Stella Cuéllar
Toluca, México; 15 de febrero de 2020. Sin duda, 1917 es un filme hermoso, conmovedor, con escenas tan impecables, bellas y perfectas que casi siento la tentación de perdonarle las obviedades al filme.
Porque ciertamente 1917 me quedó a deber en algunos detalles, y no niego que también me parece bastante previsible; que su ritmo, como sube y baja de intensidad, le resta fuerza, pero también es verdad que pese a esto nos deja satisfechos.
Pero, ¿qué no me gustó? ¿En qué me quedó a deber?
En literatura, y creo que aplica también para el cine, no se vale dejar cabos sueltos, y 1917 deja uno que de haberlo cerrado, le habría regalado al filme un final más sólido, más contundente.
Me refiero al detalle de que el cabo Schofield (George MacKay) metió la mano herida “en entrañas alemanas”, y eso no le trajo ninguna consecuencia.
¿Cómo pudo Sam Mendes, el director de la película, no explotar eso, que no es un detalle menor? Lo menos que debió sufrir después de eso era una infección en la herida o incluso, por falta de atención, una septicemia o una gangrena, qué se yo. Más aún cuando él mismo declara en un momento: “¡Metí la mano en entrañas alemanas!”.
Tenía que haber repercusiones, serias consecuencias, creo yo.
Meter la mano en las entrañas de otro, que además está muerto, debió marcarlo irremediablemente y para siempre, pues palpó el sitio de sus miedos, de su amor, de su patriotismo.
¿Qué significan exactamente las entrañas alemanas? Sam Mendes no nos lo descubre; nos deja la tarea a nosotros, y creo que no se dio cuenta.
Y las entrañas son tan importantes en el filme, que cuando el cabo encuentra a la chica francesa con la bebé, y él le obsequia las latas de comida de perro que recién encontró, ella le dice que “Ella (la bebé), no puede comer eso. Necesita leche”. No lo dice, pero la niña necesita leche, que no es otra cosa que su vínculo entrañable con la madre, con la vida.
Asimismo las entrañas de otro alemán serán las que lo pongan en alerta cuando lo escuche vomitar por la ebriedad. Y antes, su amigo, el cabo Blake (Dean-Charles Chapman), quien lo eligiera como compañero de una aventura que jamás imaginaron sería así, sentirá el valor de ejecutarla por la fuerza de sus entrañas; es decir, por el amor a su hermano, que se encuentra en peligro de muerte.
Sus superiores sabían que él era el elegido porque su voluntad sería inquebrantable, en vista de que su entraña estaba en juego. Y justo una herida ahí, en sus propias vísceras, lo dejará tirado, muerto, muy cerca de un campo de cerezos, muy parecidos a los que hay en la casa de su madre. Entonces, de no haber dejado este asunto al aire, nuestro héroe habría ganado en valentía, en voluntad. Habría llegado a la meta mucho más averiado en todo sentido; quizá lo habríamos visto agonizar o perder la mano al tiempo de recuperar un poco, al menos un poco, la esperanza, esa que no habita en las entrañas, sino en el corazón.