Miguel Alvarado
Ciudad de México; 18 de diciembre de 2022
Entonces, a los 25 minutos del primer tiempo, cerró los ojos y suspiró muy quedo, como lo haría cuando se despierta a media mañana, sabiendo que en su vida está todo resuelto. Convencido de que siempre será así, se centró en la bola y miró por fin a Hugo Lloris, el portero de Francia, un campeón del mundo al que Inglaterra enseñó a jugar. Lo miró tres segundos, midiéndolo, ubicando sus pasos.
No, no se había cometido ninguna falta pero eso realmente ya no importa. Ahora Messi toma carrera y trata de enjugarse el miedo, que como un fantasma se posa momentáneamente sobre él. No hace falta que es argentino ni que se llama Lionel, pero está bien aclarar que ese pánico se lo ha sacudido con un movimiento de hombros, como ha aprendido alrededor del mundo. Uno imagina su pasaporte y todos los países que ha visitado. También se pregunta qué puede conocer una persona como él de cada lugar al que va. Entra y sale de estadios y hoteles y alguna vez le preparan un recorrido, rodeado de seguridad o metido en autos de los que nunca baja, para que eche un vistazo. Eso quiere decir que el mundo de Messi se concentra en un balón, en el área de los rivales y en el color de las camisetas que lo rodean. Para él no habrá otra cosa que futbol y dinero y con eso sabe que es suficiente. Lo demás es un mundo inexplorado y fuera de la Copa Mundial de Qatar, a Messi no le interesa nada, excepto su laberinto familiar y la casa que renta o ha comprado en París, eso ya no se sabe con certeza. Su carrera llega así al final y podrá renunciar al futbol ahora mismo si así lo quiere o se lo permite su actual equipo, el París Saint Germain, más que un club, una entidad financiera más poderosa que algunos países europeos y que le paga 41 millones de dólares al año.
Hasta el minuto 25 de la final entre Argentina y Francia, Messi ha ganado todo, excepto una Copa del Mundo y en el metaverso del futbol conseguirla le asegura un halo muy frágil de inmortalidad pambolera, que de cualquier manera será para siempre, hasta que fallen la memoria y los cronistas y el recuerdo de Lionel se sepulte entre el polvo de las estadísticas de la International Board, como sucedió con el uruguayo Obdulio Varela, quien jugó en 1950 una final mundial contra Brasil en el Maracaná, ante 200 mil fanáticos, y la ganó sí, pero a costa del dolor más profundo que los brasileños hayan sentido. Esa, la de 19590, es la final más emocionante de una Copa del Mundo porque la derrota del Scrath du Oro trajo consigo suicidios, pérdidas económicas y una depresión general que solamente Pelé pudo pulverizarla, ocho años después.
Quedamos entonces que Messi cerraba los ojos y respiraba lenta, casi amargamente, antes de encarrerarse y pegarle al balón. El mundo y dios, que este día son argentinos, parecen paralizarse y cuando se mueven es porque Messi ya dispara y su tiro, su potente pegada cargada con sus 35 años de joven veterano, hace estallar las calles de Buenos Aires, que en ese instante no quieren otra cosa que ver el juego terminado.
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La historia pambolera de los mundiales sucede en ciclos que van imitándose y acumulándose en delgadas capas de recuerdos y desmemoria. Es inevitable que aparezca el fantasma de la final de México en 1986 que disputaban la Argentina de Maradona y la Alemania de Rummenigge. Los sudamericanos ganaban 2 a 0 pero les empataron faltando bien poco para el término. Y aquí es donde tiene que entenderse que Messi no es Diego Armando porque hace 36 años, en el estadio Azteca, el Diez lo resolvió todo con una jugada final. Aquella tarde del 29 de junio de 1986, Jorge Burruchaga, el “Burru”, un tipo que jugaba en Francia con el Nantes, terminó por meter la pelota en la meta del arquero Schumacher, a seis minutos del final. Uno tiene la impresión de que hace 36 años todo era más lento y estos futbolistas se quedaban con uno, entretejidos en los sueños que nunca se cumplirán para la inmensísima mayoría, esos sueños que ahora dicen son aspiracionistas y le hacen daño a la comunidad. Un pase magistral, un gol anotado sin ángulo, alguna frase ingeniosa, el ademán de unos o de otros, los gestos del dolor y la ira, la sonrisa y la tranquilidad de los deberes cumplidos están aquí, en alguna parte de esto que es uno ahora mismo.
