Marco A. Rodríguez
Si hay algo más fastidioso que quien insiste en que la cerveza debe tomarse tibia para apreciar los sabores que se suprimen cuando se traga fría o casi helada, sin duda alguna es una mosca encerrada en cualquier habitación.
Ayer, desde ya muy noche y hasta la madrugada de hoy, se coló a mi habitación una de éstas que claramente andaba en perico. El polvo lo habría conseguido a escasas dos calles de mi casa, escenario que minutos después convertiría en escuela de aviación.
Ahí, con los supuestos rehabilitados -o en proceso de- del Doble A, cogería con ahínco la droga.
La balita voladora no paraba de zumbar: iba a la derecha, a la izquierda, sobrevolaba a altura media, iba para abajo y regresaba. Hacía ocasionales aterrizajes forzosos apenas necesarios para descansar las alas y volver, luego, a las andadas. Estaba muy arriba. La droga hacía lo suyo y claramente alguien tenía que pagar las consecuencias de su intoxicación.
Jamás se resolverá el enigma de cómo es que llegó hasta mi cuarto, si las ventanas tienen sus respectivos mosquiteros; no obstante algo queda claro: salen de cualquier lugar y viven sólo para joder y comer caca. Justifican su vida a costa del hartazgo ajeno.
Estaba a punto de dormir luego de un día entre libros, cuadernos con manchones de salsa color naranja y trabajos plagiados de una generación de alumnos preparatorianos a los que no les importa nada más allá de tener saldo e internet en un teléfono dizque inteligente, cuando, de momento, un aleteo irrumpió mi hasta entonces momento de relajación. ¡Qué ingenuo fui al pensar que un insecto chiquitín en nada alteraría mi sueño y sistema nervioso!
Dormido más que despierto, me levanté por no menos de 40 minutos intentando asesinar a la diminuta bola negra -gemela de frijol- que para luego de 5 minutos volaba silenciosa, apenas emitiendo el ruido suficiente para encender mi coraje.
Con movimientos torpes e igualmente discretos intenté por una, dos, tres, veinte y más de cincuenta veces, aplacar de un calcetinazo al animal pero sin éxito.
Por lo oscuro del tiempo y la tenue iluminación de las lámparas del techo, la mosca apenas se distinguía cuando paseaba por las cortinas blancas, pues si el vuelo era rumbo al clóset o puerta, se camuflaba a la perfección.
Tras varios intentos fallidos, con dolor de brazo por el esfuerzo y, muy seguramente, un par de alas agotadas y efecto efusivo cada vez menor, le atiné. La moscucha aquella no logró esquivar el calcetín negro con estampado de Snoopy y cayó moribunda. La –póngase el insulto de su conveniencia- mosca murió. La maté. Fue su muerte igual de placentera que la cerveza helada que bebe ahora su verdugo mientras describe el episodio de este thriller.
Luego entonces, hoy a dormir en paz.