Miguel Alvarado
Toluca, México; 25 de septiembre de 2019. El taxi atraviesa el centro de Toluca.
A Metepec.
¿A Metepec, a las once de la mañana? ¿Por dónde quiere que me vaya?
Recuerdo noviembre, cuando muertos azucarados exhiben en los portales sus sonrisas enhebradas de brillante caries, sus ropas como luciérnagas. Ya casi es octubre y son los preludios de Día de Muertos y todos los años, a la misma hora toneladas de azúcar adquieren la misteriosa forma de los fantasmas. Espantos de chocolate y amaranto los acompañan en los estantes y las brujas norteamericanas les hacen los mandados entre pedacitos de turrón y papel picado de todos los colores.
Los monstruos, los de verdad, aguardan esperando el momento, la atroz llamada que los desplaza.
No hay nada, sólo miedo.
Y odio. Y miedo.
Y odio.
Ese día el taxista iba por el centro de Toluca. Tomaba la avenida Morelos, la más grande de la ciudad y sintonizaba el noticiero para enterarse de los cortes del tráfico, los bloqueos. Pero en ese informativo sólo anunciaban la alineación del Barcelona, el estado del tiempo, pretexto para otras cosas, para entablar la plática buscada ¿Hace frío en Nueva York? ¿Se inunda el metro en Times Square, sobre la Calle 42?
– ¿Tiene prisa por llegar a Metepec?
Alguien saca una mano y la ventana del auto al lado refleja las caras de los que esperan el paso. No hay prisa porque en realidad no hay camino. Todo está aquí y todo llega, de pronto, a este centro de tiempo ajeno.
– Es que tengo que ver por dónde nos vamos, porque van a cerrar las calles, por los estudiantes. ¿Vienen de Texcoco?
– No, vienen de Tenango.
Por fin el taxista encuentra una frecuencia con la información que busca. El inicio de la marcha será a las seis de la tarde. Y es que vienen de Tenango y siempre vienen. Y siempre marchan y no arreglan nada. El conductor vislumbra la avenida que busca, atestada de autos y que no permite el paso. Se mete adrede, se empantana solo en ese atasco de metales y silbidos justificándose para darle la razón al noticiero.
En el Estado de México hay mil 800 desaparecidos a la fecha.
– Por eso a los estudiantes se los madrean –dice de pronto, mientras sube el volumen al radio.
II
Polvo convertido en calle, la avenida gris transitada por taxistas deteniéndose junto a cada gente, pedigüeños, para preguntar la hora, saludándose con afecto, compartiendo un cigarro, la hora equivocada para ir a comer.
Es el tiempo de la muerte por calor o por asfixia que proponen las bocas del volcán, donde vuelan los restos de los hombres desollados. Aquí caminan los que no tienen remedio, los que saben que van a morir o van a matar y los que van a morir sonríen transversales mientras en un puño sostienen los diarios o los restos de una medalla, un chocolate apenas mordisqueado.
Se observan desde lejos las víctimas, sus amantes sicarios antes de hacer contacto en las profundas superficies de los ojos. Calibran el aire y escuchan la puerta que se astilla, el agua y el vaso que la contiene y miden la distancia donde una mano y su torpeza la derraman. Afuera, por esa ventana del restorán pasa un hombre cargando un bulto, sube las escaleras, se detiene un momento midiendo el siguiente paso y retrocede.
Los ojos se afilan. Alguien saca el arma y dispara como vio que lo hacían en televisión. Le gusta el ruido, la explosión que siente su mano flaca que sacude y que lo obliga a dar un paso atrás, embarrándose de mierda en el movimiento que rasga la ceniza y el miedo
el polvo
lo absurdo
lo aburrido que resultará buscar para el Narcoestado en los archivos las fotos de un cuerpo, la boca abierta de la niña como si oliera
oliera ridículamente una flor.
Si no te llevo flores ellos ganan.
