Miguel Alvarado
Toluca, México; 15 de octubre de 2019. Nunca supe por qué lo hicimos, quizá por aburrimiento o porque eran demasiadas las horas que pasábamos en la Redacción. Resulta que también estábamos cansados, como se cansa una Redacción muy joven que vive cada día sin pensar en el siguiente, sin creer que las semanas se cumplirán sin dar cuenta de la lección que deja el tiempo.
Estábamos en el diario Cambio, que en esa época, hace más de 15 años, se ubicaba en el centro de Toluca y por eso todo nos quedaba cerca, por lo que siempre caminábamos. Conocíamos cada uno de los callejones, una por una las esquinas que otros pasaban así, sin más; las cantinas que había cerca, las taquerías, las tortas, las esquinas de las prostitutas y los trasvestis y de quienes las regenteaban, la vieja vecindad en la que vivían y que aún está en pie, sobre Humboldt, antes de Morelos, una casona que de noche sigue siendo misteriosa. Toluca siempre resulta lenta y difícil durante el día, pero en las noches es otra, y en ese entonces su negrura insinuaba. Para mí ese fue el punto de partida de cosas como Ayotzinapa, cuando Guerrero apenas era el lejano sol de un puerto, y lo que había allá no se parecía a nada porque sólo era el sonido del mar.
En esas sombras también estaba lo que se había reservado para cada uno de nosotros, una suerte muy distinta y desigual emanada del mismo punto, de esa oscuridad que sin querer uno agita. Uno empezaba a reconocerse en lo que hacía, lo cual también funcionaba como el espejo que nos espeta lo que no podríamos conseguir jamás: historias de reporteros valientes y bien escritos motivo de envidia y admiración, y que hoy siguen siendo muy pocos, casi nadie.
Era octubre y en el centro olía al azúcar de las calaveras, a los cafés que abrían tarde y cerraban temprano a causa del frío. Pasábamos entre los que repartían hojas membretadas con promesas de vida eterna, una certeza que no asegura nada, ni siquiera que se pueda continuar, porque en todo caso daban cuenta del mal fario, de la muerte como una medición que siempre sigue al que se siente reportero.
En ese entonces las muertes de mujeres -todavía no se les llamaba feminicidios- comenzaban a sobresalir de entre todos los asesinatos. Los recuentos eran desoladores y desde 1999 la ciudad le disputaba a Ciudad Juárez aquel trono de sangre que sus propios homicidios le habían construido silenciosamente, en los tiempos de Alfonso Navarrete Prida como procurador de Justicia de Arturo Montiel.
El cielo era lento y antártico y en el oficio de los reporteros aprendíamos a no detenernos, a pensar en el camino, como de pasada, mientras uno comía o iba al baño. Todo lo demás era la velocidad del sinsentido, incluso sin internet, sin las redes sociales absorbentes como lo son ahora.
Qué tiempos tan buenos. Qué tiempos tan malos.
A aquella Redacción iban los reporteros locales: Mario Vázquez de la Torre, Jorge Solís, Veneranda Mendoza, Neus Rafols, Sandra Rosas, Jorge Vargas y otros que pasaron por el diarismo pero no se quedaron. No me acuerdo de todos, porque fueron demasiados. Pero ellos no se quedaban por las noches, excepto cuando les tocaban las guardias.
Lo más disfrutable de las jornadas llegaba por la noche, cuando cerrábamos la edición y las calles nos tragaban rumbo a casa entre sombras, ebrios y vagos con la cámara fotográfica en la mano. En esa época uno pasaba como una sombra pero nadie y menos que yo, pensaba en el espanto, en el ejercicio de fantasmas que se nos venía encima.
Mis espantos ahora habitan en los hongos, en esa parte porosa que es el alma.
II
En la duermevela de las guardias nocturnas que imponen las redacciones de los diarios, a Claudia Gutiérrez se le ocurrió que podíamos hacer algo distinto en lo que esperábamos la revisión de las galeras. Ahora, el oficio se ha hecho viejo o más bien, ha sido sustituido. Nadie revisa galeras porque se diagrama para plataformas electrónicas, y el papel y las tintas son cada vez más el recuerdo de lo que no quiere irse. Y como eso son los fantasmas, los que nos habitan y anidan en lo oscuro, en el hueco del corazón que a veces no es del tamaño de uno.
Y Claudia, quien en ese entonces estudiaba Letras, y que después se convirtió en una académica de renombre, propuso entonces jugar a la oujia, a las once de la noche, cuando algunos bostezaban mirando a los diseñadores usar el misterioso pagemaker.
– Pero cómo le hacemos- dijo Israel Martínez, quien años después fue columnista de Milenio y se llenó de conocimiento a fuerza de estudiar.
