7 diciembre, 2024

Texcaltitlán: crónica de una caída

Texcaltitlán: crónica de una caída

Miguel Alvarado

Toluca, México; 19 de junio de 2019. Es un campo abierto y hay hasta niños jugando ahí. El helicóptero es una nave azul que encendido sus rotores y se apresta para volar.

Todo parece normal, dentro de lo normal que resulta que se alquile un helicóptero en el rancho de Rincón de Cristo, en el municipio de Texcaltitlán, muy cerca de Sultepec, en el sur del Estado de México.

Después de todo, ese municipio forma parte de la Tierra Narca mexiquense, del Triángulo de la Brecha, del imperio de la Familia Michoacana. Por eso extrañó que se reportara la presencia del Cártel de Jalisco Nueva Generación en una zona donde ni siquiera los Beltrán Leyva pudieron controlar algo, a pesar de que La Barbie, aquel sonriente sicario que trabajó para todo el que pudiera pagarle, había financiado la fundación de Los Pelones, que entraron a sangre y fuego a Luvianos primero y se desparramaron después por toda la región peleando contra los Zetas, a los que no les quedó de otra que compartir lo que habían conquistado y después abrirse. Abrirse a la chingada, como dicen ellos cuando las plazas se ponen demasiado calientes. Ni siquiera el hijo del Chapo Guzmán, José María Chávez Magaña, en 2014, logró pacificar a la fuerza aquella bronca que ha resultado siempre la Tierra Caliente y las partes que le corresponden a Guerrero y Michoacán.

Fue El Señor Pez, Johnny Hurtado Olascoaga, quien a la caída del Pony consiguiera lo inconseguible. Pero lo hizo con ayuda de soldados e infantes de Marina corrompidos por él mismo, que además pelearon las batallas que el Pescado les dijo que había que enfrentar.

Es el domingo 16 de junio de 2019. Son las 19:30, aproximadamente, y un helicóptero azul está por despegar. Es un paraje, sí, pero a pocos metros, desde fotos que después se tomaron, se ve una construcción y un camino y hay niños que se atraviesan en la toma que alguien hace, con un teléfono celular. El helicóptero se eleva como se elevan todos. Alrededor no se observan camionetas de lujo o los hombres armados que, se creyó, eran la causa de que llegaran al lugar cuatro patrullas Jeep de policías y un carro de soldados cuando recibieron una llamada anónima que movilizó a policías estatales.

Entonces, con los policías y los soldados presentes, apuntando ya pero fuera del ángulo de la cámara, el helicóptero azul se elevó y, si se puede decir así, al rebasar las copas de los árboles dio media vuelta y enfiló a su destino.

En ese momento se escuchan los tiros, que en la grabación se aprecian como cuando se toca una puerta. No se ve nada más que los disparos, en esa escucha que los vuelve visibles. De pronto ese sonido se convierte en ráfaga. Nadie ha dicho nada, solo se percibe la palabra de la metralla y en ese momento la grabación se corta.

No es barato rentar un helicóptero, menos en el sur mexiquense, donde casi todos son pobres, incluso hasta cuando son narcos porque, como en todo, hay niveles.

El helicóptero cae entonces, aproximadamente de entre 10 ó 15 metros, desplomándose porque al piloto, José Luis Hernández Barroso, una bala le dio en la espalda.

Barroso era un piloto experimentado, pues había trabajado en la PGR por 27 años y era socio de la empresa Pulsar Mexicana, dedicada a la compra, venta y renta de helicópteros para fumigación. Según los sobrevivientes y sus familiares, el piloto al final se convirtió en un héroe porque salvó la vida de los pasajeros aunque al llegar al suelo ya iba casi muerto.

Pero después de eso, nada.

Los Jeeps desde los cuales dispararon han huido y un cerco policiaco se instalará poco después. La policía estatal no dejará salir a quienes se encuentran en él, y que son, casi todos, familiares de los heridos.

Una patrulla de la estatal con dos oficiales a bordo es el blanco de la impotencia de los familiares. Uno de los policías, en medio de las preguntas que les lanzan, negará que es el comandante a cargo. De nada vale preguntarle por su nombre, porque no lo proporcionará, con la cara endurecida por las luces y su propio gesto de disgusto, que sólo hace quien ha hecho algo por lo que no podrá responder.

–              ¿Entonces se mandan solos? ¿Por eso hacen lo que hacen? ¿Por qué dispararon a personas inocentes? – les grita alguien, mientras son grabados con teléfonos.

–              ¿Me puede mostrar su nombre? -le preguntan al policía.