III
Lenin Mondragón es un joven de voz pausada que hoy viste de azul, una camisa azul con rayas blancas que le ajusta al cuerpo y lo hace ver más alto. En el trayecto, en alguna parte de las seis horas, voltea a ver a Marisa, sentada junto a él. La mira como si no lo creyera y se toca la prenda con el orgullo del hermano menor.
– ¿Te gusta mi ropa?
– Me hace recordar –contesta Marisa mientras se acerca un poco a Lenin- Sólo lo vi dos veces con esa camisa puesta. Una, cuando fue al Distrito Federal y le presenté a mis papás. La otra…
Pero es fácil entender que sea la preferida. Hoy el tiempo no es barranco en el centro de Tenancingo, donde vive Lenin con su esposa y su madre. Marisa camina por el jardín central paseando el hambre entre tendajones y los supuestos que le arrojan el olor a carne, las cínicas niñas mendigando un peso que les perfecciona la miseria. Desde la entraña tiene la impresión de que están vivos los estudiantes y cuenta de una amiga vidente que sabe dónde, cómo están. Pero aquí, en espera de lo real 150 pesos apenas son suficientes para la cena mientras el auto alista el penúltimo tramo hacia el DF.
Antes, mucho antes, Lenin está sentado en el auto recibiendo una llamada. Le explica a su madre por qué no acudió para ayudarla.
– Te dije que no iría esta mañana. No me entendiste y no nos pusimos bien de acuerdo.
– …
– Estoy en el camino rumbo a Ayotzinapa.
– …
– …
– ¿Cómo para qué? Para estar presente en la reunión de los padres.
– …
– Nos vemos al rato, en la tarde o en la noche.
– …
Los ojos vueltos a Marisa, mientras toca el pantalón, recorren la circunferencia de una nube y luego, arrepentido, guarda el celular. Lo dice, sabiendo que adelante el Mezcala Solidaridad le permitirá ver el río Balsas, abajo, donde nada sucede. “Mi madre es muy nerviosa y desde lo de Julio César piensa que nos va a pasar algo. No le dije que venía y tuve que hacerlo así. Ni siquiera fui a la escuela, aunque debía presentar los exámenes en la facultad de Contaduría. Pero las maestras son buena onda. Cuando le dije a mi esposa que venía para Ayotzinapa, se puso a llorar”.
Una a una, el sol come las sombras mientras algo está acercándose, envarado como un bífido. Ya ahí, al lado del auto, los de la Suburban gris echan una ojeada, emparejados treinta segundos, ellos en el carril de alta. Algo, adentro allí, se aleja quebrándose frágilmente.
Lenin estruja la bolsa de plástico que llenan los panes de la Bimbo. Una vez, Julio César Mondragón, que aspiraba a ser maestro, presentó examen para Ayotzinapa. Sus parientes pensaron que estaría algún tiempo, en lo que encontraban opciones en Michoacán o el Estado de México, pero una vez inscrito el cambio nunca se concretó. “El Chilango”, entonces, se integró a la didáctica de la normal rural Raúl Isidro Burgos, entre Chilpancingo y Tlapa, al pie de la carretera hacia Tixtla, Guerrero.
Hay tiempo para sándwiches y jugo que ofrece el hermano de Julio César mientras el auto derrapa a cien por hora, retrasado para la cita. Todos comen, beben sin romper los vasos. Una tras otra, patrullas de federales detienen conductores para infraccionarlos. Siete agentes, siete patrullas, siete detenidos se orillan en la pista y en sus manoteos cabe el silencio del soborno, la serpentina azul y roja de las torretas que indican que allí, en esa orla de concreto comienza Ayotzinapa.
Qué le vamos a hacer, dios los ha puesto en este camino.
Aquel es el río que Marisa y Lenin dicen que cruza, parte el pueblo donde vive un pariente.
En medio del puente vuelve a creer.