Aquí, en el estadio Lusail de Qatar, a los compañeros de Messi les pasó lo mismo. Iban ganando dos a cero y el invencible equipo francés, casi todo formado por africanos estaba pasmado, inválido, inutilizado y hasta el minuto 70, en el segundo tiempo, pudo llegar por primera vez a la meta argentina. Eso a pesar de que por la izquierda corría el juvenil Mbappé, que no tiene ni 23 años pero que manda en la selección de su país como si se tratara de un alma vieja, pasada por todos los estadios del mundo. Ese chico, al que el mismo París Saint Germain le paga 90 millones de euros al año, clavó entonces dos goles imposibles. El primero, porque se marcó un penal que no era. Y el segundo, porque tomó la pelota de aire y se inventó un tiro que cualquier otro hubiera errado. Eso corrigió el rumbo de la final y Argentina, que soñaba un triunfo fácil, fue colocada contra las cuerdas y ahí aguantó un inverosímil embate francés, que termino por hacerlos sentir derrotados antes de tiempo.
Sí, este fue el mejor partido final de las copas del Mundo en toda la historia. Pero tampoco es verdad, no del todo. En 1950 Uruguay mató a todo un país en el estadio de Maracaná y ese juego que no fue brillante ni arrojado, pero sí trágico hasta la muerte.
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Obdulio Varela fue un hombre silencioso. No necesitaba hablar, pero cuando lo hacía era como si pateara una pelota. Primero le reclamó a Rimet, un francés con cara de ministro y bigote a la Charles Chaplin, que pronunciaba su discurso –uno de tantos, claro, sólo que éste era la bienvenida al último partido del Mundial de Brasil, el 16 de julio de 1950- en todos los idiomas, menos en español. Jules, que así se llamaba el presidente de aquel New Order, atinó a jalarse los pelos plateados y estirar la mano. Varela no lo dejó hacer el ridículo y la estrechó porque era un tipo educado. Luego tomó el balón y como no queriendo lo sopesó y pateó, nomás para la suerte. Antes, minutos antes, en el vestidor de los uruguayos que aguantaban como podían el griterío de 200 mil esquizofrénicos con boleto pagado en el Maracaná, alguien decía a Obdulio que ya nada importaba, que había sido una gran Copa y que nada más cuidara que no les metieran cinco goles, por la honra de la jefa santa y de la tradición charrúa.
Varela, negro como las almas más profundas del Uruguay, le contestó con la boca torcida, la mirada clavada en la puerta del vestidor del visitante, que “nunca he perdido un partido ante de jugarlo”. Luego, aquel oscuro jefe encabezó la salida del equipo más celeste al campo más grande del mundo en aquel entonces. Nuevo, nuevecito, aquel mausoleo de amianto y concreto respiraba con aliento funerario. ¿Por qué tenía que ganar el Brasil? ¿Qué pensaba Friaca, el mejor delantero del mundo ya que Stanley Matthews había hecho el ridículo junto a su pérfida Albión? ¿Y quién era Obdulio, insolente como él solo? Los participantes de aquel juego están muertos ya. Incluso hubo uno que murió dos veces, el portero brasileño Barbosa, a quien nunca le perdonaron el segundo gol uruguayo, obra de Ghiggia.
Barbosa murió porque al final el futbol es así, el 7 de abril del 2000, a causa de un derrame cerebral. El arquero del Vasco da Gama no encontró piedad ni en aquella huida de mentiras porque los torcedores publicaron en los diarios de aquel país que “Muere Barbosa… por segunda vez”. Y mientras el arquero enfrentaba la condena eterna, su verdugo, Alcídes Ghiggia alcanzaba la fama en Europa y se manchaba de oro las manos blancas, enrojecidas por la tragedia en vida del portero.
Pero aquel año de 1950 en el Maracaná, Brasil comenzó ganando.
Si uno dijera que Obdulio, El Negro Jefe, tomó la bola desde el fondo de las redes, en el arco de Roque Gastón Máspoli, que retuvo el balón entre sus manos mientras miraba a los brasileños bañarse del miedo certificado por la victoria y que se encaminó tranquilamente al centro del campo para depositar la pelota en el manchón, mientras decía al resto de La Garra que aquello se resolvería en un dos por tres, sería faltar a la verdad.
