Miguel Alvarado
Toluca, México; 21 de septiembre de 2019. Para Julio César Mondragón Fontes ir a Guerrero significa la última oportunidad de seguir estudiando dentro del sistema normalista rural. Estudiar en Ayotzinapa era para él un honor, y llegó con la ilusión de poder cumplir: cumplirse a él mismo, a sus familiares y a la niña que recientemente había nacido, fruto de la unión con Marisa Mendoza, la pareja con la que vivía. Eran mediados de 2014 y Julio ya había pasado todos los exámenes y las pruebas que exigía Ayotzinapa y para allá se fue, entonces, mientras prometía a su tío, Cuitláhuac Mondragón, que esta vez sería discreto y trataría de dominar su carácter, que ya en las anteriores escuelas -Tiripetío en Michoacán y Tenería en el Estado de México- en las que había estado, lo había metido en problemas por criticar y señalar la corrupción de los líderes estudiantiles que le habían tocado.
– Muy comunistas y muy socialistas -les había reventado en plena reunión a los dirigentes de Tenería, pocos años antes- pero ustedes toman dinero que no les corresponde. Julio César, oriundo del pueblo de Tecomatlán, fue expulsado al poco tiempo. Lo mismo sucedió en Michoacán, por las mismas razones.
Finalmente tenía 22 años y el corazón embravecido. Después de sus primeras experiencias buscó trabajo en otras cosas e hizo de todo, en busca de su camino. Probó incluso como guardia de seguridad en la estación de Observatorio, para la empresa ETN y también entró, en algún momento, a la Universidad Pedagógica Nacional, en la ciudad de México, pero no era su destino.
Su madre, Afrodita Fontes, lo recuerda como un chico inquieto pero siempre solidario, que era reconocido en la comunidad por su espíritu de servicio, por su habilidad para el deporte y el ejercicio y por el amor que le tenía a su hermano, Lenin.
Afrodita relata que Julio se despidió de ella, previo al viaje hacia Guerrero. Llegó a su casa y su madre, al escucharlo, se levantó para hacerle unos plátanos fritos, que eran uno de los platillos preferidos de su hijo. Mientras comía, platicaron en el comedor.
– Ahí le encargo todo, mamá, porque ya me tengo que ir.
Ella lo veía y lo escuchaba y sabía que estaba emocionado.
– Me dijo que ya se iba. Se despidió de mí, pero yo no sabía que realimente me estaba diciendo adiós, porque él de alguna manera sabía que no iba a volver -recordaba Afrodita mientras observaba el pequeño altar que le había hecho a su hijo, en un rincón de su casa, cuando ya todo había pasado.
El asesinato del joven normalista, la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, le cambió la vida a la familia Mondragón, la que desde el primer minuto, cuando se enteró de que el cuerpo tirado en el Camino del Andariego, en la zona industrial de Iguala, era el de Julio, supo que debería encarara la prueba más fuerte de sus vidas. Porque no sólo se trataba de la pérdida, del duelo que de inmediato se instaló en todos ellos, sino también de la asimilación de un asesinato cuya saña apenas podía encontrar casos similares.
Lenin, el hermano menor de Julio, siempre le preguntó cómo era vivir en Ayotzinapa y Julio le respondía que ahí casi todos los compañeros eran más humanos que en las otras escuelas, aunque también guardaba sus dudas respecto de otros de ellos. Antes de partir a Ayotzinapa, Julio le contó a Lenin un sueño, el cual lo había impresionado.
– Julio me dijo que soñaba que corría en una ciudad desconocida y que alrededor de él el cielo atronaba. Como si estuviera en medio de una guerra. Se oían disparos y gritos y de pronto un gran dolor hizo presa de él. Duró poco, porque después ya no escuchó nada ni sintió nada y el cielo era un cielo estrellado. Yo creo que mi hermano soñó su muerte, que la ciudad era Iguala y que por donde corría era la calle en donde lo levantaron. El dolor que sintió significaba lo que le hicieron y después, el descanso de la muerte.
Y es que a Julio César, la noche de 26 de septiembre de 2014 alguien o algunos lo levantaron después de que los estudiantes de Ayotzinapa cruzaron Iguala bajo la metralla de policías municipales, lo desollaron en vida.
Ese rostro sin cara fue la primera evidencia de que lo que había pasado en Iguala no era menor y alguna mano diabólica lo subió a internet. Fue gracias a eso que su familia terminó de convencerse que era él y entonces todo comenzó para ellos desde el lado más doloroso del infierno.
Cinco años después, junto con el destino final de los 43 de Ayotzinapa y los otros dos normalistas asesinados, la muerte de Julio es uno de los misterios más grandes de la normal rural. No hay respuestas para las preguntas que siguen y siguen, cada vez más alejadas del día de los hechos.
El 26 de septiembre se cumplen cinco años de la desaparición de los normalistas y también cinco años del homicidio de Julio. Ninguno de los casos tiene algún viso de respuesta a pesar de que la Comisión de la Vedad de Ayotzinapa ha buscado, porque en serio lo ha hecho, sin encontrar nada.
Julio corre, en los pasillos de la escuela, con su playera roja y su bufanda, mientras se dirige a los autobuses que los trasladarán a Iguala, a las 5:30 de la tarde del 26 de septiembre, mientras se despide de quienes se quedan. – ¡Ámonos, güey, ámonos, güey! -va gritando Julio, de bajo de la incipiente lluvia y del arcoiris que cubrió por un momento el cielo de Tixtla.