14 julio, 2025

En la casa del diablo

Miguel Alvarado

Toluca, México; 13 de abril de 2021.

Se sostuvo contra la pared y tomó aire. Se miró las manos y se dijo que qué viejo estaba. Lo dijo creyendo que lo decía para sí, que lo pensaba solamente, pero eso que pensó se le salió como un respiro sordo y por eso levantó la cabeza, para ver si alguien lo había escuchado. La fila estaba parada y en lo que respecta a él ya podían irse al diablo. Había caminado dos kilómetros, desde las inmediaciones de Ciudad Universitaria hasta el estadio de futbol y todavía no llegaba. Todos caminaban rápido fijándose muy concentrados por dónde pisaban. En la fila, a diferencia de otras, los peregrinos no llevaban celular. O sí, pero lo tenían guardado porque lo importante es lo que uno ve, lo que uno va sintiendo. Nadie graba ni habla. Nadie envía mensajes y lo que necesitan lo resuelven ahí, porque tampoco es la gran cosa.

La fila volvió a avanzar y él tuvo que avanzar con ella. Así que le dio un trago a su botella de agua, se aferró al fólder amarillo y siguió adelante. Ya había cruzado el parque en el que antes, hace 40 años, había unos campos de futbol, un potrero al que le llamaban los campos Héctor Barraza, y en donde todos los de la colonia jugaron alguna vez, con equipo o sin él. Luego lo barrieron, digamos, le quitaron el futbol y le pusieron arbolitos y un pasto que nunca pegaba. También le construyeron una pista para correr o trotar y así se la han llevado por años, pero el futbol del llano no entra a los estadios y aunque hay dos en los extremos de una línea de 2 mil metros, ahí no se va a jugar, a veces ni a ver jugar.

“Que se vayan al diablo”, dijo otra vez, por segunda o tercera vez pero él se fue con ellos, con su cubrebocas negro de 20 pesos que le había comprado al cuate de la esquina, un gordo de gorra que llevaba una reja retacada de trapos para la boca.

Ahora avanzaba sobre la avenida Morelos y cruzaba Motolinia, ya no se acordaba si antes o después estaba la calle de Vasco de Quiroga, pero ahí estaba el puesto de periódicos, donde compraba siempre el Ovaciones o el Esto. Luego ya no hubo, y el otro, el Récord, no le gustaba porque eran puras fotos, puros diagramas, puros números y los reporteros no sabían escribir y los editores no sabían editar o editaban como si se tratara de una revista de modas.

“Ya se olvidaron”, dijo después, recargado en un poste esperando por lo mismo, por que avanzara la fila, “ya se olvidaron de cómo se escribe de futbol. Nadie sabe escribir de futbol porque las palabras se les fueron en los celulares, que se las roban mientras ellos creen que cuentan las cosas de otra manera. Pero cómo van a contarlas si no tienen palabras para expresarse, no tienen nada para expresarse excepto esas caritas que son para idiotas”. Y mientras decía, a su espalda aparecía la mole del estadio, al que le quitaron lo toluco para vestirlo de inglés, de italiano o de perdida de español. A la Bombonera le metieron 800 millones de pesos para cambiarla, y luego dijeron que lo que hicieron había costado mil 600 millones, que salieron quién sabe de dónde, pero no de lo que se cobra por entrar a ver al Toluca, porque ya se demostró que ningún equipo del mundo depende de esos ingresos, ahora que el coronavirus obligó a cerrar los estadios. Ya llevan un año jugando sin gente. ¿De dónde sale el salario de Messi? Pero en términos más aldeanos, de dónde se obtiene el salario del ídolo local Rubens Sambueza, del entrenador argentino Cristante.


“¿O qué ya no es Cristante?”, dice, mientras se da cuenta de que desde donde está puede ver un ángulo del nuevo estadio, que sigue siendo un dulcero, un empaque para guardar los malvaviscos.

Al llegar a la pequeña calle de Constituyentes se uno con las primeras barricadas, los policías amontonados sobre las vallas que cierran los accesos en bocacalles que ni siquiera son las del lobo de la Caperucita. Son más bien carriles como los que se usan para llevar el ganado de un punto a otro. Y por ahí van todos, incluso los que llegan en sillas de ruedas, a quienes se les abren esas rejas para que entren con sus aparatos. Ellos por un lado y los que pueden andar por el otro. La fila ya se recarga en las bardas del estadio y es a esta altura que las cosas se detienen, igual que las nubes, igual que el sol que se ha tapado por la mole del edificio, igual que las ganas de seguir delante de algunos, que al final encuentran unas banquitas callejeras que aprovechan como pueden los que sienten las rodillas en el suelo.

