4 octubre, 2024

De Toledo no tengo nada

De Toledo no tengo nada

Miguel Alvarado

Toluca, México; 8 de septiembre de 2019. De Toledo no tengo nada, ni siquiera el recuerdo y no consigo, no logro acordarme por más que en Oaxaca, la única vez que estuve, un hombre armado entró al cuarto en el que nos quedábamos y nos apuntó con un arma. Dijo, con la seña universal del silencio que dónde estaba, que para dónde se había ido.

Ese día era una mañana o una tarde, no recuerdo bien, en la que habíamos recorrido una ciudad que por momentos me parecían las calles del centro de Toluca, las calles viejas, las que huelen a algo que no es lo que uno está viendo ni corresponden al nombre que se pronuncia. To-le-do, Oa-xa-ca, To-lu-ca, una fórmula desde la voz que no significa nada aunque haga un peso en el cuerpo. Todavía, a veces, esos sonidos me despiertan y entonces me encaran con lo oscuro, con la respiración de Stella, suave como un ris-rás y que tiene la fuerza para volver a ubicarme en la entraña de esa, la noche, o lo que imagino que es.

Aquí nadie extraña a sus muertos porque estamos, cómo decirlo, porque estamos viviendo con nuestros vivos, con la parte matérica que nos toca y que nos da sentir, comer, lamer, beber. Aquí los muertos no tienen cabida porque ya encontraron su lugar.

A lo lejos una niña canta una canción y Stella respira mientras su mano se toca, se abraza a ella en el principio que su cuerpo es.

Ese día o esa tarde, no puedo acordarme a pesar de que aquello lo escribí casi después de que hubiera sucedido, en el cuaderno largo y sucio que usaba entonces y que después perdí o se perdió cuando todo ya no estaba… ese día en Oaxaca el hombre armado buscaba a alguien, así que entró al cuarto donde nos quedábamos con la seguridad de su puntería. Nos hicimos para atrás, para donde estaba la cama. La puerta del cuarto era negra y de aluminio, porque aquel lugar era una posada que apenas tenía lo suficiente para los que íbamos de paso. Quizá pagamos 50 pesos, o 100, tampoco recuerdo, aunque me ha quedado la sensación de que siempre había en el estómago un aguijón, un agujero en los ojos, una mordedura en el olvido o dios en forma de comida, cuando uno ya no podía moverse.

Entonces aquel hombre avanzó por el cuarto, apuntándonos primero y después poniendo su atención en el hueco del baño, que no tenía puerta y recuerdo, pero no lo sé, la cortina de hule volando con el viento, como si fuera la falda de alguien o el sigilo con el cual uno se acerca al otro para no despertarlo. Más bien, estaba de caza y cuando recorrió abrupta, espasmódicamente aquel pedazo de hule, su desencanto fue absoluto. Ahí no había nadie, aunque nosotros habíamos visto, cinco minutos antes, que un hombre desnudo de la cintura para arriba se descolgaba por la azotea y caía ruidosamente sobre el charco siempreverde de aquel patio enmarañado -no así, sino un espacio entre el comedor de aquella semicasa y las escaleras hacia los dormitorios- y se había ido para adentro, como si esa casa lo apremiara y le mostrara los caminos.

Después llegaron los empistolados.

Eso, cuando apenas se hablaba de los maras y los que nada sabíamos por ignorantes o porque no nos importaba pensábamos que era una clase de viento, el bora mexicano, la querencia de una ráfaga.

Los maras, que luego aprendimos a tratar en Guatemala.

Por eso, de Oaxaca tengo eso y de Toledo no tengo nada, ni siquiera el recuerdo o la información de que su hijo es el doctor Lakra, un extraño personaje que en realidad se llama Jerónimo López Ramírez y que no se apellida Toledo, que hace tatuajes y publica libros con registros de algo, de cosas que no me gustan. De Toledo no tengo nada, sólo la imagen de pequeños papalotes posados en una pared.

Aquella mañana o tarde el hombre armado se fue de nuestro cuarto amenazándonos, diciendo que nosotros habíamos escondido al que huía pero eso no lo habíamos hecho, aunque en realidad lo hicimos porque guardamos silencio y no dijimos que se encontraba en aquella casa, en alguna parte de ese laberinto gobernado por mujeres que barrían, trapeaban, cocinaban, cobraban y por último también nos miraban con los ojos de los condenados. Nunca he visto los ojos de un condenado, excepto los de ellas. O sí, algunas veces cuando entré a la cárcel o cuando alguien va buscando, si hallarlo, al que se encuentra perdido.

Después Oaxaca se hizo grande, muy grande y nadie quiso quedarse sino irse más al sur con la idea de no regresar a nuestra casa, aunque esto último no se cumplió. El libro de Toledo llegó demasiado tarde, cuando ya nada de esto o de lo otro tenía importancia alguna.

Aquí está ese libro, entre Las uvas de Zeuxis, de Yves Bonnefoy y Pájaro hembra, de Lorena de la Rocha. El primero, a propósito de la pintura, dice en alguna parte que “Ahora pinta en paz” y creo que eso es todo lo que merece recordarse. Nadie sabe quién es Bonnfey o por lo menos yo no quiero saberlo. El otro, el Pájaro hembra, dice en algún lado que “no llega nadie, ni un hombre, ni una mujer, ni un animal mitológico” y eso es todo también.  

El libro de Toledo se llama Escarificaciones y que apenas abro ilustra los poemas de un hombre llamado Iván Alechine, que vive en Oaxaca pero que nació en Bélgica. Hay diez ilustraciones del artista, más bien dibujos sobre fotografías tomadas a nativos africanos.

Rayas, rayas, rayas.

Rayas, animales, rayas, la lluvia.

Muertos, animales, rayas, una danza, la lluvia.

Y entre esas páginas, algunos poemas.

Esos textos no son buenos, o no lo sé, y danzan por ahí representando al intelecto, a la memoria, y después de eso no encuentro nada.

A mí me falta lenguaje, como también valor o lo que se parezca a eso, aunque encuentro que Alechine dice que “uno busca un medio para desgarrar el corsé de su propia conciencia (…) y encontramos a otros que rascan,

que aúllan,

que modulan el sufrimiento (…)”.

De Toledo aquí hay eso, sus escarificaciones y un dolor muy profundo, al ras de la piel. Ese dolor no se refiere a la muerte de él, porque al final alguien así ya no podía morirse si no era para descansar. Se trata de otro tipo, algo que me recorre mientras miro a Stella, sentada frente a mí, enfrascada en la memoria de su madre, resignada pero negándose a olvidar y por eso escribe, sutil, tenazmente, con las palabras en el corazón. Yo digo que a veces hay que hacer como hace la lluvia cuando pega sobre las piedras.

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