–              Yo no soy el comandante…

–              ¡No, solamente…!

–              ¿Para qué quieren mi…?

–              Se lo están pidiendo de favor, don. Hay como 15 patrullas y no viene nadien al mando, ¡qué tal!

–              Aquí no le puedo decir nada -dice el policía, tan enojado como asustado.

–              ¡Dañaron a una familia, oficial! -le grita un hombre al policía- ¡Mi madre está herida! ¡Pidan una ambulancia!

–              No tenemos señal -es la respuesta del policía, quien al mismo tiempo trata de esconder la pequeña placa donde está señalada la región a la cual pertenece.

–              ¿Tanta camioneta que traen y no pueden salir a pedir ayuda?

–              …

–              ¡Ya mataron a una persona, la privaron de la vida! ¿Quieren que sigan muriendo las demás? ¿Eso es lo que quieren?

–              …

–              ¡Mi madre está ahí, está herida del chingadazo que le dieron!

–              …

–              Comandante, usté es el comandante, ahí tiene su letrero. Región Diez-R.

–              …

–              ¿De dónde los sacaron? ¿Los bajaron del cerro a tamborazos?

–              Yo estoy seguro de que no las usé (las armas) – dice el oficial cuando alguien le pregunta quiénes dispararon.

–              ¿Y entonces por qué no dice quién?

–              ¡Ustedes saben quién fue – les grita el oficial.

–              ¡Usted sabe también! -le regresan los familiares, que a momentos parecen perder el control.

–              Yo le voy a decir una cosa – dice uno de los parientes afectados- si usted dejó ir a unas personas, lo voy a hacer responsable…

–              …

–              Fueron unos jeeps de la estatal los que dispsraron y se fueron… Derriban un helicóptero y no saben. Había niños. Toda esta familia estaba ahí.

–              …

–              ¿Usted como autoridad no puede hacer nada?

–              Lo que ustedes pidieron… se pidió una ambulancia, no ha llegado la ambulancia… -le dicen al policía.

–              ¿Ton’s podemos salir nosotros? ¡Deje llevar a los heridos, oiga!

Todo termina con el cerco de patrullas roto por la urgencia de los familiares para atender a sus heridos. La grabación se corta y otra vez se deshace la luz.

Una de las verdiones indica que policías y soldados creían que en el helicóptero iba Patricio Velázquez Aguirre, el jefe de plaza de la Familia Michoacana en Sultepec y Almoloya, y del cual no se tienen referencias públicas.

Para el 19 de junio los familiares denunciaban anónimamente que ya habían recibido amenazas telefónicas, después de llevar el caso a la Comisión Estatal de Derechos Humanos e intentar dos veces una rueda de prensa en Toluca.

No es la primera vez que el durísimo sur se involucra con historias de helicópteros, como la que sucedió en abril de 2014, en Zacazonapan y el camino a San Martín, que también se llama Otzoloapan. En ese camino hay una virgen, una estatua a la que a veces se le lleva flores. En ese 2014 había cerca un basurero y esa zona sirvió de base para un grupo de extraños que llegaron en camionetas, armados, y sometieron a las policías locales con un solo grito.

El tiempo corre y los que siembran y los que viven en el pueblo ya terminaron por acostumbrarse a la presencia de los extraños, que un día aparecieron y así nada más, con un grito, porque así fue -con un grito- sometieron a los policías municipales y a sus débiles autoridades.

Llegaron, dicen como salidos de las raíces.

–              No eran de aquí pero tampoco eran de tan lejos, como de Morelos o de Guerrero. Acá de Huetamo. Sólo los mandos tenían acentos del norte. Y en una región como la de Tierra Caliente todo está conectado. Iguala, por ejemplo. Ayotzinapa. Los batallones del ejército, por ejemplo. El 102 y el 27 – dice un testigo de esta historia.

Ese abril del 2014 los campesinos de Zacazonapan sembraban las lomas, suaves ondulaciones sobre aquella virgen cuidadora de caminos.

– Entonces llegaron, no recordamos cuándo y con un grito tomaron el control de la policía. Luego lo mismo hicieron con los alcaldes y comenzaron a cobrar protección, cuotas. Casi siempre se podía pagar, aunque a veces no. El negocio no era ése, y había otras gentes que pensábamos al principio que venían por la mina de oro que hay en Zacazonapan. Pero tampoco era por eso.

Los nuevos administradores, narcos de La Familia, enseñaron una nueva forma de vida. Implantaron poco a poco un terror sistemático al que, de manera natural, aquella región se adaptó. Tanto, que de pronto la gente se encontraba saludando a aquellos que vivían en campamentos, en las zonas cercanas a los pueblos y que sólo acudían a ellos para comprar cosas o para asuntos que, luego se enteraban, tenía que ver con muertos como nunca antes se había visto.

