18 abril, 2024

Luvianos: las ejecuciones olvidadas

Miguel Alvarado

Toluca, México; 12 de octubre de 2020.

-¡Qué vergas! -dice, y lo que dice resuena como un disparo, una cascada que no es de agua, al fin y al cabo el golpe metálico de una ráfaga. Entonces los autos se detienen y por fin a la autopista la envuelve el silencio.

Se trata de la pausa, de ese estar parado en medio, del paréntesis que tienen las cosas, como si la carretera y los autos, los gritos que provienen del tendajón se aplastaran contra un torrente. Sólo entonces los ruidos van creciendo hasta parecer lo que en verdad son.

Primero los vieron los morros, que estaban sentados mirando pasar los carros. Se reían y se empujaban desbocada, salvajemente para que eso pareciera un juego, a un lado del camino, afuera de la tienda. Lo anotaban todo para que no se les olvidara, y lo que era importante lo comunicaban por llamadas y mensajes. Uno podía verlos cómo escribían porque eran contrahechos y descuidados.

“Ban yegando lss paquetes ls kieren ya es tn aki”.

Quienes los miraban sabían que eran halcones, aunque nadie sabía al servicio de quién estaban. Por eso, cuando los policías estatales pasaron frente a ellos y se bajaron más adelante para meterse a la calle y explorar, ya los estaban esperando. O no, porque los pistoleros llegaron después. Para los tres policías muertos ya resultaba lo mismo que les cayeran por sorpresa porque allí quedaron de todas formas, tendidos y ametrallados cuando trataban de da sus primeros pasos con las pistolas a medio desenfundar.

Uno se acuerda de los ojos de uno de ellos, de sus ojos como soles negros: muy abiertos, mirando a un punto entre el cielo y la pared porque nadie se los cerró y también de sus manos descompuestas, a la altura del cuello como si quisiera taponarse el hoyo por donde se le fugó la vida. Debajo de él, de esa mirada todavía con luz, la sangre se le acumuló hasta formarse el lago de sangre del que hablan los forenses cuando van a esos lugares y tienen que describir. La sangre se escurrió hacia los pies, y eso y el bote amarillo de plástico volcado, la canasta con ropa lavada que alguien puso por descuido en algún momento, antes o después, se convirtieron en las primeras flores, las primeras veladoras para el policía, del que uno piensa que todavía alcanzó a sentir cómo caía.

Aquí, en el caserío de Los Reyes se abre la puerta geográfica del sur mexiquense y más adelante están Zumpahuacán y las desviaciones para Iguala en Guerrero. Si uno conoce los caminos, también se puede llegar a Luvianos, muy cerca de Tlatlaya, en la Tierra Caliente.

De los tres policías muertos el 11 de septiembre de 2020 en Villa Guerrero solo quedaron los cinco jóvenes que avisaron dónde estaban y cómo iban armados. Sólo quedaron sus caras sonrientes, burlonas, como de artistas travestidos cuando ya capturados los aplastaron contra la patrulla a la que fueron sometidos.

De fondo sonaba la música del Recodo, o de Exterminador, no recuerdo bien.

II

El Cerro de la Culebra en el Estado de México da cobijo a un pueblito que también se llama así. Y se llama así porque dicen los que llegaron a vivir hace años al lugar que una serpiente gigante rondaba los parajes. Ahí cazaba y mataba el ganado de los campesinos, que no sabían cómo enfrentarla hasta que finalmente un cura loco o sabio la roció con agua bendita para ahuyentarla. La serpiente no sólo se fue, sino que se convirtió en piedra y ahora está atrapada en la silueta de los cerros. Unos la ven deslizándose en ese filo, pero otros ya no porque esos cerros son parte de la Sierra de Nanchititla, y hace tiempo que ahí hay algo más que culebras encantadas.

