San Andrés Cuexcontitlán, México; 15 de enero de 2024
Abraham Bosque: texto e imágenes
Hoy en día la tradición de la procesión de San Andrés Cuexcontitlán en torno al culto a la cosecha de maíz, a la tierra, la santidad, es la actividad con mayor potencia espiritual de forma colectiva de esta comunidad, manifiesta una forma de organización impecable y una ancestralidad latente fuera de las instituciones, hoy en día esta actividad después de décadas de transición ha perdiendo poco a poco su sentido profundo y se ha convertido en folklore y mercancía turística: la inspiración mística ha transmutado a la estimulación etílica.
Un campo de futbol se vuelve territorio sagrado y decenas de estructuras taurinas de pirotecnia son el contacto con lo divino. La música, el baile y la teatralidad potencian la conformación especial de este recinto, la noche se vuelve sustancial para entrar en resonancia con ella como fuerza espiritual. Ahí todo lo que se sacraliza adquiere constantemente el valor de lo etéreo traído a la tierra y cualquier signo ligado al pasado es ventana, portal, constructor de puentes entre la vida y lo desconocido.
Los Ñatho del Valle de Toluca no poseemos solamente exterioridad, que es la expresión corporal. Ni sólo interioridad, que es el universo psíquico interior. También existe una dotación de profundidad, la dimensión espiritual. Los Ñatho ligan esta profundidad a la santidad, a la lengua, el campo, al fuego, el tsibi, que siempre ha estado presente en la ancestralidad, en los recintos culinarios, en la cocina, en el gospi, hecho con tres piedras tendido sobre el piso en contacto con la tierra, con matsi me joy: la tierra que es madre.
Por eso no resulta extraño que se rinda culto a la religiosidad a través de la quema de decenas de figuras taurinas con dimensiones impresionantes, la pólvora con todo y sus implicaciones ambientales es un canal para exasperar la catarsis colectiva, contemporáneamente simboliza un elemento litúrgico con resonancia en el valle de Toluca. La poética del tsibi en el siglo XXI, muy a pesar de su aporte al deterioro atmosférico, se presenta como un acto espontáneo en los límites de lo posible, es la aparición de lo sagrado que toma distancia del contexto histórico, del origen primigenio de esta ritualidad ligada al campo, al cacicazgo y a las haciendas.
La noche de San Andrés Cuexcontitlán y la mística Ñatho conforman el espacio en donde Dios ha señalado, como en las cruces, una oculta geometría. Las fuerzas de este suelo están lejos de agotar su caudal de mitologías. La pirotecnia es un arte del espacio que cayendo sobre los puntos cardinales corre el riesgo de tocar la vida. Es en el espacio encantado por la música, el baile y la estimulación etílica donde las cosas encuentran sus figuras y, bajo ellas, el ruido de la vida.
Cuexcontitlán, el Lugar entre Trojes, es un espacio teatral abierto porque su mitología es abierta. Y México, el de hoy y el de ayer, posee también fuerzas abiertas. Espacios de autorrepresentación sobre la tierra que nos proponen una vida oculta y nos la proponen en la superficie de la vida. Espacios abiertos que ponen de manifiesto la herida colonial y el lado más oscuro del poder. Las lesiones o fisuras en el cuerpo físico, emocional y social creadas a partir de procesos violentos normalizados generacionalmente, como el estrato por tono de piel, la discriminación, la migración interna que fuerza a movilizarse del lugar de origen en busca de acceso a derechos básicos como la educación, la salud, el derecho al amor.
Quizá el culto a través de la pirotecnia, el tsibi contemporáneo de los Ñatho, inconscientemente también sea una forma de mitigar los embates de la herida colonial, esa experiencia de nacer y crecer en familias de procedencia originaria, avasalladas primero por la cultura náhuatl, posteriormente por la invasión europea, para finalmente acoplarse o resistir a la modernidad y a la industria que en conjunto han instaurado una larga historia de racismo, sexismo, clasismo y epistemicidio en estos territorios. Así se ha edificado un corazón periférico que a base de fuego, de incendiar lo existente se esfuerza por sobrepasar los complejos instaurados, olvidar la violencia ejercida y acabar con la violencia que crece en su interior.
En la mística Ñatho contemporánea, hay una forma de redención y sanación, no se centra en la pureza de sus actos, en la razón primigenia de sus celebraciones y tradiciones, recrea latentemente una cultura dinámica en constante cambio: de rendir culto a la cosecha de maíz con violín y con música de la tierra; al paso de música taurina hecha por bandas de viento para la creación de performance con representaciones animadas, vestuarios de personajes de super héroes o villanos de terror hollywoodenses.
La pirotecnia ha sustituido al fuego antiguo y sagrado, las artes y prácticas fundamentales que encaminan a descubrir lo sagrado caen en disonancia y trazan en el mapa un territorio perdido.
Ejercer la libre autodeterminación implica distintas dimensiones, ya sea el territorio, los saberes locales, procesos históricos, la lengua, y entre tantas aristas también la dimensión espiritual. Hoy en día la tradición de la procesión de San Andrés Cuexcontitlán en torno al culto a la cosecha de maíz, a la tierra, la santidad, es la actividad con mayor potencia espiritual de forma colectiva de esta comunidad, manifiesta una forma de organización impecable y una ancestralidad latente fuera de las instituciones, hoy en día esta actividad después de décadas de transición ha perdiendo poco a poco su sentido profundo y se ha convertido en folklore y mercancía turística: la inspiración mística ha transmutado a la estimulación etílica.
El tsibi de los Ñatho simbolizado en pirotecnia es una metáfora palpable para llegar a TsiDada: a la energía suprema, interior, universal, a la trascendencia, a Dios. En los límites de lo posible, la aparición de lo sagrado y el acto de sacralizar nos llevan a la trascendencia, que en pocas palabras es el momento de más profundo contacto con nuestro ser, es descubrirse y encontrarse. El gran desafío actual consiste en conferir centralidad a lo que es más ancestral en nosotros: el afecto y la sensibilidad, cuya principal expresión se encuentra en el corazón.