Ghiggia recuerda el gol del triunfo uruguayo, con una sonrisa que excluye, desde luego, la tragedia canarinha: “vi a Julio Pérez librarse de un adversario con un “dribbling”. Me cargué a la derecha cuando él me lanzó hacía un corredor libre. Mi ángulo de entrada era bastante bajo con respecto a la línea de meta. Cuando vi a mi marcador que se me acercaba, decidí tirar. Barbosa, para prevenir el eventual cruce hacia atrás, se colocó ligeramente sobre su derecha, dejando un espacio suficiente entre él y el poste. Cerré los ojos y disparé con toda la energía que tenía en el cuerpo… cuando los abrí, vi el balón en la red. En aquel momento, nos convertimos en campeones del mundo”.
Luego de obtener la Copa, Obdulio, transido de dolor, dejó la fiesta uruguaya y se encaminó, él solo, por las calles de aquella Río de Janeiro vaporizada, infectada, transida, fractal, desmoronada. Y se metió, él solo, a las cantinas donde los negros lloraban delante de un vaso de cachaza y los blancos les servían de paño de lágrimas. Allí, con la cara contrita, escuchó su nombre y el razonamiento simple pero demoledor. “La culpa es de Obedulio, la culpa es de Obedulio”. Y era tanta la tristeza, que un impulso lo obligó a acercarse a ellos, pedir su aguardiente y llorar junto a aquellos derrotados, muertos vivientes desangrados hasta la última gota por un partido que ellos, los afectados, comprendían, era el fin del mundo, de todas las cosas, de un jefe que sólo ese día y en ese lugar odió su trabajo. Para el arquero Barbosa, por poner un final al juego más emocionante de la historia del futbol, desde 1950 siempre ha sido Día de Muertos.
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Messi. Nadie sabe ni cómo se divide en vocales ese apellido de origen italiano, tal como lo era el de Maradona, el de Pasarella o el de Tarantini. Francia y su bestial jugador Mbappé habían conseguido empatar y el partido se fue entonces a los tiempos extras, dos periodos de 15 minutos antes de que lleguen las rondas de penales. Que Messi y Mbappé consiguieran llegar a esa última instancia se los deben a ellos mismos, apoyados por jóvenes futbolistas cuya mayor virtud era el trabajo físico. Por lo menos en esta final, se jugó dura, rudamente, al borde de las lesiones. No Fue ese esfuerzo físico, un alarde de fuerza que permitió que Argentina y Francia empataran a tres tantos. Mbappé no podría imaginarse una mejor presentación porque sus tres goles llevaron a Francia a las puertas del tricampeonato. Nadie sabe lo que pasará cuando los dos mejores futbolistas del mundo se enfrentan tan desharrapados, tan desnudos de sí mismos. Sólo son dos deportistas que cobran el salario de 25 millones de personas al año en México, y que ya no distinguen una cosa de otra. Son inoperantes o menos que medianos en otras actividades del ser humano. No son lectores ni tampoco escriben. Messi, por lo menos él, todavía tiene dificultades hasta para conceder una entrevista, pero eso no es problema para ellos, que se encargan de asentar de una vez y pasar siempre el poder económico de la FIFA y de clubes como el Barcelona, el Manchester United o la Juventus. Entienden que el futbol es solamente un juego que practican mejor que nadie.
El juego final se fue hasta los tiros de penal y ahí se pararon estos dos. Primero Mbappé tiró el suyo y después Messi. Ninguno de ellos erró y así permitieron que la Copa del Mundo la decidieran sus compañeros. Los franceses fallaron dos y Argentina ninguno.
Quién sabe qué se sienta ser ganador. Quién sabe qué sea eso de vencer a un rival, conseguir una meta que no se deshaga. Quién sabe qué extrañas conductas desate la obtención del poder, o cómo será levantar un trofeo de oro mientras el mundo entero corea tu nombre. Sólo podemos imaginarlo mientras vemos a Messi y a los suyos levantar esa copa dorada y en el otro extremo, a Mbappé y sus amigos franceses llorar porque han fallado dos tiros.
Un mes después, Messi es campeón del Mundo en Qatar. Gracias a sus compañeros y a los tres goles que marcó en esta final, puede levantar la Copa FIFA y presumir su más grande trofeo jamás ganado. Es inevitable que lo comparen con Pelé y Maradona, con quienes disputa la distinción de ser el mejor de la historia. Eso es mínimo cuando a la Argentina -al país, no al equipo- se le ha inyectado una dosis de euforia que durará por lo menos cuatro años y que hará ver cualquier otra cosa insignificante. Ese Lado B del futbol y su maquinaria psicológica se ha activado y se ejecutará como una dosis envenenada.
Por ahora, que los aficionados canten.