¿Cuántas personas hay ahí? ¿Unas cien? Hace cuatro años había unas cien y estaban ocupadas en el campo y en sus cosas. También estaban ocupadas en hacer de comer a los sicarios de la Familia Michoacana que se esconden en las cuevas del cerro, a donde nadie va porque ya sabe que se los va a encontrar. Cuando llegaron, los sicarios forzaron a las gentes, como dicen, para que les dieran de comer y por eso los habitantes se van turnando para llevarles alimento. Se van una y una, dicen ellos, y a veces hasta reciben el agradecimiento de los sicarios, quienes en compensación resuelven los problemas de los vecinos y se tablean a algunos para que se porten bien. Se enderecen, como dicen allá.

Los de la Familia Michoacana se esconden ahí porque el Cerro de la Culebra sale, para el otro lado, al paraje de Caja del Agua y desde ahí se puede escapar cuando es necesario. Caja del Agua es una extensión de tierra que se había usado como campo de batalla por los narcos para tumbar a balazos lo que no les servía, lo que les estorbaba de otros.

Algunas de esas batallas las pelearon los soldados contra los marinos y también contra los contra los policías, porque aún hoy están en las nóminas del narco y agarrarse a balazos también es una forma de ganarse el dinero que les dan. Lo que se encuentra bajo el dominio de la Familia Michoacana en Luvianos es lo siguiente: Villa de Luvianos, Cañadas de Nanchititla, El Estanco, El Reparo de Nanchititla, Hermiltepec y San Juan Acatitlán, así como Caja de Agua, Cerro del Venado, Los Pericones, San Antonio Luvianos, San Sebastián y Trojes, así como 223 caseríos.

Caja del Agua es estratégica, dicen, porque tiene salidas que no solamente sirve para escapar sino para llevarse cosas. El primero de julio del 2009, los sicarios de los Pelones y de la Familia chocaban en aquella comunidad, también paso obligado de la droga hacia Guerrero y Michoacán. Siete sicarios detenidos, camionetas de lujo, motos y hasta 25 armas largas decomisó la antigua policía mexiquense, ASE, que intervino en plena balacera. O eso reportan. Una versión señala 12 narcos muertos y dos policías heridos en una yerta que buscaba ejecutar al entonces líder criminal Osiel Jaramillo.

Catorce días después, otra vez en Caja de Agua, una emboscada dejaba dos personas ejecutadas y la movilización de 80 policías de la ASE. Era un nuevo enfrentamiento entre quienes peleaban la región. Ya para entonces era cuestión de tiempo para que Osiel Jaramillo cayera abatido y el 23 de octubre de ese mismo año pero en el centro de Luvianos, aparecería muerto junto con otra persona, con 49 balazos bien ajustados en su cuerpo.

El primero de septiembre de 2012, el entonces alcalde de Luvianos, el perredista Zeferino Cabrera Mondragón, denunciaba una guerra de tres horas en Caja del Agua y, así como si nada, también dijo que días antes se habían enfrentado otra vez.

Es que como no hubo muertos, sólo heridos, no era grave.

Tampoco era grave que el 4 de agosto de 2013 uno de los líderes de la Familia Michoacana fuera muerto en un combate que libraron los soldados y en el cual mataron a cuatro sicarios, en total.

El jefe se llamaba Pablo Jaimes Castrejón y pasaba por Caja de Agua.

Pero una de las más grandes matanzas registradas ahí comenzó a gestarse desde el 23 de agosto de 2012, cuando se instalaron retenes en la carretera de Bejucos, así como si uno fuera a Zacazonapan, y que detenía a los sospechosos como ahora le hacen en las ciudades de Guerrero. Quienes los ponían iban en camionetas grandes de vidrios polarizados y revisaban escrupulosamente a todos los autos que pasaban. Muy pronto la gente se encerró porque alguien les dijo que en esos retenes se buscaba a pistoleros de los Caballeros Templarios, que en ese entonces eran la fuerza opositora de la Familia. Alcaldes y policías mejor se replegaron a sus oficinas. No era bueno intervenir, y si lo hacían era para ponerse del lado de alguien, tomar la pistola, las metralletas y jalarle contra el que le dijeran antes de que alguien jalara contra uno.

