Toluca, México; 26 de agosto de 2019. En una época de tanta imagen, de tanto culto a la imagen, a lo efímero y a la superficie confundida con materia prima está Stalker, una película soviética filmada en 1979 que nada tiene que ver con la eterna madre Rusia ni con los sueños euroasiáticos de la Unión de Repúblicas. Tiene que ver con todo, con nuestra circulación sanguínea, con el deterioro que el tiempo estraga en nosotros, con la caída de nuestra carne hacia la tierra y su corruptible naturalezay con el fin como un comienzo.
Las imágenes que estructuran a Stalker conforman un inmenso poema que logra filtrarse entre el tejido de lo que somos en este momento y que incluso nos define a los mexicanos, nosotros, tan dados a las fantásticas películas del Santo y la sustancia cárnica de las ficheras, en todo caso a la irritabilidad intestinal de Martha Higareda o la dramática emesis de Eugenio Derbez.
Y nos define porque Stalker es un poema y su plástica está diseñada para que cualquiera pueda pronunciarlo, enel idioma que sea. Se trata de la quinta obra de Andréi Tarkovski, quizá el mejor director en la historia del cine mundial y que lo es por una sola razón, y esta es que cada tramo de sus filmaciones conforman una épica a la manera de Altazor, de Huidobro, o el Poeta en Nueva York de Neruda y el Así es y no hay esperanza, el desaliento casi niño de Allen Ginsgberg, este último capaz de integran en sus líneas a la generación estadounidenseque a él le tocó y uerepresentada por el choque de la guerra termonuclear, la búsqueda del amor libre y la paz, el sexo y el rock que morían/nacían todavía a principios de los setentas. En ese poema Gingsberg dice, como un golpeteo que hoy apenas necesita sustituir los nombres que aparecen ahí y actualizarlos, lo cual resultaría bastante sencillo, que “no hay esperanza para los dos millones de muertos en Indochina, el medio millón de comunistas asesinados en Indonesia, la masacre de inocentes en la Ciudad de México (…) & el cuerpo deshecho en la carretera de Jimmy Dean (…)”. Ese, el poder de la palabra y la ensoñación, se ha ido perdiendo o por lo menos cambiando cuando rimadores como Juan Luis Londoño Arias retratana una buena parte de la juventud de este tiempo y la ubica con precisión en lo más soterrado de la superficie por la que anda. Y es que su idioma vivo, el de hoy, parece otorgarnos sólo el derecho a actuar por instinto.
Si Londoño o Maluma, como se le conoce mejor, ha podido hacerse millonario a costa de la gran baza económica que representa la idiotez, otros murieron por tratar de hacer lo contrario, como en el caso de Tarkovski, muerto por cáncer pocos años después de su Stalker.
La trama de Stalker la ubica en el terreno de la ciencia-ficción, aunque eso sólo sea la excusa para arrancar la película. Muy inteligentemente, Tarkovski supo siempre que no hay mayor ficción que la vida real y por eso ésta o aquélla resultan insoportables. Basó su idea en un libro, Picnic Extraterrestre, de los hermanos Arcadi y Boris Strugatski, pero también en la idea de que la misteriosa devastación de Tunguska, una explosión que el 30 de junio de 1908 acabó con bosques y animales en un diámetro de 2 mil 150 kilómetros cuadrados. Esa energía liberada en la actual región de Evenkia, en la meseta siberiana de Rusia, equivalía al poder de 30 megatones que se desprendieron del choque de un cometa de helio, lo cual ocasionó una explosión atómica. Pero la otra versión, la que siempre subyace en temas así, indica que una nave extraterrestre se había hecho añicos al intentar aterrizar.
Tarkovski no perdió tiempo en elaborar las escenas de la devastación -y es que eso está bien para otro tipo de directores, algún día lo hará Spielberg con sus supermáquinas de realidad virtual- y decidió mejor construir La Zona, el espacio en el que algo había sucedido después de que, también, algo había descendido y dejado una especie de límite fantástico, adentro del cual las leyes de la física funcionaban de manera diferente. Ahí había una habitación, en alguna de las construcciones abandonadas cuyo ambiente cumplía deseos a quien lograra entrar y salir después.
La Zona no fue diseñada desde los efectos especiales, todavía en pañales digitales para el cine de aquellos años, sino desde la fotografía que primero logró Giorgi Rerberg y que después fue terminada por Alexander Knyazhinsky y Arcadi Strugatski en locaciones del río Jagala, que transcurre porla ciudad de Tallin, en Estonia, cuyo curso pasaba por una gigantesca hidroeléctricaque los azares del destino decidieron combinar con una fábrica de productos químicos que lanzaba al río sus desechos. En la vida real, La Zona de Tarkovski se trataba de un perímetro tóxico que afectaba al entorno y que terminó matando de cáncer por lo menos a tres miembros del equipo fílmico.
Lo que pasa con Stalker no es magia pero se le parece mucho y comienza desde la primera escena, cuando una familia -el padre, la madre, la hija- duerme en una enorme cama y en la mesita de noche el vaso con agua tintinea debido a las vibraciones del paso del tren. El vaso se mueve y uno comprenderá después que la niña que ahí reposa es la responsable de eso, pues tiene una especie de don que le permite mover los vasos. Esa habilidad, en la película, no es mayor a la acción de ir a al bar y beberse una copa.
Entonces la cámara, sin ningún tipo de corte, pasa sobre los durmientes y termina abandonando el cuarto. Esa casa, casi sin muebles, transmite sin embargo la textura propia de un ser vivo y se convierte en un personaje incluso más importante que los actores humanos porque refleja el interior de cada uno de ellos. En esa casa vive el stalker, un personaje sin nombre de cara endurecida cuyo oficio consiste en llevar a otros, de manera clandestina, a La Zona, eludiendo la vigilancia del Ejército Rojo que tira a matar a quien se atreva a traspasar los límites.
Eso es Stalker, y a veces aquí, mirando por la ventanilla del auto, atravesando la ciudad de México, uno se siente transportado.
– Mira lo que le hicieron a la ciudad –dice Stella cuando pasamos debajo de las estructuras ennegrecidas que sostienen los segundos pisos, una maraña de concreto y alambres que misteriosamente no se han caído.
– Parece Gótica -le digo, o lo pienso, que para ese momento ya es lo mismo
– No, parece la ciudad del blade runner -dice o lo piensa, porque para ese momento también resulta lo mismo, pero que nos ha hecho recordar aquella distopía ubicada en el año 2019, en una ciudad donde se desata una caza de robots más humanos que el hombre, porque incluso están condenados al envejecimiento.
Nadie sabe cuánto dura Stalker. Ciento sesenta y tres minutos o ciento sesenta y dos, y la verdad es que no da lo mismo porque la película no da tregua y no siempre permite verla de un solo tirón. Lo amargo de su belleza no lo permite, por lo menos a mí y a diferencia de Blade Runner, la obra maestra de Ridley Scott y Philip K. Dick, Stalker siempre dirá algo más y su mensaje, si es que puede llamarse así a la perfección del viento moviéndose entre los actores atravesados por el espacio o el agua y sus afluentes misteriosos, tiene siempre una connotación magnética.
Unosiempre podrá encontrar su Zona, convertirse en el stalkerque propone Tarkovski, el hombre que entra y sale llevando a otros hasta que la suerte se acabe y entonces, sí, solo quede el deseo de que así sea. Nadie debería desear la inmortalidad.