Mónica Nepote: texto. Karen Colín: diseño.
Ciudad de México; 2 de julio de 2022.
Escribe Décio Pignatari, una de las voces principales del movimiento de Poesía Concreta brasileña: “Todo poema auténtico es una aventura –una aventura planificada. Un poema no quiere decir esto o aquello, sino que se dice a sí mismo; es idéntico a sí mismo y desemejante al autor”. Esto fue escrito en 1950.
Lo que el concretismo dejó a su paso es, a fin de cuentas, una incisión, una forma de ver no sólo la poesía, su teoría, su abstracción, sino de ver los poemas, como objetos en sí. Los poetas concretos supieron, con gran destreza, desarrollar una cartografía dentro de la poesía latinoamericana cuyas consecuencias aún, gozosamente, percibimos.
Definir a los concretos como un grupo que cambió radicalmente el panorama de la poesía es una conclusión gratuita, hay que irse con tiento, y no por otra cosa sino porque a partir de los textos concretos es irremediablemente perceptible la ampliación del campo de visión. Los miradores son múltiples, sí, eso está dicho, y también irremediablemente polifónicos.
En este campo de visión todo cabe: desde la vista microscópica, el zoom más agudo, hasta el vértigo que trae la sucesión imparable de imagen tras imagen. Que lo visual haya adquirido codificaciones singulares en la poesía contemporánea es tangible en proyectos como El Billar de Lucrecia. Es tangible en este cuarto título, llamado Zimbabwe. Y al hacer énfasis en lo visual no sólo me refiero a ese ingrediente específico como puede ser la imagen sino a lo que antes me referí como campo de visión, al mismo acto de ver. El Billar propone una vista panorámica a través de una ruta, a partir de 15 lecturas, y hasta ahora esa cartografía propone una ruta peculiar, una ruta estimulante.
Es esto importante, sí y no. Me explico: sí y no porque las condiciones inmediatas del medio literario circundante están dando pie a propuestas semejantes en las que podemos leer un interés específico, sino porque desde mi punto de vista, parten de una palabra clave: refutar.
Eduardo Padilla abre un diálogo con la tradición, pero ojo, ese diálogo no es el de la continuidad, tampoco creo que sea propiamente de ruptura, porque esa palabra ha estado presente desde hace demasiadas décadas en la crítica de la poesía y parece que no termina de suceder, sino de la refutación. En Zimbabwe el lector siempre encontrará un mirador. De alguna forma el poeta construye una imagen constante que se me ocurre metaforizar así: hay un teatro abarrotado, en el que personajes engominados y bien peinados miran algo, no sabemos qué. Pero Padilla observa y desde ¿su palco?, o desde el otro lado de la pantalla, con el control en la mano se aventura por el zapping. “Es de mala educación, cortar a la mitad la broma de tu vecino” escribe, o “¡échenle un galgo! Dirán los cronistas desde la masturbación encumbrada de sus asientos”.
En Zimbabwe, Padilla construye una voz que va continuamente planteando hipótesis, descartando hipótesis, refutando. Su lenguaje está armado hasta los dientes, sus asociaciones son extrañas, sus metáforas delirantes, su imaginario cientificista, histórico, mítico, sus signos cercanos a la historieta, al gag de las caricaturas. En Zimbabwe está el mundo contemporáneo pero sobre todo el yo contemporáneo: ese yo escindido entre la paradójica pasividad del practicante del zapping, sumido en el no movimiento y en el vértigo al mismo tiempo. Está el yo que revuelve y hace un caldo de cultivo en el que cabe la visualidad, el decir caótico, y la física.
Zimbabwe es un libro extraño, extrañísimo diría. Circunscrito en este otra orilla que encara a la tradición.