Las rodillas en el suelo, pero hundidas en la tierra, mejor dicho, las tuvieron los tolucos durante meses. A finales de año pasado los que enfermaron se encontraron con que no había cabida en hospitales públicos, y que los privados cobraban hasta un millón de pesos, imposible para casi todos. Pero no sólo no había dinero. Tampoco había medicamentos y el oxígeno, ese que venden en tanques alargados, verdes, que parecen misiles miniaturizados, constaba entre 10 mil y 30 mil pesos. Los concentradores llegaron a venderse hasta en 90 mil pesos cuando los precios, antes, de la infección, era de seis mil. Esa locura se la tragaron quienes en su familia tuvieron un enfermo. Se la tragaron incluso con el enfermo muerto o agonizando y no han sido capaces de perdonar a un sistema económico caníbal que nos ha descubierto que hasta la muerte tiene un valor mucho mayor que nuestras propias vidas. Toluca, al cierre del 12 de abril, registra 2 mil 113 muertos por covid y 15 ml 460 infectados. Todo esto hay que multiplicarlo por siete, dicen algunas autoridades municipales.

La frase que dijo el viejo cuando estaba recargado en la pared tiene ese sentido, aunque él no lo sepa. Que se vayan al diablo esos que hicieron negocio con los vivos, con los muertos, con los que se van a enfermar porque se acerca lo que los estudiosos del coronavirus llaman la tercera ola, que no es otra cosa que la muerte de nuevo.

II

El estadio cuya remodelación costó mil 600 millones de pesos sigue siendo el mismo. Es como uno, que cambia todo el tiempo para permanecer igual, porque la entraña es la entraña a pesar de las altísimas puertas con el logotipo de los diablos, que a la luz de las 12 del día relumbran innecesarias como el ojo de un cíclope corporativo, que al final resulta cierto porque el Toluca es propiedad de Valentín Díez Morodo, un adulto mayor de 81 años -quien heredó el club de su padre, que se llamaba Nemesio y a quien trataban de “don”- pero que por su propia cuenta se hizo ultramillonario. De él dice una crónica del diario El Financiero, escrita por Mario Maldonado, que “fue uno de los artífices de la mayor venta de una empresa mexicana a una extranjera: la de Grupo Modelo a AB InBev, por 20 mil 100 millones de dólares, en el 2013, y ahora forma parte del consejo que negoció lo que será la tercera adquisición más grande de todos los tiempos: la de SAB Miller por parte de ABI, operación que podría significar más de 110 mil millones de dólares. Este empresario mexicano, descendiente de españoles, es el consejero por excelencia de la clase empresarial del país. Su nombre figura en más de 30 consejos de administración de grandes corporativos, instituciones y museos. Pese a que es políticamente correcto, pues también juega el rol de cabildero, es común verlo hacer bromas con sus conocidos y hablar sin tapujos sobre cómo logró que “en México y 180 países la cerveza fuera Corona””.

Ahora, el hombre que se ha recargado en la pared, que ha mandado todo al diablo, que ha caminado 2 mil metros, que ha escuchado más o menos interesado a un cuarteto musical amenizar la angustia de la fila, ahora entra por una puertita a la propiedad de un hombre que hizo una venta por 20 mil millones de dólares.


Delante y detrás van personas como él, jubilados o todavía obligados a trabajar porque este mundo puede ser cualquier cosa menos equilibrado y eso se nota en cualquier ciudad, en cualquier esquina de cualquier ciudad.

Así que entra y toma un poco de gel del dispensario casi agotado que pusieron para los usuarios, y se adentra por el área que da acceso a la cancha. “Es un pinche patio largo, largo, con una escalera bonita”, dice, mientras atiende las indicaciones que lo sientan en primera fila, junto a una veintena más, en sillas metálicas plegables.

Aquí ya se siente otra cosa, porque se pueden ver las mesas en donde están las vacunas, que representan la segunda dosis de la misteriosa Pfizer, y a las enfermeras que preparan las inyecciones. Dentro de un rato al grupo que acaba de entrar le tocará la inyección y en 40 minutos, más o menos, estará fuera, vacunado.

– ¡A ver, a ver ese brazo!- dice una de las enfermeras a un hombre que se descubre el hombro. Mientras él la ve, le dice lo que muchos no dicen pero que piensan, pues cómo no.

– Aguas con las jeringas vacías, ¿eh?

La enfermera ni se inmuta. Mejor le soba con un algodón y lo pica de volada. Pero sí le dice, en el tono del barrio que todavía parece escucharse en ese pinche patio largo, largo, construido o aprobado por el hombre que hizo una venta de 20 mil millones de dólares.

– ¡Atttsssss! ¡Qué asssó, qué asssó!- dice ella mientras se ríe y el inyectado le agradece porque ya pude considerarse relativamente a salvo, en unos 20 o 22 días.

Nadie sabe qué habría pasado si ese pinche patio largo, largo, construido o aprobado por un hombre que hizo una venta por 20 mil millones de dólares, no hubiera sido prestado para las vacunaciones. Seguramente se habría conseguido otro patio, no muy largo, no tan pinche y construido o aprobado por un hombre o una mujer que jamás en su vida habría podido hacer una venta por 20 mil millones de dólares.

La una. Y todo al diablo.

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