Miguel Alvarado
Toluca, México; 31 de enero de 2020. Si algo sobra en México es la ficción. La vemos y vivimos en todas partes y aunque no existe nos afecta de manera tal que terminamos por aceptarla como parte de nuestra común realidad, que estalla ante nosotros todos los días, ubicándonos en los distintos frentes que, como una antigua guerra nos masacra sin matarnos.
Un ejemplo de la ficción en México puede ser como sigue: Fernando Escalante es un ensayista que en la separación dicotómica que hace la desafortunada Cuarta T podría definirse como fifí. Escalante escribe en el diario Milenio y es profesor del Centro de Estudios Internacionales en El Colegio de México. Se dedica a la sociología, a narrar la historia tratando de encontrar perspectivas interesantes y que uno, desde la paradójica realidad en la que vive, apenas puede articular. Sus temas son interesantes y desde el escritorio que los aborda han sido tejidos con el rigor que cada uno de ellos necesita: neoliberalismo, guerrilla, la colombianización de México, el narco, la violencia furibunda han pasado por su pluma, la cual es ágil, casi liviana.
Hace poco, decidió que el tema de Ayotzinapa e Iguala podía tratarse desde esa posición, la silla y el escritorio, sin conocer, sin ir, sin hablar con los involucrados, visibles e invisibles, tomando como referencia las notas del reportero Héctor de Mauleón, otro audaz periodista a la distancia y de John Gibler, este sí, un cronista de los de a deveras.
Escalante, junto con un joven llamado Julián Canseco Ibarra, escribió y publicó un libro llamado “De Iguala a Ayotzinapa. La escena y el crimen”, en el cual apunta que los sucesos del 26 y 27 de septiembre de 2014, fueron construyéndose de manera que siempre, cualesquiera que fuera la investigación para resolverlos o explicarlos, el Estado resultara culpable y terminara pareciéndose a Tlatelolco. En una presentación del libro, en una de tantas librerías Gandhi, Escalante afirmó que a Julio César Mondragón Fontes, el estudiante desollado vivo la madrugada del 27 de septiembre en esa ciudad, no le arrancaron el rostro, sino que esa barbarie fue obra de los animales del lugar en donde su cuerpo fue tirado. Dijo, sin más ni más, que el rostro de Julio fue comido por la fauna.
Tengo frente a mí las imágenes del cuerpo masacrado de Julio César, las cuales me han acompañado todos los días desde hace seis años. Él era un joven de 22 años, oriundo de Tenancingo, en el Estado de México y es una de las claves que debe resolverse para ayudar a responder los sucesos de Ayotzinapa.
Son varias las fotos que hay, algunas publicadas poco después de su muerte y otras muy privadas, que muestran su cuerpo en la plancha del Semefo de Iguala, junto con los otros muertos de esa jornada, por ejemplo el de Blanca Montiel Sánchez, otra mexiquense que había viajado toda la noche desde Texcoco para encontrarse con su hermana, que vivía en Guerrero Por alguna razón, su camión llegó atrasado, a la hora en que los chicos eran masacrados. Ella, como pudo, tomó un taxi, pero ese auto fue detenido a balazos. A ella le desprendieron uno de sus dedos, el cual quedó tirado en la carretera, a la altura del crucero de Santa Teresa, donde también balearon al equipo de futbol de los Avispones de Chilpancingo.
El cuerpo de Blanca, sin dedo, porque esa parte de su cuerpo se quedó en la escena de los hechos hasta que lo fotografiaron y le practicaron la primera forensia, fue llevado al Semefo donde estuvo un buen rato junto a los restos de los normalistas asesinados, Mondragón Fontes, Julio César Nava y Daniel Solís. Esos cuerpos fueron llevados al Semefo, ya se dijo, atravesados de balas y golpes, custodiados por policías estatales disfrazados de médicos legistas y enfermeras.
Tengo frente a mí las fotos de todos esos cuerpos, también las del Zurdito, David Josué García, futbolista de los Avispones, y del chofer Miguel Lugo, a quien apodaban El Barcel, que estaba enfermo del corazón. Esas fotos muestran rostros deformados por el impacto de proyectiles de alto calibre, brazos y piernas destrozados, y salvajemente tratados por los forenses, uno de los cuales escondió el ojo arrancado de Julio César Mondragón en el pecho del joven, donde permaneció pudriéndose hasta que forenses argentinos lo exhumaron para realizar una segunda autopsia.
