Marco Antonio Rodríguez Soto
El primer muerto apareció pasado el mediodía, cuando teníamos encima toda la fuerza del sol. Vi cómo de su cuerpo se escurría la sangre y vi también sus manos resecas y tiesas que se enroscaban como queriendo palpar un poco de la vida que se le iba. Entonces sentí un mareo que me hizo desvanecer. No sé cuánto tiempo fue, pero al volver en mí, ese cuerpo estaba ahí, con sus ojos muertos y extraviados, empapado en fluidos de un tono carmín. No volvió a ver más la luz. Tampoco volvió a escuchar Los Yonic´s.
Era martes porque esa mañana no olió a café. Mi papá tomaba ese día para descansar y restregarme las ventajas de ser su propio jefe. Como cada semana, yo tendría que ir a la preparatoria a dar mis dos horas de clase y quedarme a platicar con las secretarias de Control Escolar que siempre tienen mejores temas que cualquiera de mis colegas, pero esa ocasión no sería así, pues acordé con el Negro y el Míster en ir a echar el almuerzo a los tacos de pollo que nutrieron nuestra adolescencia y parte también de esta incipiente adultez.
Pero tampoco hubo tacos.
Estaba hojeando el periódico y sus cotidianas notas mal redactadas de “comandos armados” y “occisos asesinados con violencia”, para, quizás mañana o pasado mañana, entregarlas a mis alumnos del taller de Redacción y que éstos localizaran las redundancias y copetes o entradillas de las notas, pero un golpe seco me hizo apartar la vista del papel.
Sin mediar palabra, dos sujetos me tomaron por la espalda y me llevaron al infierno. Mi resistencia fue domada por los tres disparos que soltó uno de ellos, como queriendo matar las nubes.
– ¡No le hagas al pendejo, compa, ya te cargó la verga!- dijo entonces el que estaba a mi derecha-¡Más te vale que le bajes de güevos!
– ¡Se confunden, carnal!- traté de pronunciar, pero mis palabras se fueron junto con las balas disparadas.
– ¡Que le bajes, pinche puto, orita te voy a torcer antes de llegar!
Los gritos en torno a mí se fueron diluyendo. Temblaba descontroladamente y ahora ya no podía ver, pues una bolsa negra de tela áspera cubría mi cara. Fue entonces, cuando dejé de escuchar la algarabía, que otros más aparecieron para amarrarme y golpearme hasta el desmayo. Cuando por fin la camioneta se detuvo, me bajaron, ya desamarrado y sin capucha. Intenté abrir los ojos pero el sol me lo impidió.
*
Entonces vi a mis verdugos. Estaban armados hasta los dientes y sus voces, distantes e imprecisas, apenas pronunciaban monosílabos. Ellos preferían comunicarse mejor con balas. Desde entonces entendí que si el miedo era el lenguaje, las balas serían el énfasis de la oración. No estaba solo. Éramos unos quince, dominados por el terror que inspira un arma en manos de un asesino. Uno de ellos nos ordenó quitarnos la ropa y pronto aprendimos a descifrar órdenes que nos daban sin hablar.
Desnudos ya, fuimos agrupados a voluntad de quienes minutos antes interrumpieran mis lecturas diurnas. De mi celular, de Negro y Míster jamás volví a saber nada. Volteé a ver las nubes heridas de bala e inútilmente supliqué una intervención divina, pero claro, nadie contestó.
-Órale, putos- dijo uno con cubrebocas de calaca. La extensa oración nos daba la orden de acelerar nuestros movimientos y el corte al arma insistió en que, de no hacerlo, probablemente las balas terminarían hundidas en cualquier punto de nuestro cuerpo.
Cuando el grupo se hubo desprendido las ropas de encima, una nueva arma salió a relucir. Aquella manguera tipo anaconda se llenó de agua helada para más tarde ser vomitada sobre nosotros. Así fuimos todos bautizados con el yugo de su amor, aunque el sacramento no estaría completo sin el acto supremo de purificación.