El 25 de agosto comenzaron los enfrentamientos cuando los tripulantes de un auto balearon a una señora, a la cual hirieron. Al otro día hubo represalias y esa fue la primera balacera mayor, entre la Barranca del Gato y Cruz de Piedra. Después, otros 8 enfrentamientos fueron contabilizados, y el último de ellos dejó entre 27 y 32 muertos

La verdad es que ahora sigue pasando lo mismo.

III

Ya contar lo de Tlatlaya ya no. Eso pasó el 30 de junio de 2014 y el ejército mató a 22 en una bodega en San Pedro Limón. Los ejecutó, pues, y se defendió diciendo que eran narcotraficantes y que por eso había hecho lo que había hecho.

Después de Tlatlaya pasó lo de Iguala, lo de los 43, el 26 de septiembre de 2014. Fue ahí que cambió todo porque por fin se aceptaba que algo pasaba en México que se mataba porque se podía y no pasaba nada, o casi nada. De Ayotzinapa y de Iguala todavía no se terminan las investigaciones. Y como Ayotzinapa lo fue todo, lo del Cerro de la Culebra apenas se supo.

Apenas, pero sí pasó, el 30 de octubre de 2014.

La historia de la matanza del Cerro de la Culebra comenzó antes, el 6 de octubre de 2014, cuando los padres de dos niñas fueron a las autoridades para denunciar la desaparición de estas, que tenían 14 y 16 años de edad. Las niñas habían salido de su casa tres días atrás, a eso de las 17:30, y ya no regresaron. Tampoco contestaron las llamadas telefónica que su padre les hizo y en la secundaria en donde estudiaban nadie supo dar razón. Tampoco sus amigos cercanos.


El 4 de octubre alguien se comunicó con los padres de las niñas desde uno de los celulares de las desaparecidas. “Estamos bien”, dijo una voz al otro lado de la línea, antes de colgar. Y aunque de inmediato los padres intentaron comunicarse nuevamente, todos sus intentos se fueron directo al correo de voz, lo cual significaba que no las volverían a escuchar.

Todo esto en Luvianos, un pequeño municipio en la Tierra Caliente de Estado de México, pobre, violento y también lleno de concesiones mineras.

El 25 de octubre de ese año otro hecho se enlazaba a la desaparición de las chicas, cuando un taxista de la localidad fue secuestrado. En la denuncia levantada por sus parientes se dijo que quienes se lo habían llevado trataban de extorsionar a la familia.

– Si no pagan, entonces se muere- les dijeron muy secamente.

Casi 24 horas después, los secuestradores ordenaban a la familia que fuera al centro de Luvianos y que llevara consigo todo el dinero que tenía. Una vez que hecho eso, instruyó quien les llamaba, se comunicarían para dar el siguiente paso.

En un municipio miserable donde el 84.9 por ciento de sus habitantes vivían en pobreza y de esos el 32 por ciento en miseria extrema, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social en 2015, conseguir dinero para pagar un rescate resultaba poco menos que imposible. Pero las hijas del taxista lo intentaron. Abordaron su auto y se dirigieron al centro del pueblo. Ahí buscaron por si alguien las observaba, pero no hallaron nada. Sin embargo, la llamada que tanto esperaban y temían entró de pronto. De nueva cuenta, la voz del secuestrador les dijo que una de ellas debía dirigirse hacia el Cerro de la Culebra, que no se le olvidara el dinero, y que una vez en aquellos rumbos le volvería a marcar para decirle lo que tendría que hacer. Una cosa era segura: les aceptarían el pago, aunque la mala noticia era que no daban garantías.

En fin, las instrucciones la guiaron hasta arriba, a la cima y le dijeron también dónde depositar el dinero. Después de hacerlo, le dijeron a la mujer que volviera, que pasara otra vez al centro de Luvianos porque ahí les marcarían de nuevo.

Pero no fue así, y las hijas del secuestrado creyeron que todo se había ido al diablo.

