11 septiembre, 2024

Zapata

Carla Valdespino Vargas

Mi periplo es simple mas no por ello carente de significado: comienza con la difícil tarea de subir al camión que me lleve a Zapata, justo ahí, donde comienza el Valle de Toluca.

Varios tramos de la Avenida Baja Velocidad se convierten en pista de carreras para los autobuses. Justo me encuentro en uno de esos intervalos: un punto entre la Avenida Comonfort y Pilares, por ello resulta complicado tomar el autobús hacia mi destino.

Uno de los grandes problemas de esta ciudad es el transporte público: los autobuses van y vienen a toda velocidad sin respetar los señalamientos. En el mundo de los chóferes, pareciera que los semáforos no existen, su percepción del tiempo es tan otra, no es lineal ni circular, pero tampoco es cíclica: después de permanecer estáticos más de tres luces rojas, verdes y amarillas, avanzan como si la vida se les acabara.

Aquí comienza mi viaje, he escogido mi asiento en ventanilla y así, inicia la magia: soy el punto fijo abordo, mientras todo se mueve afuera, mientras el resto de los pasajeros sube y baja de la unidad. Extrañamente el camión viene en silencio, sin la música es posible escuchar las voces de los pasajeros: dos pequeños platican sobre sus aventuras en la escuela, uno de ellos tiene la difícil tarea de escribir cuál es su propósito de vida, ¿será sencillo para un niño de cinco años contestar menuda pregunta? Quizá los adultos enredamos la vida hasta convertirla en una maraña de eternos nudos. Tres jóvenes abordan la unidad, dos mujeres y un hombre, quien habla y habla y habla, las chicas sólo asienten y sonríen forzadas ante el alarde intelectual del joven; el mansplaining en todo su esplendor. Un hombre, al momento de subir a la unidad pregunta al chofer si va para Zapata, el conductor musita un sí lleno de fastidio y decide encender la radio.

Al escuchar la música, mi mente se desconecta del interior del camión, las voces de los pasajeros se diluyen y por el cristal sucio-rayado-decorado las imágenes desfilan: un super mercado cuyo nombre recuerda a una pared, el café-restaurante que siempre lo acompaña. Hoteles que debieron ser de lujo, pero nunca lo lograron. Restaurantes que fueron, pero ahora son sólo espacios olvidados. La Iglesia de Santa Juanita. La colonia Santa Elena. Los antros de “mala reputación” que algún día fueron y hoy sólo son cemento derruido, despintado, arrumbado, que tan sólo recuerdan el esplendor de los teiboldans. Bodegas. Pequeños sembradíos ahorcados. Dos jóvenes toman cerveza afuera de su casa mientras ven pasar a la gente y los autos. Interconexión con otras avenidas perpendiculares.

El paisaje no es alentador, es incluso deprimente, es quizá el espejo de Tezcatlipoca mostrándonos la realidad y recordándonos que la heterotopía más grande de Toluca es la Toluca como una ciudad moderna la que ha dejado de ser la provincia, como lo anuncia el arco de bienvenida. El espejo humeante muestra el reflejo de nuestra esencia: Somos esa ciudad en espera de ser.

Finalmente arribo a mi destino: Zapata, el fin y el inicio del Paseo Tollocan; la salida a México, la llegada a Toluca; la entrada a San Mateo Atenco; la salida de Lerma; el paso de los tráilers; la entrada a la zona industrial, la plancha de concreto donde se alza una extraña construcción en forma de pirámide que sostiene un asta bandera siempre vacía; a un lado el arco olvidado de los años treinta que reza Toluca es la provincia y la provincia es la patria.

Me siento en las bancas junto al arco y pienso que sus palabras son una suerte de hechizo. Toluca no ha logrado desligarse de su ser provinciano, afirmación que se comprueba cuando sus habitantes nos percatamos de que tenemos conocidos mutuos, así como en los pueblos, todos se conocen, entonces es común escuchar el término Puebluca, otros se refieren a la ciudad como “Toluca es un pañuelo, pero con mocos”. Aunado a esta característica pueblerina, es indispensable visualizar que los múltiples intentos de convertirla en una gran metrópoli se han quedado en eso, intentos.

Mis pensamientos regresan a Zapata, espacio de aproximadamente una hectárea y que es todo menos Zapata. Sí, la estatua del Gral. Emiliano Zapata estuvo alguna vez, justo ahí, donde ahora se encuentra el asta-vacía-oxidada. Montado en su caballo, daba la bienvenida a la ciudad; la gente indicaba a los choferes “me baja ahí donde está Zapata”, pero ya no está y la gente sigue solicitando su parada en Zapata.

Para conmemorar el centenario de la Revolución Mexicana, el gobierno del Estado de México decidió mover la estatua hacia el camellón central, el cual divide los carriles de alta velocidad del Paseo Tollocan, no, ahí nadie lo visita, nadie se saca fotos, se encuentra en un lugar inaccesible. Y no, ese espacio no es Zapata. Zapata se quedó un kilómetro atrás, ahí donde lo colocaron en 1976.

Jugada política, movimiento estratégico para evitar las manifestaciones. Prohibir sin hacerlo, las muestras de respeto por parte de la población prozapatista, sí entiéndase que se bloqueó el derecho a convertir el monumento en el símbolo de lo cotidiano, de la libertad y la lucha por una sociedad más justa.

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