Formados en tres filas pasamos, uno a uno a sujetar, a la vez, los polos de una batería de carro. Así vi desplomarse a la mayoría y más tarde ser resucitados con el mismo método que les hiciera caer. Pero hubo uno a quien no le hizo efecto la reanimación; uno que desde nuestra llegada cantaba con voz temblorina y desafinada una canción de Los Yonic´s: “[…] al pensar que me quisistes y hoy conmigo tú no estás”.
Supimos después que el compa fue albañil hasta antes de ese día en que vino con la promesa de trabajar para una empresa “importante” como guardia de seguridad. Quizá murió sin saber que nunca llegaría a ser eso que le dijeron, y, como no resistió las descargas eléctricas, el del tapabocas de calaca le dio tres disparos para asegurarse que no diera un “sustito”, como esos muertos que golpean las tapas del ataúd en plena misa.
Pum. Pum. Pum.
Era poco más del mediodía, pero el sol tan fuerte apenas nos daba consuelo.
A su entender, la bienvenida constaba de ese procedimiento, pero lo hacían, como después supe, para quemar cualquier aparato de geolocalización o micrófono que llevásemos escondido en nuestras entrañas y que pudiera ponerlos en riesgo; en aquel momento solo supimos que nuestro compañero el albañil; el que canturreaba a Los Yonic´s, estaba muerto.
Así fue como entendimos que nos encontrábamos en una escuela de sicarios.
Esa muerte afianzó el terror pero también nuestra disciplina y obediencia. Aprendimos a no comer, a no dormir e incluso a no hablar. Poco a poco fuimos entendiendo su lenguaje. Nos pusieron a hacer labores de vigilancia y con frecuencia algunos de los revólveres que usaban nuestros captores pasaban por nuestras manos. Pero un día, uno cualquiera, otro de los nuestros fue también mandado a dormir. El compa tembló de más al armar su pistola y con esa misma lo mataron.
-Putos no quiero- dijo un hombre de voz ronca.
Pum. Pum. Dos balazos perforaron su pecho.
El polvo blanco que asomaba en las orillas de su nariz daba cuenta de que el hombre pudo hallar en cualquier excusa la oportunidad perfecta para reducir el número del grupo. Así, entre amenazas y muertes, transcurrieron días y noches sin el olor al café de los martes y las pláticas en Control Escolar.
Una mañana con ese sol ardiente recordé al Negro y al Míster cuando, en recompensa, los encapuchados nos llevaron pollo rostizado, pidiéndonos poner los huesos aparte, en una bolsa. Recordé que el Míster nos pedía lo mismo, pues más tarde daba esos huesos al Brandy, su perro salchicha. Hasta entonces la mañana parecía digerible. Pero en la Tierra de Nadie nada es casualidad, nada es para siempre. Los huesos que guardamos nos fueron colocados en la planta de los pies como plantilla de nuestro calzado, ya para entonces roto. Con el dolor de cada paso fuimos llevados al patio donde tantos de nosotros perecieron. Ahí nos echaron encima dos chamarras invernales y fuimos colocados en fila. El sol estaba enfurecido.
La orden fue mantener el rifle con que nos equiparon por al menos dos horas, sin bajar la guardia un solo segundo. Sabíamos las consecuencias de desobedecer y no obstante ahí cayó otro más que no soportó las mordeduras de hormigas rojas que se subían desde nuestros pies y con la misma arma lo golpearon hasta noquearlo.
Pum. Pum. Pum. De tres balazos falleció.
Estábamos próximos a nuestra graduación en la Escuela del Terror, pero nadie nos aseguraba que pudiéramos tener éxito. El grupo se fue reduciendo y es que lo que en un principio fue obediencia, más tarde se volvió intuición. Ya no bastaba con atender y cumplir las órdenes enunciadas por los encapuchados sino comprender su estado de ánimo y sus múltiples deseos.
Esa misma tarde, ya con los pies lacerados e incluso todavía sangrantes, el mismo de la nariz polveada pidió a uno de los nuestros bajarle el cierre de su pantalón y colocarse en la boca el duro pene que escondía. La orden fue precisa. Ya hincado y dejando escapar de sus ojos el sudor de la impotencia, nuestro compañero se acercó al hombre, pero de súbito cinco cohetes lo frenaron.