IV
El Tribunal Permanente de los Pueblos documenta en México, desde 1988, una creciente criminalización contra la sociedad mexicana desde el Estado hasta la fecha. Este Tribunal, integrado por el obispo de Saltillo, Raúl Vera; el magistrado francés Philippe Texier; el economista alemán Elmar Altvater; la periodista Luciana Castellina; la sobreviviente a la dictadura argentina de los años setenta, Graciela Daleo; la escritora tica Graciela Daleo; el investigador argentino Daniel Feierstein; el investigador español Juan Hernández Zubizarreta; el médico español Carlos Martín Beristain; el abogado español Antoni Pigrau Solé; la activista mexicana Silvia Rodríguez y el procurador italiano Nello Rossi, concluye que México es un abastecedor que no puede fallarle al mercado norteamericano y europeo y eso incluye el ámbito de las drogas y los recursos energéticos y naturales. Así, “Resulta simbólico en este contexto, la desaparición del ejido expresamente pedida por el TLCAN aun antes de su discusión y aprobación; y de la sustracción de los derechos de los pueblos indígenas a la tierra comunal. De este modo se abre la puerta a la pérdida del uso colectivo de la tierra, principio y base fundamental de la organización social de México”.
Pero esa descomposición de la base fundamental social tiene números: tres de cuatro trabajadores son informales en el país; 40 mil millones de dólares son producto de actividades relacionadas con el narcotráfico; 22 mil millones de dólares provienen de remesas enviadas por migrantes y, combinadas, alcanza el 40 por ciento del PIB. Según el estudio, la riqueza en México está directamente relacionada con el sufrimiento del pueblo y con la eliminación de los “perdedores”. El desarme del Estado mexicano ante las trasnacionales significa también la cancelación de la identidad, la pérdida de la soberanía y las legitimidades. “El vaciamiento del Estado está siendo llevado hasta el límite por el gobierno de Peña Nieto que por entrega, omisión o impotencia va renunciando a la soberanía en todos los ámbitos”.
El miedo es la principal arma del Estado contra su propia sociedad. La desarticula y desde allí la desanima. El estudio apunta 37 mil ejecuciones extrajudiciales en la administración del ex presidente panista Felipe Calderón, pero también documenta el exterminio:
“En las Audiencias se han recordado, entre otros, los casos de la masacres de Ocosingo, San Cristóbal y Chicomuselo Chiapas (durante enero de 1994 y en 1995), la masacre de Aguas Blancas, en Guerrero (28 de junio de 1995), la masacre de Acteal, Chiapas (22 de diciembre de 1997), la masacre del Charco, Guerrero (7 de junio de 1998), la masacre del Bosque en Chiapas (10 de junio de 1998).
“Otros ataques contra grupos se han dado a lo largo del tiempo mostrando una línea de continuidad, como, entre otros, la represión y los asesinatos de Atenco (2001 y 2006), la represión y al movimiento magisterial en Oaxaca y la posterior represión al movimiento popular de Oaxaca con más de 20 asesinatos (a lo largo de 2006), la represión contra las comunidades indígenas de Cherán y Ostula, Michoacán, con más de 10 asesinados (entre 2011 y 2012), así como la represión a la lucha contra mineras canadienses, en San José del Progreso, Oaxaca con dos asesinados y varios heridos (durante 2012).
“Otras masacres no parecen tener una autoría estatal inmediata, como las de 72 migrantes centroamericanos y sudamericanos que fueron ejecutados en el municipio de San Fernando, Tamaulipas (2010); o el caso de los 49 cadáveres decapitados y mutilados, abandonados en una carretera que conecta Monterrey con la frontera de Estados Unidos (2012); o los 18 cuerpos encontrados en una zona turística cerca de Guadalajara (2012); o los 23 cadáveres que aparecieron decapitados o colgados de un puente en la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo (2012), entre otros hechos similares.
“Sí tiene una autoría estatal, más recientemente, la masacre en la comunidad rural de San Pedro Limón, en el municipio de Tlatlaya, Estado de México, en que fueron asesinados 22 personas el 30 de junio de este mismo año 2014”.
