Rodrigo Martínez Martínez: texto. Karen Colín. diseño.
Ciudad de México; 24 de abril de 2022
En la víspera de una tormenta atroz en las costas de la Nueva Inglaterra decimonónica, el anciano Thomas Wake (William Dafoe) y el joven Ephraim Winslow (Robert Patinsson) arriban a una isla diminuta para encargarse del mantenimiento de un faro. Titular de la guardia nocturna, el vigilante decano instruye y supervisa al muchacho en la realización de los deberes más exhaustivos. Desde la primera jornada de faena enajenante, el chico experimenta una serie de encuentros anómalos que van desde el hallazgo de una figura con forma de sirena y la presencia importuna de las gaviotas hasta los comportamientos de su jefe durante las noches en lo alto del inmueble. La convivencia entre los hombres se deteriora conforme se aproxima la tempestad y cada vez que Winslow se sabe incapaz de establecer si está padeciendo alucinaciones.
Antes que una pieza de folk horror (horror folclórico), el segundo largometraje de Robert Eggers (New Hampshire, 1983) es un filme de época que resultó de una indagación exhaustiva con la finalidad de ensamblar una atmósfera. En el guión coescrito con Max Eggers, todos los elementos están orientados a producir una irrealidad verosímil donde el faro parece constituir la emanación viviente de una sirena. El dialecto emanado de diccionarios náuticos, que sólo era realizable con William Dafoe, el formato académico (1.19:1) en blanco y negro siempre onírico a pesar de la nitidez de los fondos, la película Eastman Double-X casi extinta en el mercado de 35 milímetros, la habilitación de lentes antiguos (1910 y 1930 respectivamente) sobre la montura de una cámara actual y los ambientes sonoros son algunos de los mecanismos técnicos y estilísticos que dan lugar a un entorno ideado específicamente para contar una historia de almas bifurcadas.
Los prodigios tecnológicos de este filme-atmósfera constituyen una colección de aportes artísticos que no deterioran la calidad de la escritura, de los papeles y del argumento. Después del prólogo simétrico donde los protagonistas llegan a la isla, una sola escena sintetiza el potencial de la audiovisualidad narrativa que espera al espectador: la primera versión del personaje corporal gradualmente alterado de Robert Patinsson encuentra una figura con forma de sirena en una ranura de su cama. Cuando la oculta, el viento silba en un cuarto diminuto con una clara división para cada uno de los cuidadores. Una simbiosis de múltiples niveles comienza a madurar desde ese momento: luz y sombra, imagen y sonido, realidad e irrealidad, calma y furia, entre otras instancias de dualidad, empiezan a alterarse mutuamente tal y como sucederá con Wake y Winslow en su convivencia noche a noche en la misma mesa, con el mismo poema y con la misma bebida y comida, luego de repetir la misma faena diurna.
La cámara de Jarin Blaschke evoca la apariencia de una película silente, pero la mezcla de Mark Korven invade el espacio de sonoridades en un ejercicio definitivo de audiovisualidad. El pálpito del barco, de la caldera y del trapo de limpieza; el faro como canto de sirena in crescendo; el viento-personaje del encuentro con la figura mítica; el ambiente sonoro de las faenas cotidianas con resonancias prolongados y disonantes; el grito de Wake-Tritón emparentado con un trueno; la voz rasgada del viejo cuando recita o cuando reprime incluso en la ausencia de su cuerpo; los campos vacíos habitados por silbidos: sonoridades de era digital sin las que la propuesta de Eggers sería como una versión contemporánea de El viento (Victor Sjöström, 1926) o una variación de algunos motivos esenciales (comensales, mesa, linterna, ventana, viento) de El caballo de Turín (Béla Tarr, 2011).
