Miguel Alvarado
Toluca, México; 30 de noviembre de 2019. Una vez más en un Mundial, México jugaba con Argentina sabiendo de antemano que perdería, porque hay cosas que no pueden ir en contra de lo que siempre ha pasado. Para mí, esos juegos siempre guardarán un sabor a corcholata, al aluminio que mordía de chico y que me recordaba lo duro que podía ser el futbol sin jugarlo, lo lejano que desde entonces ya estaba de mí.
En el reverso de esas piezas estaban dibujadas las banderas de los países participantes, y si se juntaban las suficientes podían formarse equipos para disputar encuentros sobre una cancha de cartón que las refresqueras regalaban o también vendían. El balón era un botón de ropa, de borde abombado, que se oprimía para enviar los pases, armando las jugadas. Era casi siempre de color café y se conseguía del costurero de mi madre. Si no había, las camisas entonces eran los siguientes proveedores.
Era todo un arte, yo no sé.
Dibujaba en cartulinas los uniformes de los equipos y los recortaba usando como molde la circunferencia de las monedas de 50 centavos que tenían grabada la cara de Cuauhtémoc. Luego, escribía el nombre del jugador y su número y se las ponía a las corcholatas. Fabriqué toda la liga mexicana de 1982 y jugué mundiales y copas locales, llevé estadísticas e inventé un campeonato mundial de clubes que a veces ganaba algún equipo cuyo nombre no podía pronunciar, aunque siempre sabía de dónde era.
Entre otros, estaba el Dukla Praga, de Checoslovaquia, los Coyotes del Neza, la selección mexicana de 1981 que perdió su clasificación al Mundial de España en Tegucigalpa y el Dínamo Kiev, de la siempre misteriosa URSS. Estaba dibujado el Real Madrid de Santillana y también el Flamengo de Zico. El River de Pasarella, el Toluca de Nery Castillo, el Sporting Cristal de Chumpitaz y los Pumas de Spencer.
Hoy, con esos registros perdidos, el sabor a hierro aún perdura, lo tengo en la boca todo el tiempo, sobre todo cuando veo futbol porque la vida, la mía, debió ser un campo dentro de un estadio pero muchas cosas se atravesaron, sobre todo el fenobarbital y la carbamazepina.
Y sí, ganaba el que metía más goles.
En 1978 sólo se hablaba en la casa de futbol, del partido de Túnez contra México que parecía ser el más fácil para los jóvenes que eran Hugo Sánchez o Alfredo Tena, y que por el efecto de alguna fuerza fundamental se convirtió en el inicio de otro naufragio porque allá, en el Mundial de Argentina, se perdieron todos los encuentros. Si Túnez no dejó, menos Alemania y Polonia, que para entonces tenían a Maier y a Lato como sus máximas figuras.
En la casa no se hablaba de lo que pasaba con la dictadura militar argentina y tampoco de la dictadura civil mexicana, aunque no por eso se ignoraban. A los siete años, creía que el futbol era lo más importante de la vida, y todavía es así, pero ya no quiero decirlo. En 1978 Maradona no fue convocado por su entrenador, César Luis Menotti, porque D10S no podía tener 17 años y por eso debió esperar a que alguien creyera en él. “Mi tristeza fue absoluta”, dijo Maradona cuando tuvo conciencia de que eso que estaba pasando lo marginaba de la Copa, pero también le daba la oportunidad de no ser parte de la oprobiosa escena en la que Videla, el dictador argentino, bajaba al medio tiempo a la caseta de sus muchachos para decirles que si no le ganaban a Holanda, entonces lo que perderían sería la vida.
Y ya se sabe que la vida no perdona y ahora que Maradona está retirado no sabe qué hacer con el único talento que tuvo. Es una desgracia que no haya mundiales para viejos, pero sí bancas para entrenadores y por eso estaba, entonces, el 27 de junio de 2010 en el estadio Soccer City de Johannesburgo.
Antes de salir al campo, el Diego se había calzado el traje frente al espejo. Aliñó su barba con unas tijeras compradas en el mercado negro y revisó cuidadoso su tatuaje avellanado del Ché. Se acordó, porque lo dijo, de La Habana y del Azteca, conformado con su panza de romano mientras comía de la congoja de no alinearse en el partido. Miró a Messi y se acordó que había que enseñarle que por radiante no se cobra y que las siglas de la FIFA se pronuncian corrupción.
Del lado de México estaba Javier Aguirre, un hombre que ya traía el corazón hundido. La única verdad que dijo en público tuvo que comerla casi cruda y le rezaba a dios porque sabía lo que vendría. El México del no se pudo le advirtió que no había excusa para el fracaso, pero la concentración previa de Avándaro, antes de partir al África, confirmó su mala estrella. Se dedicó mejor a grabar comerciales y a entrenar poquito, bajo la mirada de Felipe Calderón, su padre putativo, en ese entonces presidente de México y que influyó para que le dieran el cargo. Fue en Avándaro donde recibió instrucciones de Televisa y de la empresa de Jorge Vergara -el dueño de las Chivas, que nueve años después moriría sin remedio, sin darse cuenta de que todo lo que había hecho no servía para nada- y supo que Adolfo Bautista sería de la partida. Nada lo acongojó tanto como el recordatorio de que el futbol de paga es una porquería.