Y esos de La Familia se hicieron llamar “las verdaderas autoridades”.

También se acostumbraron a las bases militares, a un cuartel militar en Luvianos y a la presencia de helicópteros de alta tecnología, que en aquella región del Estado de México los identificaban como G3, que llegaron hace dos años, cuando mucho. Los Black Hawk, famosos en México por una película, “La Caída del Halcón Negro”, que relata una ficticia batalla en la ciudad de Mogadisio, Somalia.

– Eran sucios, muy cochinos. Siempre había un tiradero en los parajes donde tenían estacionadas sus trocas, como en círculos. Latas de comida, bolsas de plástico, botellas, todo un basural y ni modo de decirles algo. Luego nos volteaban a ver.

– Buenos días.

– Buenos.

Y ya. Todo seguía. Uno pagaba o se iba o se moría. Y ellos cobraban y se mataban o se iban. Y los guachos a’i andaban, iban a Huetamo en Michoacán y se daban sus vueltas por Tejupilco y por Valle de Bravo y nomás veían y se estaban quietos. Los guachos volaban su helicóptero, su G3. A ése todos le tenían miedo, pero no miedo, sino terror porque ya sabían que su vuelo era nada más para matar y nunca fallaba.

Para marzo del 2014 ya se habían registrado tres enfrentamientos en la zona de Zacazonapan. Pero todos habían sido escaramuzas comparadas con las verdaderas matanzas, ocurridas los dos años anteriores. Una, la del paraje de La Estancia en Luvianos, entre La Familia Michoacana y Caballeros Templarios, dejó 32 muertos. Otros dos, en el paraje de Caja de Agua, al menos 50 muertos cada uno. Ése era el saldo hasta diciembre del 2013, aunque no se acepta oficialmente desde la milicia ni desde el gobierno del Estado de México.

El 25 de abril del 2014 al mediodía, un poco antes, los campesinos se tomaron un respiro. Llegados a las lomas, el silencio los sumergió en la contemplación monosilábica. “Ya vámonos”, dijo uno. Pero aquello llegó tarde o la frase y la mirada fueron sólo una manera de pasar aquellos minutos para entender que no debían moverse.

Recordaron que esa mañana La Virgencita no les ofreció ni la sombra de una nube. Que antes de llegar pasaron el campamento aquel de los fuereños, con sus latas y su basura, ubicado también en una de las lomas, descubierto, sin árboles que lo rodeara, pero más abajo.

– Buenas.

– Buenas. Y oiga, véndannos agua. No queremos ir a Zacazonapan. A’i luego nos ponemos de acuerdo.

Que pasada del guaje al bote, derramados algunos litros, esa agua sería la última para aquellos forasteros siempre a las vivas, de ojos enrojecidos, de ojos hasta en las espaldas.

A ellos el zumbido les llegó tarde. Los primeros en oírlo fueron los campesinos, que buscaron un resquicio donde agacharse, apenas el pecho a tierra. Pero abajo no se dieron cuenta de lo que se les venía encima sino hasta que fue demasiado tarde. Y es que se saludaban todos los días pero también les cobraban y a veces les metían el miedo. Y nadie les avisó.

Más bien les avisó un zumbido.

– Entonces llegaron los helicópteros. Nadie llegó por la carretera. No hubo soldados ni vimos a nadie. Eran nada más los helicópteros, los que les dicen los G3.

Llegaron y los sobrevolaron. Reunidos en ese círculo de basura los hombres observaron, petrificados, esa muerte voladora. No corrieron. Para qué. Los campesinos, mejor dicho uno de ellos, quiso ver. Allá lejos bajaron los brazos, agrupados. Otros los levantaron mientras el aire les volaba las gorras, les ametrallaba los rifles.

Uno de los helicópteros, el de la cruz negra, abrió fuego.

Ni siquiera la muerte sobreviene tan silenciosa.

Casi 30 personas cayeron al mismo tiempo en ese silencio ametrallado. Eso lo dice un hombre asustado que mira al piso cuando lo narra y no sabe pero tampoco importa.

Tres minutos, casi menos, duró aquella batalla. Nadie disparó de regreso. Correr para qué. El helicóptero se replegó una vez confirmada la inacción de los cuerpos, diría el lenguaje de la CNDH si tuviera conocimiento. Luego, otro helicóptero se detuvo en aquel soplo siniestro y aterrizó para llevarse los cuerpos en varios viajes.

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