Miguel Alvarado
Toluca, México; 18 de agosto de 2019. Esta es la biblioteca de Stella. Han pasado dos días desde las protestas de mujeres contra la violencia que el Estado, la policía, la sociedad y los hombres en general ejercen contra ellas, aparecieron las siguientes noticias: “En México hay 99 víctimas de delitos sexuales por día”, que da cuenta de un dato que todos los días se mantiene igual, ni más ni menos, y que en la miseria de los números ya no sabemos lo que significa, las circunstancias de cada caso, los nombres de cada una. También apareció otra nota diciendo que “Identifican a mujer calcinada en Minatitlán”, Silvia Jazmín, a quien destazaron y calcinaron por partes, en una especie de parrilla con la esperanza de hacerla desaparecer por entero. O esta otra: “Hallan sin vida a Judith Abigail en Amozoc”, de 28 años, y cuyo cuerpo descompuesto fue hallado a un costado de la carretera a Alpuyeca. La última vez que la vieron con vida fue en un campo de tiro, a donde había acudido acompañada de un amigo. Tres sujetos se la llevaron después de que su camioneta tuvo un accidente, se sabe únicamente desde la oscura versión que justifica el amigo. O también esta: “Encuentran muerta a Dafne Michelle; había ido a una fiesta” en Durango, de la cual ya no volvió, aunque posteriormente fue localizada en algún punto de la carretera de Parral. Es cierto, algunos de las asesinatos ocurrieron antes de la protesta, pero igualmente se suman al estado de terror que vive el país y ante el cual no se ha pronunciado nadie. Las únicas que lo han hecho son las mujeres. Pintaron monumentos, rociaron con pintura a los que pasaban, rompieron los cristales de una estación de autobús y en general insultaron, mordieron, arañaron, patearon, agredieron.
La verdad se quedaron cortas.
Eso, dijeron muchos, no era una protesta porque vandalizaron y no se combate violencia con violencia. Pero si denuncias y nadie te atiende, entonces pintas. Si nadie te atiende, entonces, rompes. Si nadie te atiende, entonces agredes y a veces, muy pocas, también, eso vuelve visible a quien ha sufrido un abuso, un secuestro, un despojo, una violación. Los únicos que no vandalizan son los muertos, hombres y mujeres, porque de ellos todo es impronunciable.
Lo mismo pasó cuando Ayotzinapa. Lo mismo pasó cuando Tlatlaya. Lo mismo pasó cuando Atenco. Lo mismo pasó cuando Tlatelolco y lo mismo pasó en el silencio anónimo de cada una de las familias que han sufrido de algún tipo de violencia, porque n con Fox, Calderón, Peña o con Obrador alguien, en el gobierno, alguien ayuda, por lo menos escucha.
A veces a uno le cuesta mucho entender que sí, que hay que pintar, ladrar, morder, aullar, pegar, vandalizar porque esto es todavía un Estado genocida incapaz de hacer algo por alguien. A veces uno entiende hasta que le pasa algo.
Entonces dan ganas de voltearse uno mismo al revés.
Recorro el librero de Stella. Siempre me pierdo en el arsenal de libros que contiene y que junto a los míos forman una especie de babel, de ordenado caos que incluye cómics y revistas de toda índole, colocados según el sistema que se le ocurre a cada uno. Pienso en Stella y en la vida que le ha tocado vivir. Una gran parte de esta ha sido buena, muy buena, y en ese tramo ha sido amada, querida y respetada, pero hay otra parte que no, que ha representado lo contrario, lo inverso, lo terrorífico porque la violencia que la rodeó –y no solo la rodeó, sino que la hizo presa- alcanzó los niveles de barbarie que vemos cotidianamente. Tiene suerte de estar con vida. Fue tal que la obligaron a irse de su casa siendo muy joven y afuera, si bien encontró apoyo, también se halló de frente con su vieja conocida. En eso pienso mientras recorro el laberinto de sus libros.
