Miguel Alvarado
Toluca, México; 2 de noviembre de 2019. A las seis y media de la tarde redoblan a muerto las campanas en San Cristóbal. Cada golpe significa una invitación para que vengan los difuntos y los vivos se preparen a recibirlos, con el corazón de quien los ama lleno de flores y velas. ¿Pasará lo mismo en el corazón de quien los odia? Seguramente saldrá una luz que en lugar de afecto irradie frío.
Antes de llegar al panteón de la comunidad de San Cristóbal Huichochitlán hay un accidente: un auto se ha incrustado en la parte posterior de un tráiler. Ha pasado hace menos de un minuto y apenas algunos reaccionan intentando asomarse por los cristales estallados, preguntando a gritos si alguien está vivo, si la mano ensangrentada que marcó su huella en el cristal es parte de este lado o ya lo es del otro.
Son apenas las 21:20 y ya es la noche de los muertos. Somos carne y putrefacción y la muerte no dejará de entrometerse. En Toluca ha llovido todo el día y ahora llueve sobre el puente del Cambio, cuyo trazo y cuya curva han mandado al diablo a varios cuyo destino era encontrarse con su hora atravesada.
Ya es de mala suerte morirse el día de Muertos y que llueva sobre las tumbas adornadas con la flor de la añoranza -si uno dice cempasúchil entonces la flor aquella será amarilla, abotonada, como pintada con la técnica de un artista antiguo-.
Quienes iban en el auto ahora lo saben todo y por eso ya nada les importa. Serán ahora promesas eternas, intentos para siempre, jóvenes y elegantes cadáveres humanamente arreglados para que los suyos puedan despedirlos llegado el momento. Serán, sobre todo, los fantasmas de su propia sombra, de la osadía que los llevó a conducir a ciegas, creyéndose invencibles.
Serán espectros y vagarán sus sombras.
Este es el panteón de San Cristóbal Huichochitlán, en realidad un recinto dividido por una barda tan porosa como el alma, donde habitan dios y sus demonios.
Es antiguo y otomí. La mitad del recinto es el viejo panteón y la otra es la nueva, pero ambos son un espejo compuesto por miles de velas, de flores que mañana morirán porque fueron sembradas para que duraran una noche, mensajeras de los vivos, receptáculo de los que vienen a observarse muertos mientras huelen, de los pétalos, algún perfume conocido.
“Oye, dame mi calaverita”, dice un niño otomí con la cara pintarrajeada, mientras sostiene una calabaza de plástico.
Oye mi calavera.
Oye, dame una calavera.
Oye, dame un dulce y una moneda. Y con eso estaremos todos a salvo.
Hace frío y no hay luz eléctrica en ninguno de estos panteones. El gobierno de Toluca ha querido municipalizarlos por años. Y por años se ha encontrado con la resistencia del pueblo, que lo defiende porque es suyo y sabe que si lo pierde se perderá todo. Por eso hay que venir aquí, para vernos de cerca y encender las fogatas, que nos calienten los huesos, que nos alumbren la trama silenciosa de esta mortaja entretejida en la furibunda muerte.
Por eso hay que venir aquí, para aluzar las cruces.
-A nosotros se nos murió nuestro hermano- dice el niño que ha pedido la calavera- y por eso venimos a verlo, pa’estar con él. Venimos a calentarle la cruz.
Eso dicen los tres niños, unas sombras ante el fuego que se ha encendido sobre la tumba del hermano. Ahí huele ya una cena, la comida calentada sobre la tierra del hermano, que ya muerto comerá con ellos hasta que sacie el hambre espantosa de la errancia como espíritu o su quebranto. Ahí están los vasos sobre la cruz del hermano, el vino que los padres derraman sin querer.
¿De qué está hecha la cruz, sino del amor imperfecto de quien ama?
Las tumbas son laberintos de luz y las velas representan las guías para señalar el camino. Ha llovido por la tarde y el lodo se convierte en fango, tierra oscura y pegajosa que se unta en los zapatos.
-Yo, yo tengo una madre enterrada aquí. Y era lo único que me quedaba. No viene nadie conmigo a verla porque solamente estoy yo y he pasado el hambre, he pasado el frío desde que mi mamá se fue- dice otro mientras parece enterrar la luz que sale de sus velas. Abre el paquete que guardan sus manos y con la otra parte un pedazo de queso. Entonces lo pone en la tumba y se le queda viendo, perdido en las luces que ha encendido.
¿Qué le cantas a tu difunto? ¿Por qué le lloras, con cuánta dulzura, a tus muertos?
Si uno voltea al cielo, a la inmensidad oscurecida de San Cristóbal, podrá ver llegar a los espíritus, impulsados por el viento y murmurando sus pendientes y sus cosas. El humo de la gigantesca velación les permitirá materializarse, dar con su familia y su comida para merendar, devorarse su muerte.
No. Ahora no es momento para temblar.