En su dimensión visual, el minimalismo del trabajo y de la cena está nutrido de variaciones apenas perceptibles de los ángulos por los que ningún plano está repetido. A ello se suman la gradual inserción de secuencias inciertas que cierran en cortes tempestuosos para cancelar las evidencias que revelarían si Winslow atestigua apariciones sobrenaturales o si padece desequilibrios mentales y ensoñaciones. El corte como incertidumbre es paralelo a las aberraciones visuales provocadas por las propiedades técnicas de la cámara, el blanco y negro, y por las ideas visuales que revelan una continuidad entre la primera película de Eggers, La bruja (2015), y esta segunda entrega. Los sucesivos hallazgos de Tomasin (Anya Taylor-Joy) con animales o anomalías en el largometraje previo son análogos a los encuentros de Winslow con las manifestaciones de la sirena. Indicios y símbolos enmarcados en una propuesta compositiva con algunos cromos míticos allá (el vuelo de las brujas) y acá (los ojos de luz sobre el rostro del aprendiz).
En el centro de todo el arte de El faro subyace el tema del deseo reprimido por la luz como motivo esencial. La aspiración a la seducción lumínica se convierte en obsesión, enajena a Winslow y lo vuelve miserable porque magnifica su razón avergonzada por la culpa; su conciencia de sombra pisoteada por el pasado. Pattinson improvisa poco a poco un desdoblamiento de dos personajes con una misma cara y un mismo cuerpo transformado, trastornado, atormentado portador de la tempestad. Su Winslow deja de ser y da lugar a un vínculo de secuencias-espejo con el cada vez más desdibujado Wake: allí, uno imita al otro burlonamente; el que persigue deviene perseguidor; la injuria de uno se objetiva en acciones del otro cuando es arrastrado como perro; ambos son seducidos por amantes implícitas (haz de luz) y explícitas (sirena); ambos recitan el poema del marino. El desdoblamiento acompaña la alteración del montaje que hace crecer el ritmo que está anunciado en el choque de olas del primerísimo plano. La ambigüedad prevalece porque es el signo de almas demediadas.
Es El faro o la identidad bifurcada: la escisión del ser que resulta de la incapacidad para lidiar con la propia sombra. La aspiración del joven por una luz que lo abruma porque no se puede permitir llegar a ella. Winslow no es digno de las seducciones del resplandor más allá de que no parece existir un obstáculo para ello. Es como si su propia mente creara una barrera mítica, con forma de viejo guardián de la linterna con voz de madera húmeda, ojos de luz, torso de Tritón, barba indemne y dientes con brillo de escama: un ser que escupe palabras antiguas una tras otra, que suelta su jauría de pedos y que bebe desesperadamente, que dicta órdenes casi como tirano y que es el dueño corporal, mental y onírico de la luminosidad.
La personalidad separada es mísera por su incapacidad de conciliar la luz y la sombra. El blanco y negro de la película no es sólo el ambiente de una temporalidad remota, sino que se trata de la atmósfera debida al conflicto interno de estos dos seres enclaustrados en la isla, en el faro y en el encuadre, y que podrían ser una misma alma demediada. La nueva entrega de Robert Eggers es de una expresividad impecable porque todo su sistema audiovisual implica la inmersión en un punto de vista ambiguo que se quiebra a través del tormento de un espíritu para convertirse en tormenta cuando sufre placeres inhibidos por la culpa. Porque Thomas es el guardián de la luz; Winslow, un aprendiz; sobre todo, un aspirante a la domesticación de sus propias sombras.
The Lighthouse. Robert Eggers. Canadá / Estados Unidos, 2019, 109 minutos.
Publicada originalmente aquí.
Rodrigo Martínez Martínez. Es docente, investigador y editor. Ha impartido asignaturas, cursos y módulos de cine y de análisis audiovisual en la UNAM, la UAM, la UACM y en la escuela de cine Arte7. Ha participado en coloquios y congresos de SEPANCINE y del SUAC, así como en las dos primeras ediciones del Encuentro Internacional de Investigadores de Cine Mexicano e Iberoamericano de la Cineteca Nacional. Colabora periódicamente con las revistas Icónica y F.I.L.M.E. Especialista en estética y sociología del cine. Es autor del libro Cine y forma. Fundamentos para conjeturar la visualidad fílmica (UAM-C, Filmoteca UNAM, 2019)