Stella Cuéllar: texto. Brenda Cano: diseño.
Toluca, México; 3 de septiembre de 2022
“El lugar sin límites”, de Arturo Ripstein, estrenada en 1978, es una película que no debemos dejar de ver porque su trama no sólo es interesante, sino tristemente actual. Nos muestra, en un pequeño pueblo, El Olivo, el México sórdido, abandonado, pauperizado y violento, que bien podemos reconocer como muchos de cualquier parte de la República.
Al Olivo, don Alejo (Fernando Soler), el viejo cacique, lo ha convertido casi en un pueblo fantasma, apenas queda una casa habitada, que es el prostíbulo del lugar, y unos cuantos negocios, como la gasolinera.
El pauperizado negocio lo administran un trasvesti, la Manuela (Roberto Cobo), y su hija, la japonesita (Ana Martín), pero ya prácticamente nadie acude a él.
Don Alejo cortó la luz de todo el pueblo y de este modo presionó a sus habitantes para que le vendieran sus propiedades, ya que quiere hacer negocio con el caserío completo. Manuela y la japonesita resisten. Ella no está dispuesta a vender la casa de su madre, ya que ella hizo lo inimaginable para ganarla, y de ahí su propia existencia.
La Japonesa murió, no sabemos cómo, pero ahí están, regenteando el lugar, la Japonesita y Manuela.
Todo está muerto, perdido, oscuro, degradado y podrido, como el ambiente.
Una noche, Pancho (Gonzalo Vega) regresa, manejando su camión. Es un joven a quien don Alejo quiso tanto que medio crió, pero él, ignorante y bruto, lo decepcionó.
Hoy es uno más de los que le deben.
Pancho es arrebatado y violento, y Manuela lo sabe, ya ha conocido antes su locura, y tiene claro de lo que es capaz, y le teme; le teme tanto, que solicitará a don Alejo que lo mantenga alejado de ella y de su hija, porque solo él puede hacerlo.
El viejo cumple, y en la misma escena en la que le reclama la falta de pagos por el préstamo para el camión, le advierte al joven que no se acerque al prostíbulo, porque se las verá con él.
Pero la pasión es más fuerte que cualquier miedo; enciende la sangre y ciega el entendimiento y Pancho y su cuñado acuden al prostíbulo.
La Japonesita despliega sus encantos, pero estos no son los que busca Pancho, y la maltrata. Manuela aparece entonces, con su vestido de flamenca, sus bailes descompasados y sus provocativos versos, y Pancho sucumbe.
El drama entonces llega al clímax, y el momento de arrebato costará caro a todos.
Pero la Japonesita no pierde la esperanza: quizá mañana, cuando Manuela regrese, habrá vuelto también la luz.