Aquí está, por ejemplo, La voz de las cosas, de Marguerite Yourcenar, una de las presencias más potentes de la literatura universal, porque sus Memorias de Adriano y el Opus Nigrum le dieron el estatus de superestrella, las cuales hay que leer y después volver a hacerlo hasta quedarse sin ojos. Su nombre real era Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour, nacida en Bruselas, la misteriosa capital de Bélgica y después nacionalizada norteamericana. A ella la leí hace mucho, cuando el suelo del mundo se abría todos los días y yo no terminaba de comprender que ese descenso terminaba en el sur y que más allá no había nada. A Yourcenar la dejé la vez que el sol, por así decirlo, no salió más. Algunos la confunden con la británica Daphne du Maurier, una voz penetrante pero de otra manera, que tuvo el atino de contar la historia de Los pájaros, una novela corta acerca del odio de las aves contra el hombre, la respuesta que estas esgrimieron contra su máximo depredador. Desoladora, la narración lo fue aún más porque Alfred Hitchcok la hizo película y una escena terrible, la más de todas, se quedó para siempre grabada en quien la vio en 1963, y que mostraba a Rod Taylor y Tippi Hendren escapando silenciosos y acobardados en su auto, cruzando el campo erizado de pájaros, que los miraban pasar, posados en el suelo, esperando el momento para echárseles encima.
Casi todas las mujeres que conozco han sufrido algún tipo de violencia, sobre todo de tipo sexual, y a ninguna de ellas le creyeron cuando lo contaron, ni siquiera sus familias. A todas las llamaron por lo menos mentirosas y después vengativas, malas, chantajistas. Antes de conocer esos casos, la violencia sexual para mí era un tema de películas, libros o noticias que narraban un ámbito que hace 40 años ni por asomo me rozaba.
Primero no, pero después sí.
Casi todos los reportajes que por siete años hice tenían que ver con algún tipo de violencia, sobre todo sexual, contra las mujeres. Historias de narco se entrelazaban con desapariciones, levantones, cuerpos calcinados, desmembrados y por supuesto violaciones. Esto último lo encontré en las cárceles a las que me metí, en el camino a Ayotzinapa, en mi breve paso por Acapulco, en las montañas de Ayutla, en las calles filosóficas e intelectualizadas de la ciudad alemana de Heidelberg, pero también en la capital de México, cuando en la primera marcha por los 43, hace ya cinco años, una mujer recorría la multitud a contraflujo, buscando periodistas para contar su historia. Ninguno se paró, excepto dos jóvenes que trataron de calmarla, pero que no eran reporteros. En sus manos, a modo de pancarta, llevaba un periódico de Chihuahua donde se narraba el secuestro de una mujer perpetrado por policías. Ella, la que lloraba, era la madre de la niña, y lloraba porque los secuestradores habían obtenido su libertad y ahora las habían sentenciado a muerte. En esa marcha francotiradores del gobierno peñista se apostaron en las azoteas del centro de la ciudad para apuntar a la multitud, en caso de que algo saliera mal. Pero, ¿qué podría salir mal cuando ya todo estaba mal? A las nueve de la noche un joven, casi niño, gritó a nadie pero a todos que por el andador Madero se podía llegar más rápido al zócalo. Pocos metros más adelante, jóvenes muy jóvenes pero muy militares y vestidos como anarquistas -de negro, con paliacates cubriéndoles el rostro- arremetían contra los muros metálicos de contención con barras, picos y mazos. Las paredes aquellas no duraron ni 5 minutos y la boca siniestra del andador Madero se abrió, iluminada solo en tramos, mostrando sus enormes dientes ennegrecidos. La gente, por alguna razón, se dirigió hacia ella y a punto de entrar alguien alertó con otro grito.
-¡Es una trampa, no entren! -dijo una mujer.
Entonces un grupo organizó una cadena humana e impidió el paso a todos hasta que el resto entendió. Está comprobado que en las multitudes se presenta un fenómeno que induce a seguir al de adelante, a la imitación. Es el comportamiento del rebaño, del que se han aprovechado por siglos los infiltrados, la verdadera cuña que resquebraja cualquier asociación o movimiento.
Pero la historia de la madre aterrorizada de Chihuahua que pedía ayuda nadie la escribió, y poco después la mataron junto a su niña. Ese caso sí salió en una portada de El Gráfico, al lado de un futbolista y de una mujer desnuda, pero en esa nota nadie dijo que ninguna autoridad apuntó que los matadores eran o fueron agentes policiacos.
Nadie se detuvo, ni hombres ni mujeres, para indagar un poco, apuntar su teléfono, abrir aunque fuera una puerta de papel. Nadie, ni por piedad ni por ser crueles, pudo traspasar la superficie de aquella mujer, que lloraba y sigue llorando todavía porque a veces la sueño.