A Bautista le decían el Bofo y fue un flojonazo empedernido. Sufría de cansancio permanente desde que jugaba en los Tecos de la UAG al lado del prehistórico Sebastián Abreu, un uruguayo con mucha estrella y un representante muy hábil. Abucheado por 100 mil en el juego de despedida de la selección en México, la gelatina humana en la que Bautista se había convertido anunciaba que estaría en Sudáfrica de cualquier manera. Llevaba 12 años soñando con jugar en Europa pero nunca pudo ir. En cambio, se hizo exótico, ensimismado, enfrascado, recogido, badulaque, extasiado, abstraído, embobado, absorto, taciturno, montonero, embebido y a veces hasta buen futbolista, como lo recuerdan en la púdica liga de San Diego de la Unión en Guanajuato, o incluso los argentinos del Boca Juniors y los del Vélez Sarsfield. Hasta la FIFA dijo, como lo dijo de otros con tal de vender estampas de Upper Deck y Panini, que el Bofo era el más genial que había surgido en los últimos años “pero su carácter le ha jugado más de una mala pasada”.
No era el carácter. Era otra cosa.
Y allí estaba lo imposible. Mientras el D10S de traje ridículo anunciaba diez superestrellas y un portero, Aguirre y su conciencia escribían con voz quebrada el número 21 del Bofo en la alineación titular, como si se tratara del arma secreta para ganarle a un campeón del Mundo, y en el único encuentro que no debió estar apareció desde el comienzo. Sentado se quedaba Cuauhtémoc Blanco, el último jugador de barrio que había en el equipo, y que veía a Messi posar para media humanidad.
El Diego hasta un abrazo le regaló a Aguirre mientras le deseaba fortuna. Pero era demasiado. Los de México, que nada tenían, hicieron otra vez de Rafael Márquez su fiero Beckenbauer y aunque había convocado a tres campeones del Mundo, provenían del seleccionado infantil y todavía no estaban listos.
Todo comenzó como un espejismo. La Verde dominaba aunque el juego pronto se volvió realidad. Messi fue marcado por Torrado y el mejor del mundo, según las encuestas, desapareció. Pero la historia mexicana es la suma de sus tragedias y esta vez no sería la excepción. Inexpugnable, el destino dio la vuelta y todo terminó en zafarrancho de piquera contra los árbitros enceguecidos cuando un offside de Carlos Tévez que nadie vio apareció en cámara lenta, en las pantallas de 15 metros del estadio y Argentina metió el primero.
El equipo de México se vino abajo como se vinieron abajo las promesas de una guerra victoriosa contra el narco en el país. El potro de la tortura dio una vuelta más cuando el desdichado defensa Ricardo Osorio, cuyo talento provenía de la durísima Bundesliga, recibió la bola cerca del área propia, observando con ojos errados a Higuaín, un matador que en ese entonces costaba 13 millones de euros. Allí terminó todo.
La virgen de Guadalupe o Azcárraga estaban distraídos y ni a uno ni a otro les alcanzó la milagrería. Osorio tocó el balón como no queriendo y el argentino se lo arrebató para llevárselo hasta el fondo de la red mexicana. El “puta madre” que dijo Osorio se fue hasta México pero en nada ayudó. Entonces sólo resultó cuestión de minutos para que Tévez fulminara de nueva cuenta al portero.
El Bofo Bautista ya no salió para el segundo tiempo y después fue acusado de correr menos que el portero de 41 años, Óscar Pérez, y cuando terminó el Mundial, en lugar de ir a Europa tuvo que conformarse con jugar en el indoor soccer de las ligas gringas.
Maradona mandó al diablo a los reporteros que le dijeron del fuera de lugar con el que su equipo sacó ventaja. Al final ni siquiera el jovencito Javier Hernández quiso asistir a la rueda de prensa, aunque había marcado el único gol mexicano. Anotador estupefacto, escuchó el último silbato mientras Márquez le mentaba la madre a Javier Aguirre, quien con rostro lloroso apareció en una conferencia donde le perdonaron la vida.
“…como lo de Cáceres y, joder, lo de Cabañas, que es gente conocida y querida, pero siempre hay estos inadaptados, desquiciados. Yo, desde luego, tomo mis precauciones: mis hijos mayores viven en Madrid y yo me fui con mi mujer y con el pequeño, y llevamos ya casi un año. Esperaremos hasta el Mundial y luego me vendré para Europa para ver qué hay. Se genera mucha expectativa respecto al equipo mexicano y luego hay voces que salen de tono. ¿Campeones? México es lo que es, fue 15 en Alemania, en Corea (2002) cuando lo dirigí fue 11 y cuatro años antes en Francia número 13 y cuatro años antes en Estados Unidos en el 13”.
Eso confirma que no se puede hacer nada en contra de las estadísticas.
México también perdió otras guerras, estas de verdad y con balas del tamaño balones, como la de las supermineras, que terminaron convirtiendo al país en un enorme campo de concentración a cielo abierto para despojar de un cuarto del territorio al país. También perdió cuando Enrique Peña llegó al poder, un poco después, y siguió perdiendo cuando a Obrador le tocó el turno.
México, un cementerio antes que un estadio, no tendría la paz que a veces llega gracias a una victoria. Y 19 años después del juego contra Argentina en Sudáfrica, sigue buscando la libertad que, pareciera, se trata de un asunto del diablo.
Hay más recuerdos, pero no sé por qué no les encuentro un sitio.
Chapetas, así les decían mis primos a las corcholatas.