Miguel Alvarado
Toluca, México; 13 de febrero de 2020. Qué es la violencia. No se sabe -yo no- cómo es que la violencia letal ha llegado a ser tan común y tan aceptada por este país que resulta poco menos que importante. Resulta extraño el día que nadie muere asesinado por otro, que no hay un enfrentamiento entre sicarios y el gobierno, que después de quitarles las capuchas resultan los mismos, o que los miles de delitos diarios de pronto se suspendieran. Que una mujer, sobre todo, aparezca muerta, su cuerpo ultrajado de todas las maneras posibles. Son las mujeres quienes padecen la violencia más brutal, más insistente, más repetitiva, menos castigada. Eso, que se le tipifica como feminicidio, un crimen de odio, es en realidad un genocidio que nadie nombra. Un genocidio es el exterminio sistemático de un sector de la población por condiciones de sexo, raza o estatus social. Y, contrario a lo que se piensa, no se necesitan los 6 millones de judíos que exterminaron los alemanes o los 52 mil palestinos que exterminaron los judíos hasta 2016.
¿La violencia en México es un problema de salud pública? ¿De seguridad nacional? ¿La agresión es impulsiva? ¿Es premeditada? ¿Cómo influye el contexto en el que viven los asesinos? ¿Cuál es la responsabilidad del Estado, del terror que emana de los gobiernos? ¿De qué sirve estudiar a los homicidas si parte de ese terror con el que se vive de manera cotidiana proviene de abstracciones como la pobreza extrema, la desigualdad y la ignorancia? La cultura machista, el permiso auto-otorgado para poseer al otro están insertos en casi todas las acciones cotidianas. También se encuentra en el lenguaje y en las imágenes que se consumen en redes sociales. Eso que se ve es apenas una milimétrica parte de la profunda realidad mexicana de la violencia que se asume como algo que pasa, sin tiempo ni espacio, sin razones ni consecuencias.
La imagen de una mujer desollada, desde el rostro hasta las rodillas, tirada en la cocina de su casa, persigue a todos los que la vieron. El feminicida fue su esposo, quien ni siquiera puede decir por qué la mató, por qué la desolló, por qué tiró a la coladera las entrañas que le iba arrancando con un cuchillo, con las manos.
O más bien sí: “se me metió el diablo”, dijo Érick Francisco Robledo de 46 años, bañado en sangre, encerrado en una patrulla, donde permaneció los primeros minutos, con la mirada perdida, como una avispa.
– Tu nombre completo -le pregunta un policía al asesino de Ingrid Escamilla. Ella tenía 25 años y era de Puebla. En la casa donde la mató estaba también un joven autista de 15 años, hijo de él, quien presenció todo.
– ¡Suélteme!- grita apenas el asesino, a quien mantienen con las manos atadas, detrás de la espalda, en la colonia Vallejo de la ciudad de México.
– Nomás tu nombre completo- le dice el policía.
– Francisco Robledo Rosas.
Así, con el cuerpo de Ingrid tirado en la cocina de su casa, el primer interrogatorio al feminicida se deslizaba como una lenta pesadilla, mientras alguien lo filmaba. El respaldo donde se recargaba ya tenía un cuajarón de sangre, que escurría en seis líneas, sobre la superficie blanca de lo que en ese momento era el símbolo de la justicia en este país: una patrulla, un policía, un asesino, la sangre coagulada.
– Fecha de nacimiento…
– 22 de septiembre de 1973.
– ¿De dónde eres originario?
– Huauchinango, Puebla.
– El motivo… por el cual estás lleno de sangre…
– Pooor la herida en la cabeza…
– ¿Te sangraste la cabeza? ¿Con qué?
– Por la discusión con mi esposa, anoche.
– ¿Discutiste con tu esposa anoche? ¿Por qué motivo?
– Porque se enojó de que andaba yo tomando.
– Andabas tomando tú.
Sí, dice el asesino con un movimiento de cabeza.
– ¿Tú en qué trabajas? -sigue preguntando el policía.
– Te digo que soy ingeniero civil.
– ¿En dónde desempeñas tu trabajo?
– Es que yo trabajooo… ora sí que cuando tengo trabajo y a veces nhh…
– ¿Cómo se llama tu esposa?
– Ingrid… Escamilla… Vargas.
– ¿Cuántos años tiene?
– 25.
– ¿Y tu hijo?
– ¿El que estaba, el chiquito? Tiene 14 años.
– ¿Y por qué fue el motivo que le hiciste eso a tu esposa?
– Te digo que empezamos a discutir… y seguimos discutiendo… nos empezamos a… a forcejiar. Después me dijo que… que me quería matar y le digo pues mátame…
– ¿Y luego?
– Le digo: pus mátame. Y estábamos ahí en la cocina. Le digo, pues de una vez. Que saca un cuchillo, le digo: de una vez. Y fue cuando… primero como que me lo enterró y le digo: dame más fuerte, de una vez. Y me pegó dos veces más.
– ¿Y por qué la destazaste?
– Eh… no quería que nadie se diera cuenta.
– ¿Cómo fue que la mataste?
– Con ese mismo cuchillo que me golpeó se lo enterré por el cuello.
– ¿Y dónde tiraste todas sus partes, sus piezas, la carne que la quitaste?
– Le digo que al… le digo que al drenaje.
– ¿Por qué quieres ocultar los hechos?