El 29 de octubre, con el corazón contrito, una nueva llamada puso en alerta a las jóvenes, pero nada más contestar oyeron a otro hombre pedirles dinero por su padre. Esta vez una cantidad mayor a la primera. Fue entonces que se decidieron a denunciar, pero lo primero que les dijo el agente del ministerio público que las atendió fue que “el lugar donde se entregó el dinero fue en el Cerro de la Culebra, municipio de Luvianos, y en ese lugar se había suscitado un enfrentamiento entre miembros del Ejército y un grupo delictivo”. Por eso, era muy probable que el plagiado pudiera estar muerto. En el Cerro de la Culebra se encontraría ese mismo día el auto del taxista.

¿Qué estaba haciendo un hombre de 60 años en un lugar en el que pocos días antes el ejército había abatido a seis presuntos delincuentes? Dice la CNDH que de ese enfrentamiento no hubo sobrevivientes y que lo que había sucedido había sido narrado solamente por los soldados participantes, que juraron decir la verdad, y que además pertenecían al 102 Batallón de Infantería adscrito a la Base de Operaciones Mixtas del poblado de Estancia Grande, en San Miguel Ixtapan, Tejupilco. Esos soldados pertenecían al mismo batallón que había llevado a cabo la matanza de Tlatlaya.

La Base de Operaciones Mixtas de esa región estaba diseñada para desplegar a fuerzas armadas en Tejupilco y los municipios aledaños, y su protocolo original incluía recorridos por pueblos perdidos y miserables como La Lumbrera, en Otzoloapan; El Naranjo de San Isidro, en Tejupilco y Luvianos; Cerro Alto, Cuadrilla de López, Las Tinajas, Potrero del Guayabal, Tejupilco; Sesteadero y La Parota,  ubicados en Tejupilco.

Y pues sí, a ese batallón pertenecían, y su nivel de letalidad era similar al 27 Batallón de Iguala, el mismo que había participado en la desaparición y ejecución de los normalistas de Ayotzinapa.

Un día antes a los soldados ya les habían dicho que irían a los cerros y por eso el 30 de octubre de 2014 dos pelotones del 102 Batallón habían salido a las 5:45 de su base para realizar un recorrido de reconocimiento, lo que significaba que los 20 hombres que lo componían estaban de cacería, como lo habían hecho sus compañeros meses atrás, en San Pedro Limón, Tlatlaya. Esta vez el destino era otro y las órdenes de alguien enviarían a ese escuadrón a los cerros del Ocotillo y de la Culebra, ubicados en la misma dirección y colindantes entre sí, para buscar maleantes. Al menos así lo decía el reporte que les llegó a los soldados y que no se quedó nada más en eso, como tantas otras.

De manera oficial, se estaba atendiendo “una denuncia ciudadana y versiones de vecinos de Luvianos, en el sentido de que, en el Cerro del Ocotillo, acostumbra reunirse un grupo de personas que reiterada y permanentemente se dedican a cometer actividades ilícitas”.

En diez minutos, los soldados llegaron al pueblo de Santa Rosa y después buscaron la brecha para acercarse al cerro del Ocotillo. Una vez que encontraron un buen lugar para detenerse, diez de los soldados bajaron de las unidades y se encaminaron hacia arriba, hacia la cresta, por el filo mismo de los cerros, que en la sierra de la Tierra Caliente quiere decir que alguien puede no regresar.

Con ellos iba “el licenciado”, el ministerio público civil que estaba de visita en la BOM y que lo pegaron a la fuerza expedicionaria sin explicarle por qué. Los soldados le decían así, licenciado, y lo ubicaron a la retaguardia de la columna porque consideraban que era la posición menos peligrosa. De todas formas le dieron un chaleco antibalas pero no le dieron armamento.

El resto de los militares esperó abajo para cuidar las unidades. Los que iban a trepar se tardaron todavía dos horas caminando en las veredas hasta que llegaron a lo que, creyeron, era un campamento.