Pum. Pum. Pum. Pum. Pum, cinco balas le destrozaron el cráneo.
-¡Aquí no queremos putos!- remató el hombre entre risas. La última bala confirmó la oración. Pum.
El día de nuestra graduación comimos carne de secuestrador. Para los encapuchados ésa era la muestra última y suprema de lealtad al equipo. Nos llevaron a cinco chavillos que habían levantado a una niña para, más tarde, cobrar rescate, pero fueron interceptados antes, incluso antes de que llegaran a su destino. Los trajeron de la misma forma que a nosotros, pero no tuvieron las mismas oportunidades. Uno a uno, nos ordenaron destazarlos; arrancarles la piel como pétalos a una gerbera: con delicada rudeza.
Esa fue la última prueba. Ahí terminarían nuestros días en el infierno, donde se llega sin querer y se vive de la misma manera, donde el agua es el alimento más puro y deseado, y en ocasiones el mejor platillo; donde la vida es muerte y la muerte es vida; donde el olor más dulce es el de la sangre que también escurre junto con los sueños.
Cuando sus cuerpos quedaron seccionados, tuvimos que cortar un trozo y llevárnoslo a la boca. En esa parte se depuró por completo el grupo, del cual sólo quedamos seis aunque por poco cinco y es que uno escupió la carne cruda, pero se salvó con la última oportunidad que le dieron de masticar, con todo y el empanizado de tierra que se le había pegado.
Era martes y esa mañana olió a todo, menos a café. Recordé que papá tomaba café ese día desde temprano mientras me restregaba las ventajas de no tener jefe. Como cada semana, yo habría tenido que ir a la preparatoria para dar mis dos horas de clase y quedarme a platicar con las secretarias del Control Escolar que siempre tienen mejores temas que cualquiera de mis colegas. Pero ese día no hubo plática ni tacos de pollo. Ese día el menú fue por mucho distinto.
Ese día al fin conseguí permiso para «abrocharme los tenis», como es que le llaman a la rendición por honor y la baja consecuente de uno de nosotros. Habiéndonos graduado entonces, y sólo entonces, teníamos oportunidad de decidir nuestro destino. Cinco aceptaron los ciento setenta dólares semanales. Yo no.
El protocolo fue el mismo: colocaron en mi cabeza una bolsa negra de tela áspera y me dejaron en el mismo lugar del cual me habían levantado. Como si el tiempo no hubiera pasado el periódico seguía ahí, restregándome las consecuencias de la violencia en un país dominado públicamente por el narcotráfico: “Escuela del Terror: así recluta sicarios el CJNG”.
Sobre el autor:
Hay una constante renovación en las generaciones de creadores de Toluca. Necesariamente jóvenes, las nuevas voces en la escritura comienzan a sobresalir y a ocupar los espacios que la ciudad ofrece. Sin embargo no son muchos y de esos pocos que hay, todavía menos son los que destacan por la potencia y calidad de sus letras. Uno de ellos es Marco Antonio Rodríguez Soto (Toluca, 1993), quien ejerce el duro oficio del periodismo en una de las tierras más yermas y por lo menos más indiferentes del país. La constante fábrica de información que eso representa lo ejercita todos los días puliendo lo que en realidad vale la pena. Osado, como todos los que tienen algo que decir, a Marco lo único que se le complica es el silencio y por eso sus relatos están llenos de la vitalidad de las ciudades y los viajes, del tufo a verdad y a mentira que el periodismo le ha enseñado, pero sobre todo lleno del descubrimiento del amor a lo humano, a lo impredecible que resulta serlo. Originario de Toluca, es una de las columnas que sostiene el portal de noticias Viceversa, pero además es un ejecutante de la guitarra clásica como su paso por el Conservatorio de Música del Estado de México lo indica. Que escriba como lo hace no es casualidad y prueba de ello es este relato, una ficción que bien podría estar ocurriendo en este momento.