20 enero, 2025

¿De quién es la calle?

¿De quién es la calle?

Carla Valdespino Vargas

Toluca es el tráfico, la gente, camino sobre Hidalgo y me detengo en este pequeño parque frente a la Rectoría de Santa Clara, me acompañan tres perros a escuchar el tumulto de la calle, el canto de los pájaros. Desde aquí se puede sentir la ciudad. Me  hubiera gustado mirar cómo entra la luz por la cúpula de cristal de la iglesia; toda mi vida la he visto desde afuera, pero no es horario apropiado, son las seis de la tarde y el café de la esquina también está cerrado, el sol de primavera colma las calles, pero la ciudad comienza a dormir.

Dirijo mis pasos hacia el poniente, los pocos edificios antiguos conviven con una arquitectura variopinta. El centro escolar Lázaro Cárdenas engalana la esquina de Hidalgo y Pino Suárez. Metros adelante el edificio porfiriano de la Cervecería Modelo recuerda la migración suiza-alemana a esta pequeña ciudad con aspiraciones de dejar su esencia rural para convertirse en un centro industrial, sueños que logra un siglo después, sueños cumplidos que dispararon un crecimiento demográfico y por tanto, habitacional.

Al caminar por Hidalgo es inevitable desviarse por el Andador Constitución rumbo a la Santa Veracruz y la Catedral. El andador está lleno de gente: la gente que pasa, que no permanece; la gente que vende elotes, papas, plantas… y el mariachi que tan sólo es música de fondo de este no-lugar. Me adentro por el Portal 20 de Noviembre y me encuentro con la tienda de discos de mi niñez, Discolandia.

El viento llegó con retraso: me despeina y cruzar la Plaza Fray Andrés de Castro, en cuyo centro la solitaria Capilla Exenta espera la caída del día, resulta prácticamente imposible. Finalmente me encuentro con la Catedral, sus muros de piedra gris me resguardan del viento. Me siento en la escalinata mientras saboreo unas galletas de maíz recién salidas del comal, tan de Toluca, tan envueltas en papel china de colores vistos. Alzo la vista y la Plaza de los Mártires se extiende ante mi mirada, al fondo: El Carmen y los barrios de Zopilocalco y Santa Bárbara, tan coloridos, tan de Toluca. 

El viento no deja de soplar y guío mis pasos por Independencia rumbo al oriente, me encuentro con un pequeño café, que sí está abierto a pesar de la hora y me refugio en él a escribir. El diseño del local no permite ver la calle, sólo por una pequeña rendija logro observar la banqueta de adoquín y los zapatos de transitan por ella.

Son las ocho de la noche, las campanas de La Catedral lo anuncian, así que retomo mi camino por el andador Constitución y donde bullía la gente hace una hora, está vacío. Llegó a Hidalgo y continúo con mi viaje en sentido contrario. Los vendedores se alertan sobre una posible redada por parte de la policía. Su ciudad se reduce a un canasto lleno de elotes y a huir de las autoridades. Siempre alertas entre la venta y el desaparecer entre la gente con su mercancía escondida.

¿Lugar sagrado? No señorita, no hay tiempo de pensar en eso en mi vida, salgo de casa muy temprano con todas mis cosas, regreso a esta hora (son ocho treinta de la noche) con todas mis cosas, y así todos los días con todas mis cosas para arriba y para abajo. Querría una cocina, sí eso querría, una cocina. Fueron las palabras de una señora que cruzaba la Plaza España con todas sus cosas, mientras caminábamos hacia el Barrio de Santa Bárbara. Detrás de nosotras, todos los vendedores se adentran hacia Zopilocalco, El Cóporo y Santa Bárbara. Un peregrinaje, un ir y venir diario con todas sus cosas. 

De un tiempo a la fecha, vender en las calles se ha convertido un serio problema, no sólo en Toluca sino en muchos puntos de nuestro país: videos circulan en las redes sociales donde se aprecia cómo las autoridades despojan a los vendedores de su mercancía. En Toluca, muchas redadas han tenido lugar en las últimas semanas, incluso algunos periodistas que cubrían la nota resultaron golpeados.

Sentada frente al Cosmovitral, observo a todos vendedores extendidos sobre la Plaza Ángel María Garibay, pienso que al edificio, aún con sus grandes vitrales y sus exóticas plantas, no se le ha olvidado su esencia primaria: ser mercado. La gente va y viene, compra y vende y entonces me pregunto de quién es la calle, quién puede decidir sobre lo que sucede o deja de acontencer en las banquetas; cuál es el límite entre lo público y lo privado. 

Un ojo atento podrá observar  que la mayoría de los vendedores ambulantes son indígenas mazahuas, otomís y algunos nahuas que vienen de Veracruz. Resulta imperioso destacar que los tzeltales sólo se desenvuelven en los semáforos de los cruceros lejos del centro de la ciudad.

Las verdaderas preguntas que debemos hacernos no son si deben pagar impuestos, si tienen derecho o no a la calle para vender, las interrogantes más importantes son ¿Por qué salieron de sus casas? ¿Qué han dejado allá? Ya que, como reflexiona Manuel Delgado en su texto Sociedades movedizas: al migrar se colocan en el extremo de la precarización y la subcontratación; el trabajo ilegal, viven en el límite de la seguridad y en muchas ocasiones cruzan la frontera de lo legal para incorporarse a los filas del delito y la corrupción.

El transfondo de la situación es realmente alarmante, pues al estar en las aceras, en las calles lo único que están evidenciando es un sistema económico que los ha echado de sus lugares, pero en muchas ocasiones preferimos no mirar los problemas de fondo; quizá aplaudimos el desalojo, mientras exotizamos a los indígenas en los museos, en las ferias culturales, en los eventos de apoyo, pero a la mujer que vende tés en la calle, nadie la mira.

Retomo mi rumbo hacia esta caótica ciudad, no sin antes comprar un elote a la mujer otomí, sí, muchos nos quejamos de su presencia, pero la mayoría les compramos, ¿son acaso un mal necesario de las calles?

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