Esos campamentos se ven iguales todos. Los soldados que hallaron el de Ocotillo dicen que ahí había “tres parapetos hechos con material de fortuna” y que parecía que estaba habitado. Quienes los construyen saben que no estarán mucho tiempo y que tendrán que moverse hacia otra ubicación y en su andar dejan refugios como señal de que han pasado y de que podrían regresar. Cada quién levanta su techo y con cuatro palos clavados al suelo, en forma de cuadrángulo, se obtiene un hogar. Con esos palos como base ponen entonces largas ramas, hojas y plásticos para tener dónde dormir. Y a veces también levantan una cabaña, más grande, que les servirá de comedor. Troncos y a veces sillas complementan ese dominio. El campamento del cerro del Ocotillo era similar y también se halló “ropa, cobijas, envolturas de alimentos, envases de bebidas, una pequeña estufa, un pequeño tanque de gas, basura”.

Eran las 7:50, aproximadamente, cuando los soldados, parados en ese campamento, escucharon voces. Entonces avanzaron con cautela, formados en un abanico que pretendía cerrar los pasos y ametrallar si hubiera necesidad. Por fin la milicia divisó al grupo de 10 o 15, que iban armados y caminaban despreocupados. Apenas verlos, el comandante del pelotón les gritó que se rindieran, que estaban ante el ejército, pero él dice que no le hicieron caso. “Tiren sus armas, están rodeados”, les dijo exactamente el militar, cuando comprobó que esa gente “usaban fornituras tipo militar a la cintura”. Al contrario, como hacen todos los que se encuentran en el cerro a los soldados, abrieron fuego. O eso dicen los soldados que hacen todos.

Los militares respondieron al fuego y por dos minutos sus metralletas G3 restallaron contra los rivales y ahí cayeron seis de ellos. Los militares los vieron caer y también vieron cómo escapaban otros, por el lado contrario de cerro, desbarrancándose desde la meseta en la que estaban. Apenas eran las 7:50.

La mañana lucía radiante cuando las armas dejaron de activarse. Uno de los soldados se refugió detrás de un árbol, después de disparar y fue a él a quien le ordenaron que se acercara a ver si estaba vivo alguno de los tirados.

– Checa para ver si están vivos- fue la orden.

“Voy con el primero que era una persona del sexo masculino, checo con mi vista si se expandía su caja torácica, sin tocarlo porque tenía un disparo en un órgano vital, que era el pecho, me di cuenta porque le salía sangre, en eso me dice “aquí hay otro”, por lo que voy a checarlo y ésta era una persona del sexo femenino, a esta persona sí la toqué y me di cuenta que ya no tenía pulso, la toqué porque no se le veía ningún impacto, de ahí, me dice “aquí hay otro” y así sucesivamente y al irlos checando me di cuenta de que los impactos eran en órganos vitales, sin tocarlos, únicamente checando la caja torácica y una vez que terminé me separé del lugar”, dice el soldado, quien después de eso se fue a auxiliar a un compa soldado que había sido picado por un minúsculo alacrán, y por eso ya no supo lo que pasó después.

Después, los soldados se acercaron con cautela. Los muertos eran tres mujeres y tres hombres.

Los militares no lo sabían aún, pero dos de las mujeres caídas eran las niñas de 14 y 16 años a quienes sus padres buscaban hacía días porque las hacían secuestradas. Además, uno de los abatidos era el taxista por quien ya se había pagado un rescate inútil.

Siempre son crueles las descripciones de un asesinato y su lenguaje técnico las convierte además en ejecuciones de escritorio debido a la despersonalización que, dicen, es necesaria para los procesos que siguen. La niña de 14 años murió porque una única bala le penetró de izquierda a derecha, por arriba de la cresta iliaca, la cual la hirió de tal forma que sólo pudo sobrevivir tres minutos. Lo anterior significa que recibió un tiro arriba de la cadera, de alguien que se encontraba a una altura inferior a la de ella. De abajo hacia arriba.