– Por… vergüenza, miedo.
– ¿Tienes más familiares por aquí cercas?
– ¿Quién?
– Tú.
– Pues aquí, aquí cerca… sí… dice el asesino mientras se acomoda de nueva cuenta en el asiento, el símbolo de la justicia en México, y trata estirar los brazos- vivimos en la ciudad.
– ¿Qué familiares tienes? – pregunta el policía.
– ¿Y ella tenía más familiares por aquí?
– No.
– Estaba sola…
– Puesss… sí. O sea, tiene familiares pero están en Ecatepec.
Después, las fotos de Ingrid, los restos de ella fueron circulando en las redes sociales. Algunos diarios como El Gráfico o Basta la pusieron en primera plana. Ella, su cuerpo mutilado, sin vísceras y estropeado por la acción del cuchillo carnívoro, esperó tirada en la cocina de su casa a que los policías recorrieran el lugar. Tomaron fotos del baño, de la taza del baño desprendida para que las entrañas pudieran entrar a las tuberías, de la cocina en donde bolsas verdes ya estaban dispuestas para guardar algo.
Días después, mientras vinculaban al feminicidio a Francisco Robles Rosas, declaró que quería suicidarse y por eso lo enviaron al Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial. El añejo alegato de “yo no sabía lo que hacía” o “no quería hacerlo pero ella me obligó” se filtra en las palabras del asesino, quien se excusa diciendo que ella lo agredió primero.
“La violencia […] es la agresión que tiene como meta el daño extremo, incluidas las lesiones que dejan cicatrices físicas y emocionales en las víctimas durante un periodo prolongado e inclusive la muerte”, dice la tesis de Nallely Arias García, “Evaluación neuropsicológica en internos penitenciarios mexicanos”, que intenta explorar los motivos de tanta crueldad.
Ingrid Escamilla había denunciado, siete meses antes, agresiones de su pareja pero las autoridades sólo tomaron su nombre.
Especialistas como la antropóloga y feminista argentina Rita Segato apuntan que “en el caso de los feminicidios, de las agresiones y de las violaciones también hay una deuda pendiente de los medios con la sociedad. Cuando se informa, se informa para atraer espectadores y por lo tanto se produce un espectáculo del crimen, y ahí ese crimen se va a promover. Aunque al agresor se lo muestre como un monstruo, es un monstruo potente y para muchos hombres la posición de mostrar potencia es una meta. Entonces el monstruo potente es éticamente criticado, es inmoral, pero a pesar de eso es mostrado como un protagonista de una historia y un protagonista potente de una historia. Y eso es convocante para algunos hombres, por eso se repite”.
La muerte de Ingrid es similar a la sufrida por el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, Fontes, quien fue desollado en vida la madrugada del 27 de septiembre en Iguala, Guerrero, durante el levantamiento de los 43 normalistas por fuerzas policiacas, militares y municipales. A su homicidio se le atribuye la condición de lesa humanidad, y se le nombra como crimen de Estado, porque el gobierno estuvo directamente involucrado en él. Fotos del cuerpo sin rostro del joven, tirado en el Caminos del Andariego de Iguala circularon al otro día por las redes sociales, como sucedió con Ingrid. La imagen de Julio César llevaba un mensaje implícito: “esto les pasa” a quienes se atreven a desafiar al gobierno. Ayotzinapa es una escuela con una realidad muy compleja cuyas desapariciones no pueden responderse desde la facilonería de quienes señalan que “estaban secuestrando autobuses”. En el feminicidio de Ingrid, su cuerpo fue el receptáculo de toda la violencia enajenada de una sociedad ignorante, aplastada, sobrepasada, apabullada por sus propia miseria, y que se descarga en los más débiles. El desollamiento de Julio César es parte de la narcopolítica mexicana, de un genocidio socavado que se practica contra quienes defienden la tierra y sus riquezas. Esa narcopolítica se sigue practicando hasta ahora, 13 de febrero de 2020 en el régimen de la Cuarta Transformación. El caso de Julio, seis años después, no han encontrado un ápice de justicia y el Estado es incapaz, ni siquiera, de entregar a la familia el expediente con la investigación referente al joven normalista.
A Ingrid la mataron una vez pero la asesinaron miles más cuando las autoridades comenzaron calladamente, y apegadas a los protocolos, a dar un trato de desequilibrado mental a su perpetrador cuando no lo es. Ingrid Escamilla no es la única mujer asesinada pero representa uno de los casos más indignantes. Desollada casi toda, muerta de cinco puñaladas y algunos de sus restos echados por el excusado. Hay cientos de casos de los que se desconocen los detalles y menos las historias que dieron rumbo a los homicidios, aunque todos sin excepción, sucedieron porque el asesino pudo hacerlo, con la conciencia de que las probabilidades de salir impune serán, siempre, de 98 por ciento. Resulta estéril la lucha contra un Estado profundamente feminicida y profundamente represor, el cual se conduce bajo las reglas del neoliberalismo más puro, sujeto su actuar a tratados internacionales que lo obligan a cumplir con la entrega de la riqueza nacional. No cambiará nada si no cambia el esquema político en el que el gobierno mexicano se desempeña y los asesinato de Ingrid y Julio se multiplicarán una y otra vez, porque los muertos como ellos siempre seguirán muriendo si no se les hace justicia. Pero en serio.