Karen Colín: diseño. Miguel Alvarado: texto e imagen.
Toluca, México; 30 de enero de 2023
Qué raro se ve al secretario técnico de la Comisión para la Verdad de Ayotzinapa (CoVaj), Félix Santana, trabajando de la mano de militares. Hace unos años, Santana y quien esto escribe íbamos a Tixtla, Guerrero. Iba con nosotros Lenin Mondragón Fontes, quien buscaba una respuesta para el asesinato de su hermano, el normalista Julio César Mondragón, a quien masacraron la noche del 26 de septiembre de 2014 en las calles polvorientas del Camino del Andariego, en la zona industrial de esa ciudad de Guerrero. Su muerte ocurrió cuando los normalistas de Ayotzinapa, casi todos alumnos de primer año, fueron enviados a tomar o secuestrar camiones. Sus dos dirigentes principales, el ahora diputado federal plurinominal por Morena, Manuel Vázquez Arellano, y David Flores Maldonado, ahora director en la SEP, ordenaron esa salida pese a que conocían lo letal que era para los de Ayotzi la ciudad de Iguala, pese a que sabían la amenaza de muerte proferida por los Guerreros Unidos un año antes contra ellos, y la prohibición de poner un pie. Vázquez y Flores ignoraron todas las señales que indicaban a cualquiera con una mediana comprensión de la violencia que en ese entonces -y ahora más- se desarrollaba en Guerrero.
Pero que enviaran a 137 jóvenes al matadero es apenas una irresponsabilidad inaudita. La decisión representó más que eso. Y las consecuencias las seguimos pagando todavía muchos de nosotros, la escuela, las familias, los desaparecidos, los muertos, Julio César Mondragón, para empezar.
La decisión que llevó a los normalistas a Iguala aquel 2014 es la historia de una infiltración permanente e histórica en la normal de Ayotzinapa, pero también en el resto de las 16 escuelas que pertenecen a ese sistema. Ahora sabemos que el soldado infiltrado identificado justamente por el Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI), Julio César López Patolzin, no era el único. Hay por lo menos otros cuatro militares encubiertos que estuvieron en la normal ese 14 de septiembre, y desempeñaron funciones específicas.
Hay un caso emblemático, el del alumno ETA, quien fue asesinado al concluir sus estudios en Ayotzinapa. Reportado como desaparecido en el estado de Morelos, testimonios de algunos de sus compañeros lo ubican como un soldado en activo en 2014. Perdió la vida en 2019 y la línea que lo ubica como parte del ejército se investiga todavía.
El asesinato de los 43 de Ayotzinapa no habría podido realizarse sin la participación de aliados del ejército, del narco y de las fuerzas fácticas que operaban y operan en Guerrero, y que consiguieron que los 137 normalistas de primero fueran enviados a Iguala.
Del fenómeno de la infiltración nadie quiere hablar porque implica aceptar que las estructuras de las organizaciones son débiles y son susceptibles de rendirse a amenazas u ofrecimientos que cambian la lealtad de algunos. Pero esos que cambian son generalmente personas que tienen influencia y pueden tomar decisiones para movilizar a grupos y que hagan determinadas acciones.
Esas fisuras han sido aprovechadas siempre y todos los movimientos sociales tienen sus espías, sus infiltrados, sus informantes. Estos personajes se encuentran en los medios de comunicación, en la propia CoVaj, en la Fiscalía General de la República, en la oficina del presidente Andrés Manuel López Obrador y por supuesto en las fuerzas armadas.
Este es el país de las delaciones, de los secretos a voces. Y la infiltración precipita el fin de algo, de alguien, sobre todo el fin de quienes se oponen a gobiernos y regímenes, a cúpulas. Las organizaciones sociales se fracturan generalmente por eso, y muchos mueren por la misma causa.
La infiltración revela debilidades de militantes y engaña a quienes genuinamente creen y militan en un movimiento porque además de encontrarse bajo vigilancia, son convencidos de que hagan tal o cual cosa, o vayan a ver tal cual o cual lugar, donde son vulnerables. En Ayotzinapa, la infiltración terminó con la vida de al menos 90 personas esa noche de Iguala, pero los asesinatos relacionados con el caso continúan hasta hoy, y son más de los 26 que contabiliza la FGR y la propia CoVaj.
La infiltración es una estrategia que usualmente implementan las fuerzas armadas para conocer los detalles de quienes consideran enemigos. Lo han hecho por años y lo siguen haciendo.
Por eso, es extraño que Félix Santana aparezca posando junto a un grupo de militares “que dan continuidad a las actividades” de la CoVaj, que coadyuvan en el “acceso a los archivos y planimetría, que mejoran los procesos de digitalización y que elaboran una planeación para el acceso y operación a instalaciones militares”, dice el propio funcionario en la red social de Instagram, el 27 de enero de 2023. Como fondo, cuatro militares y tres civiles, entre ellos el propio Félix, están fotografiados en ese acto de «cooperación» inaudito.
Aquel viaje a Tixtla a Lenin Mondragón, a Santana y a quien esto escribe nos llevó por Iguala. Ahí, en el retén de El Tomatal, tomé una foto de los soldados que revisaban algunos autos. Entonces nos detuvieron.
Lenin, que había perdido a su hermano recientemente, fue el más impactado porque era inevitable relacionar esto con aquello. Fuimos amablemente del auto, que revisaron con minucia mientras preguntaban qué era esto y aquello. Al final nos dejaron ir y pudimos seguir camino.
La presencia militar era para todos nosotros execrable porque estaba al servicio del poder, cualquiera que éste fuera. Además, quienes nos detuvieron eran parte del 27 Batallón de Infantería, aquel cuerpo que desapareció a los 43 de Ayotzinapa, el mismo que participa como mando activo en las búsquedas actuales de los restos de los normalistas.