En los pasillo de la Comercial Mexicana uno indaga la superficie, por lo menos lo inmediato: tostadas Mi reina, un tratamiento contra lombrices promovido por edecanes muy jóvenes y atractivas. La ropa Cherokee, el espíritu de libertad, anunciado por una mujer en ropa interior. En las cajas de cobro, la portada del Metro, la portada de El Gráfico con su dosis de sexo, muerte y futbol en su carátula. Eso es lo que hay entre jitomates y tintes para el pelo, entre las Zucaritas del tigre Toño y las maneras casi simiescas de los carniceros, que ejercen su poder en el reducto de una mesa de corte.
Es la Comercial Mexicana y todo está sexualizado, los movimientos de la gente, las posturas, el mensaje con el que se promocionan las llantas para autos, los juguetes, los estereotipos del superhéroe, los albures que se escuchan, las groserías que uno dice. ¿Quién está a cargo de la educación? ¿De configurar los valores en la casa, de transmitirlos, de vigilar que las conductas se cumplan? ¿El papá? ¿La mamá? ¿Los dos? ¿Todos?
En los estantes del librero de Stella está Vicente Huidobro, con su Altazor matemático que todo lo sabe porque contiene un universo. Chileno, el autor dejó otro legado pero su gigantesco poema lo ha sepultado incluso a él mismo:
“Ahora la mirada descarga los ojos demasiado llenos/ en el instante en el que huyen los ocasos a través de las llanuras/ el cielo está esperando un aeroplano./ Y yo oigo la risa de los muertos debajo de la tierra”, decía Huidobro a los 21 años, apagando pero encendiendo una llama que habrá que reconocer cuando nos toque consumirnos.
Hay otras historias que acuchillan a mis conocidas. A Diana su padrastro la violó cuando tenía 12 o 13. Después le contó a su madre pero ella le dijo mentirosa, lo cual dejó en Diana una huella que años después se tradujo en otro país, una especie de huida que le permitió dejar atrás, primero, esa violación, y después tratar de vivir con eso, acomodándose en otro idioma, en otro horario, con otras reglas. Lo hizo todo bien, pero siempre habrá una costra que repentinamente todo lo cubra. Ella, de 12 o 13, denunció a la policía al padrastro violador pero no pasó nada. Ya después habría tiempo para aclaraciones, le dijeron, pero en ese momento no, porque no y en ese negarse a ni siquiera abrir la boca es cuando algunas cosas suceden dentro de nosotros.
Las cosas se caían en el temblor de 2017, entre ellas los libros, a los que había que acomodar otra vez en su sitio. En algunas casas, como en esta, los libros son una parte de la familia, pues aunque uno no lo sepa los libros la contienen en algunas palabras o imágenes, en lo magnético que resultan. En este libro Stella me leyó un pasaje y en este otro alguien buscó una referencia. La encontró porque subrayó alguna indicación. Es el Crímenes ejemplares, de Max Aub, que recopila algunas de las razones que esgrimen los homicidas para hacer lo que hacen y que vienen a cuento aquí:
“Lo maté porque me dieron 20 pesos para que lo hiciera”, dice una confesión.
“– Antes muerta”, me dijo –Y lo único que yo quería era darle gusto”, dice otra.
“La maté porque era mía”, escribe Max Aub. Y después corrige: “La maté porque no era mía”.
Así, pues, nada hay que agregar, excepto que entre enero y junio de este año murieron asesinadas 17 mil 608 personas, lo cual representa un crecimiento de 5.3 % con respecto a las mismas fechas en el año anterior, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Como a Stella, a mí me gustan los libros, pero últimamente no puedo leerlos porque alguna fuerza me impide abrirlos o concentrarme desde las primeras líneas. Sin embargo, leo mucho sobre seguridad nacional y Guerrero, releo mis notas de los diarios de Ayotzinapa deseando terminar para poner algunos puntos finales y leo en las insuficientes líneas de lo que hay afuera. Sé que no volveré a leer como antes, y quizá se deba a que esta vida que me toca ver es mucho más monstruoso e impronunciable que los libros descansando en las paredes sacrificadas al oficio que tenemos.
Ella no me lo dice, pero a Stella le pasa lo mismo.