A la otra joven los soldados le dispararon al cuello cuando se encontraba de pie y de espaldas a ellos. El taxista, que también estaba en ese grupo, recibió un tiro en el hombro, la bala atravesó su cuerpo y salió por un costado de la cintura. Respecto a estas tres ejecuciones, la CNDH concluyó en su momento que los soldados que ejecutaron los disparos nunca se encontraron de frente a sus blancos.

De los otros tres muertos, las indagatorias revelaron lo mismo, que sus victimarios no estaban de frente a ellos, y a lo sumo estaban en una posición de costado. El reguero de cadáveres formó en el piso dos hileras de tres cuerpos cada una, y sus cuernos de chivo junto a cada uno de ellos.

El peritaje efectuado primero por la PGR y después por la Fiscalía de la República señala que los caídos no dispararon sus armas porque en las recámaras y ánimas de los cañones no se encontraron nitritos, esto es la evidencia de que alguna bala saliera por ahí. Las pruebas de Griess, la ICP-MS y la de Plasma por Acoplamiento Inductivo-Espectrometría de masas comprobaron que esas metralletas no fueron accionadas.

Entonces, según la indagación posterior, quienes estaban en la cima del cerro fueron ejecutados y la escena, cerrada por los mismos soldados, pudo ser manipulada porque los agentes de la Procuraduría llegaron después de las dos de la tarde en helicóptero.

Lo que siguió después fue un operativo de búsqueda en el que no encontraron a nadie, aunque había regados por ahí siete fusiles más, cuatro fornituras con cargador y una granada de fragmentación.

La CNDH dice en la Recomendación 22VG/2019 dirigida al secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval; al fiscal general de México, Alejandro Gertz y al fiscal del Edoméx, Alejandro Gómez Sánchez, que los soldados no dejaron que el ministerio público que acompañaba a aquella expedición tomara nota y diera fe de lo sucedido. Antes que eso, selló el lugar, digámoslo así, hasta las 16:30, esperando a que llegara desde la ciudad de México personal de la extinta PGR. No dejaron pasar a nadie, y ninguna de las autoridades que llegó al sitio pudo pasar.

Eso, por indicaciones superiores, dijeron los soldados encargados de cuidar la escena de la matanza cuando se les pidió explicación.

También dice que el ejército se tomó atribuciones que no le correspondían, pues llegaron al cerro del Ocotillo atendiendo una denuncia que debió haber sido trasladada al ámbito civil, y si bien las fuerzas armadas en ese tiempo apoyaban en labores similares, no podían decidir por sí mismas los eventos en los cuales participar. Pero eso ya se terminó. Ahora las fuerzas armadas se hacen cargo legalmente de la seguridad pública apoyadas por un tercer ejército, la Guardia Nacional, autorizadas para abatir delincuentes, y la militarización de México, en 2020, continúa sin ningún tipo de freno.

Nunca se supo por qué las niñas estaban con el grupo armado, ni por qué ellas mismas portaban armas que a su edad apenas podían manejar. No se supo porque las investigaciones de las autoridades civiles no cumplieron con los protocolos para encontrarlas ni agotaron todos los recursos. No se supo tampoco lo que el taxistas, también secuestrado, estaba haciendo en lo alto del cerro, armado, y según los soldados, disparando contra ellos.

Las presuntas ejecuciones de los militares no fueron castigadas porque nadie pudo probar judicialmente que se trataban de eso y no de un enfrentamiento contra un comando del crimen organizado. Los cerros del Ocotillo y de la Culebra guardarán por un tiempo más la verdad acerca del enfrentamiento que los soldados del ejército mexicano tuvieron contra dos niñas de 14 y 16 años, respectivamente, y contra un hombre de 60 años, a quienes valientemente dispararon cuando se los encontraron durante un patrullaje… por la espalda y escondidos entre la maleza.

Tags

Cuéntaselo a todos

Noticias relacionadas

Suscríbete a nuestro boletín de noticias