V
Julio César Mondragón tuvo que morirse para que otros se dieran cuenta de que México es una bandera negra, sin águila. Tuvo que morirse, aguantar que lo desollaran vivo, que le quitaran los ojos. Nadie sabe para qué sirve una marcha de un millón de personas pero casi todos entienden que sin marcha no habrá nada en el porvenir. Julio César Mondragón, normalista de Ayotzinapa, es un muerto confirmado en un cementerio de proporciones inauditas. Nuestros muertos son Julio César y sus rostros son el suyo. Aquí están los tíos de Julio César y su esposa. Ella camina como si no pisara el suelo, ausente, con un niño en brazos. Ella dice que nadie la escucha y se tambalea. De un lado a otro. Como yo lo hacía hace años. Como lo hacen muchos, ahora que puedo levantar la vista, que me digo que estoy despierto pero no es verdad.
VI
“México huele a muerte. Hijo, mientras no pueda enterrarte, voy a seguir buscándote”, dice la pancarta de una mujer, que despliega cuanto pueden sus brazos. Sus manos tienen las uñas pintadas de rojo y sus aretes, de oscura plata, terminan de bordar el sombrero negro que la cubre.
Por encima de su cabeza, una bandera negra intenta ondear.
Ella está en silla de ruedas y camina por encima del agua.
Pero no hay viento.
VII
Sopla el humo en la cocina y enciende el fogón en un minuto. Mira sus manos Margarita en ese filo amaizado de la tarde y su marido, ebrio de mezcal, se sienta a la mesa esperando la comida. Pronto llegan las demás. Las niñas, las hijas del hombre, no pierden la compostura y amasan, acostumbradas, una torre de tortillas con el hambre en los ojos.
– Ellas –dice como dicen los de Aguatordillo- son mis hijas y quieren estudiar enfermería. Pero hay que caminar 12 horas al pueblo donde está la escuela y no tengo dinero.
Las niñas avientan las manos al fuego y su madre les ayuda. Ordena la estancia en una mirada, mientras excluye al hombre en esa bondad de sombras y ocote pero su aliento la obliga a nadar en sus ojos para sacarle la verdad.
¿Por qué estás aquí, entre los perros y las gallinas?
A Margarita le duelen los dientes desde hace un año. El dolor se le hizo una costra tan grande como sus labios y la falda azul que se puso para consultar a los doctores, venidos desde México y que en una hora terminaron su dotación de medicina. Sólo quedan placebos, los paracetamoles guardados en un montón de bolsas que repartirán de todas maneras, aunque sea nada más para apaciguar el llanto por unas horas. Margarita ya tiene sus cajas y sus ojos se le cierran con un sueño de humo que se le avienta en la cara. Qué sueñas, Margarita, que no quieres pensar lo que ocurrirá mañana.
Pero el fogón. Pero las niñas. Y el marido que habla español a medias, aunque su tlapaneco, música fermentada que viene del abismo y se arrastra por el pueblo en el silencio de los plátanos, insiste un canto para él.
– Es mi esposa, mírala, le duelen los dientes y ya no quiere comer lo que no está blandito-. Pasa la vista por la cocina envolviéndola en su mirada de dueño, de amo del tizne y lo inmediato, guardando cada objeto en la sangre de los ojos, reventados y amarillos, que restriega sin memoria, en espera de una noche que no llega, que no termina por cerrarse. Una olla sin pobreza contiene el agua de los quelites, la comida de ahora y de mañana y de pasado mañana. Aplana un error en la geografía del piso en esa tierra, en la esquina donde nace una mancha y hasta aplasta el aire con un silbido.
Después llega la sopa, un plato de quelites todavía colgando de sus ramas.
El hombre duerme con los ojos abiertos pero las mujeres, sabiéndolo así como es y será, le perdonan todo porque lo quieren. Eso dicen, mientras muerden una de las tortillas que han sobrado.
VIII
“Queridos hijos: el profundo dolor que nos causa su desaparición será transformado en una lucha constante para exigir que nunca más sean silenciadas sus voces, encarcelados sus sueños ni mutilados sus cuerpos. Las mujeres no parimos hijos para que sean asesinados”.