Claudia, quien para todo tenía una respuesta, sacó entonces una hoja blanca, de las que se conocen como tamaño carta, y sobre ella comenzó a dibujar el alfabeto, como el que aparece en los juegos de la ouija que aún se venden en algunos centros comerciales. A, B, C, D y todas las letras fueron trazadas con un bolígrafo tan barato como la hoja misma, al tiempo que también ponía tres palabras, el “sí” y el “no”, y también el “adiós” -que después supimos servía para cerrar una sesión espírita- así como los números del 0 al 9. Claudia tomó un vaso simple, de cristal, que estaba junto a la cafetera y dijo que todo estaba listo.
La miramos con cierta burla, sobre todo yo, que esperaba cualquier cosa menos eso, pero nadie dijo nada, es decir, nadie dijo que no y todos seguimos las instrucciones de quien entendimos que estaba acostumbrada a jugar aquello.
– Pongan todos uno de sus dedos sobre el vaso, y vamos a ver si se mueve.
Y, quién sabe, quizá porque no había más que un siseo a las once de la noche, hicimos lo que ella nos decía.
– ¿Hay alguien ahí?- dijo Claudia Y en ese momento el vaso comenzó a moverse.
El vaso se encontró dando vueltas y dirigiéndose hacia donde estaba escrita la palabra “sí”. Nadie dijo nada, nadie miró a nadie pero tampoco nadie retiró la mano.
– Ah, ya está, ahora vamos a preguntar cosas- dijo Claudia emocionada.
Pero del resto, nadie estaba emocionado y algunos ya veían de qué manera podían descubrir el truco. Mirábamos por arriba o por debajo, los ojos y las manos de los otros y medíamos la presión que cada uno ejercía sobre el vaso casi viviente. Pero nadie encontró nada.
– ¿Quién eres?- volvió a preguntar Claudia y el vaso se movió otra vez, esta ocasión hacia la J, después a la U, la A y después a la N. Juan. El espíritu invocado tenía un nombre, el más común de todos y quizá por eso yo no lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es que las preguntas que siguieron no solo funcionaron, sino que nos fueron poniendo nerviosos, porque siempre respondía de manera acertada, hasta que alguien, sin cortar el contacto con el vaso, gritó:
– ¡Ya, ya! ¡Esto es una tontería! Yo quiero preguntar algo, a ver si es cierto- dijo entonces el enojado. A ver, ¿cuál es la enfermedad que yo tengo?
– La ouija entonces, volvió a moverse, esta vez más rápido por todo la extensión del papel, como buscando algo. Al final, como si midiera el tamaño del descreimiento, encontró y señaló una E. Después se deslizó hasta donde estaba una P y enseguida una I. E-P-I-L-E-P…
Quien había preguntado guardó silencio entonces, y por algunos segundos todos se quedaron en silencio también. Nadie sabía, por supuesto, acerca de esa enfermedad, y no podían haber manipulado el vaso para que se deletreara. Eran las 11 de la noche y comenzaban a salir las primeras galeras, aunque para la portada faltaba todavía una hora. Pero la respuesta de la ouija había sido correcta.
El silencio se rompió con otro grito, de la misma persona:
– ¡No lo creo todavía! ¡A ver, ahora sí una pregunta en serio!- y poniendo otra vez los dedos sobre el vaso, dijo- ¡Oujia, dime cuándo me voy a morir!
El vaso comenzó a moverse de nueva cuenta, pero cuando ya marcaba un número, Claudia levantó su mano y al mismo tiempo rompió el contacto que se hacía, porque su segundo movimiento fue arrastrar el vaso.
– ¡Eso no se puede preguntar! Entonces tomó el vaso, se llevó el tablero en forma de hoja y se fue.
Y con eso terminó la sesión, porque además había 24 galeras para revisar.
Pero nadie se dio cuenta de que no se había cerrado la sesión.
III
– Estás jugando ouija- me dijo Selene cuando llegué a la casa.
– ¿Eh?
– Estás jugando ouija, yo lo sé. Estaba dormida, hace rato, y soñé con cuatro personas que se sentaban en un espacio parecido a una cocina, con velas encendidas y con un tablero de papel. Tú jugaste a la ouija, no sé si con esas personas, pero hay algo que hicieron y que no terminaron, y hay algo que se salió de control en ese juego.
– No, cómo crees- dije- a mí no me interesan esos juegos.
¿Cómo se había enterado? Alguien le habría avisado, pero eso era muy poco probable. Entonces, ¿cómo sabía y por qué me había dicho que había cuatro personas jugando si en realidad éramos más y no estábamos en una cocina, ni siquiera en una mesa?
Pero así era Selene, y es que ella sabía cosas y otras veces ya lo había demostrado. Pero nunca su visión extraordinaria había sido tan clara como lo que ahora me decía.