Para Escalante, la crueldad contra Julio César radicó en dejar el cuerpo en un lugar donde los animales podían comérselo. Ese lugar es el Camino del Andariego. Escalante ignora cómo es el Camino del Andariego, donde se ubican el C4, la planta de la Coca-Cola, el SAT, el hotel del Andariego, una planta de Pemex. El cuerpo de Julio César fue arrojado a 500 metros de las puertas del C4, que los soldados controlaban en ese momento.
Tengo enfrente las fotos del rostro sanguinolento de Julio y se observa lo siguiente: un corte en forma de gota practicado en el pecho, que sirvió para ir arrancando la piel hacia arriba, de modo que el rostro saliera en una sola pieza. Se observa también un corte de borde nítido alrededor del rostro, el cual tiene la nariz sumida a causa de golpes. Hay un corte de 6 centímetros de profundidad, a lo largo de toda la frente. Se observa que una de las orejas está aplastada mientras que el ojo derecho se ha desprendido hacia la profundidad del cráneo. El otro, el izquierdo, ha sido arrancado con todo y nervio óptico y yace a metro y medio del cuerpo, el cual está vestido con una camiseta roja, que según esas fotos no tiene una gota de sangre. Sobre ese ojo, vale la pena apuntar que los animales que Escalante dice que comieron de Julio, no lo devoraron, lo cual resulta extraño cuando se trata de un cuerpo blando que no ofrecía ninguna dificultad para engullirlo.
Eso sí, los animales que dice Escalante que comieron ese rostro arañaron el paladar de Julio, ya expuesto y sin piel. Eso es lo que también dicen los forenses argentinos. La CNDH proveyó a Escalante de la versión que sostiene y cuando la cuenta, ríe en un simulacro de risa parecido a un estertor.
“Lo peor fueron las risas durante la presentación (no sé si en el video se escuchen tal como las viví: de lo más incomprensible, tratándose de asesinatos)”, dice uno de los asistentes a esa presentación.
Escalante forma parte de la ficción mexicana que estudia los sinsentidos de la vida, pretendiéndolos analizar aunque se carezca de la herramienta necesaria para hacerlo, que es la inteligencia, el sentido común. Alguien le dijo que Ayotzinapa y Julio César podían abordarse así como así, desde su oficina y apoyado por un joven de engolada palabra.
A veces las imágenes de Julio han sido usadas en público para mostrar la brutalidad de su muerte y evitar lagunas que después se llenan con imaginativas opiniones. Casi siempre, quienes las ven, lloran porque no pueden creer la barbarie reflejada en las cuencas del chico. Y casi siempre hay alguien que se levanta entre los asistentes y señala que esas imágenes desoladoras son excesivas. La Universidad Libre de Berlín prohibió amablemente su proyección y otros académicos e investigadores opinaron alevosamente que “alguien se imaginó el infierno por el que pasó el chico y describió eso imaginado como si fuera real”.
Las imágenes de Julio, tirado en el Camino del Andariego a las 9 de la mañana del 27 de septiembre de 2014 no deben olvidarse porque todavía existen –y son muchos- eruditos como Escalante.
Para entender lo que le pasó a Julio hay que estudiar y buscar la explicación de expertos en temas de tortura como el médico austriaco Ricardo Loewe. También hay que caminar por el lugar donde Julio murió y después seguirle la pista a su celular robado. Por último, hay que conocer a su familia.
Enfrente de mí está Lenin, el hermano de Julio, quien desde 2014 busca justicia para su hermano. Nunca se recuperará del todo y su familia deberá sobrellevar esta historia lo mejor que pueda.
Escalante, perdido en la praxis de la ficción, tendría que haberse reflejado en los ojos ausentes de Julio, en ese rostro cuya piel se halla extraviada para, entonces sí, comenzar a articular.
El libro en cuestión fue publicado por la editorial Grano de Sal y cuesta 145 pesos, casi nada por las 168 páginas que le dan forma.
Sin embargo, lo más importante de todo esto es ue Julio César tiene una cita pendiente con Escalante, para explicarle qué le pasó a su rostro arrancado.