalados o incluso encontrados culpables de actos de corrupción o de la comisión de delitos.
Pienso que esta última selección volvió a fallar y que el proceso siguió siendo el equivocado, porque al igual que algunos fueron beneficiados sin haberlo ganado muchos otros fueron perjudicados sin merecerlo.
Me niego a pensar que esta última selección es producto, otra vez, de pertenecer o no a un grupo o a un equipo determinado, porque entonces todo el tema de los ascensos ha dejado de ser meritorio y por antigüedad para convertirse en un juego de suerte y azar, lo cual sería una desgracia no solo en lo personal, sino sobre todo para la institución a la que tanto respeto y amo. No puedo ni quiero creer que el éxito de una carrera naval, que en sí misma es difícil y exige un compromiso total de tiempo y de vida; una carrera que es muy especial y está diseñada y concebida para hombres de bien, dependa o se reduzca a una serie de actos fortuitos y a decisiones en las que el compromiso, la eficiencia y la entrega tienen poca cabida.
No quiero perder ese ánimo que desde niño tengo por pertenecer a la Armada. Me siento orgulloso de mi carrera, aunque siento que no ha sido lo suficientemente valorada. Quizá yo me he sobrecalificado y en ese sentido vivo en un engaño.
Stella, te agradezco que hayas llegado hasta el final de esta larga carta de desahogo, porque el narrarte mi sentir me ha liberado un poco, pero te confieso con tristeza que el escribirla no me resolvió las dudas y, sobre todo, no me permitió encontrar las respuestas que necesito dar a mi familia y también a mí mismo.
Miguel.