Yo estaba asustado porque las respuestas que nos había dado el vaso en su movimiento habían sido todas correctas. Ya era de madrugada y en la casa todos teníamos sueño, así que nos fuimos a dormir. Selene, apenas despierta, me dijo: “no vuelvas a jugar, porque no sabes lo que estás haciendo”.
Yo le dije que sí y me dormí. Al otro día, mientras me metía a bañar, todavía dormido y mientras caía el agua y me devolvía poco a poco la conciencia, noté que algo viscoso se deslizaba por mi brazo. Abrí los ojos y vi que el agua era roja porque tenía sangre. Entonces descubrí que mi brazo izquierdo estaba arañado con profusión. Algo parecido a unas garras habían marcado y penetrado mi carne y me habían producido heridas profundas durante la noche.
En ese momento me vino el recuerdo de la ouija y la desazón de saber que algo estaba pasando, algo que no comprendía del todo, pero que se parecía a una niebla posándose, se apoderó de mí. Revisé bien el brazo y vi que eran cinco las heridas que lo recorrían, desde la muñeca hasta el codo. Eran largas líneas sangrantes, de buena profundidad. Eran un desgarro, un jirón en la piel.
Las sábanas de la cama, cuando fui a verla, estaban empapadas. Buena parte de la noche había salido sangre y una mancha cubría el lado donde yo dormía. Por suerte, Selene no se había percatado, así que cambié la ropa de cama para llevarla a la lavandería, de camino al trabajo.
– ¿Seguro que ya no vas a volver a la oujia?- me dijo Selene en la puerta de la casa.
– Seguro, ya no voy a jugar otra vez- le dije, mientras escondía la mancha de sangre en la sábana que llevaba.
– Es que algo pasó, yo lo sé. Y si sigues en eso te va a suceder algo que no vas a poder remediar.
IV
Fui el primero en llegar a la oficina. Siempre era el último y a veces era el primero. Mientras encendía las computadoras fueron llegando los demás. Uno a uno, con cara de empacho, mostraron algo que les había pasado en alguna parte de su cuerpo. Todos teníamos marcas sangrantes, aunque las mías habían sido las mayores.
– ¿Y entonces qué está pasando?- dijo Israel Martínez.
– No, nada- dije yo. Fue una casualidad. A lo mejor nos lastimamos solos porque estábamos impresionados.
– Ojalá que sea eso- dijo José Antonio Tostado, el diseñador a quien también le había sucedido lo mismo.
Así, cerramos la boca y nos dispusimos a trabajar. Sería miércoles o jueves, y todavía le quedaba un buen trecho a la jornada. Ese día ninguno de nosotros se alejó de la oficina. Salimos apenas a comer y nos regresamos pronto.
Por la tarde, ya nadie hablaba del tema, pero de todas maneras había inquietud porque al menos yo tenía la intención de seguir jugando a la ouija para ver lo que realmente estaba pasando. Eso pensaba hasta que llegó Claudia, con los ojos llorosos, desaliñada, cabizbaja.
Entonces se echó a llorar y cuando pudo calmarse le enseñamos nuestras marcas, pensando que ella tendría alguna. Pero lo que le había pasado a ella era distinto, porque algo se le había metido al cuarto donde vivía, en el centro de Toluca.
– ¿Algo?
– ¡Sí! ¡Algo! En mi cuarto hay una niebla espesa, como si hubieran encendido una hoguera adentro. Apenas se puede ver y se siente algo… una presencia.
Después nos dijo que había jugado antes a la ouija, en la cocina que compartía con otro departamentos, con algunas de sus amigas. Y que habían colocado cuatro velas en los extremos de la mesa. Que ellas eran cuatro.
Era lo mismo que me había descrito Selene, la noche anterior, y de lo cual yo ya no dije nada.
Así pasamos ese día. Callados y apurándonos. Salimos temprano y lo primero que hicimos fue ir al departamento de Claudia, para ver cómo estaba. No era niebla lo que había. Más bien, era la sensación de algo espeso, como si se caminara entre esponjas y no pudiera verse bien. Como si hubiera niebla. Y en ese cuarto, amplio y con grandes ventanas, había algo, una presencia que acechaba. Revisamos todo. Debajo de la cama, los clósets, lo que había ahí. Alguien abrió las ventanas , pero aunque el aire entraba seguía sintiéndose aquello.
Se sentía como una garra.
Después de eso, creo que todos dejamos de jugar a la ouija, de hacerle a la clarividencia, al espiritismo de caja de Sear’s. Nadie volvió a hablar de eso y los años nos ubicaron donde cada uno está, en caminos casi opuestos.
La ouija, una puerta misteriosa de la que yo todavía me burlo, pero que he aprendido a no tocar, mucho menos a entreabrir.
No todavía.